VIII
—¡Hey —gritó un chico
flaco desde la calle aledaña al hotel de Catalino. Los hijos de Luis sintieron
el llamado en medio de la charla monótona de Nacho, las ansias de huir del alcohólico
escenario habían agudizó sus sentidos, produciendo una agitación incontrolable;
la timidez de los niños influía en sus malos augurios sobre la respuesta de su
madre por eso prefirieron una mirada piadosa a una solicitud expresa; Gertrudis
entendió el mensaje, pero se desentendió con un giro de la cabeza hacia Luis,
aunque se alcanzaba a adivinar una actitud pensativa.
—¡Hey niño! —se volvió
a escuchar.
Los chicos volvieron
sus ojos pedigüeños a la mujer meditabunda sentada al lado de su marido
tambaleante, sorprendida al descubrirse observada por los niño se aturdió los instantes
suficientes para dar una autorización inconsciente. Los muchachos corrieron
desesperados hacia la calle al comprobar su libertad.
—¡Hola!, ¿quieren
jugar? —preguntó un joven de baja estatura, muy cachetón y ojos taimados en
medio de su rostro de aspecto bonachón.
Luis y su hermano
aceptaron, cualquier cosa era buena para distraerse de su rutina funesta.
—Juguemos con el
balón.
—Bueno —exclamó, Andrés,
en un tono casi imperceptible producto de una inmensa timidez, a la espera de
la aprobación de su hermano mayor parado a su lado. Luis se limitó a asentir para
serenidad de Andrés.
Mientras el gordo
explicaba las condiciones del juego Andinia desapareció para los chicos, sus
malos recuerdos fueron opacados por la cháchara del gordo sobre unas reglas inventadas
en el momento, adecuadas para asegurar su triunfo; de cualquier forma, para Luis
y Andrés sólo existía la pelota, el polvo y la calle: la verdadera cancha de
fútbol. Antes del juego Rubén hizo énfasis en la severidad para castigar las
faltas a sus leyes deportivas con la atención absoluta de los invitados, a la
vez, un joven larguilucho de caminar cansino se acercó lentamente al grupo sin
ser percibido, él había sido quien llamó a los hermanos; por unos instantes los
observó con detenimiento, absorto como si quisiera adivinar los sentimientos de
aquellos personajes llegados a Andinia después de su escapada a la muerte.
—Juguemos dos contra
dos —exclamó Carlín, con intensión de dejarse notar.
—¡Claro, tonto!, no
te das cuenta que somos cuatro, ¡nos toca jugar dos contra dos! —gritó el gordo
mandón; el joven muy molesto por el comentario, pero impotente ante la actitud
de capataz asumida por su amigo bajó la cabeza y se quedó callado.
Luis y Andrés
contemplaban la pareja de contendientes, dos muchachos disímiles en su físico y
comportamiento, el uno dominante, el otro sumiso: una pareja perfecta; también
se veían fuertes para el juego, algo evidente para los dos chicos y suficiente
para esperar una derrota, por eso decidieron liberarse en el juego sin ánimos
triunfalistas.
—Carlín, andá a ese
lado y traes dos piedras para armar la portería, ustedes háganla en el otro
lado —mandó, Rubén.
Las indicaciones eran
sencillas, sin ninguna exigencia mental Carlín se dirigió a su lado para
cumplir la orden recibida en tanto los dos nuevos se fueron en silencio,
echando ojo a un par de piedras; Andrés descubrió una al final de la calle y se
adelantó a cogerla mientras Luis encontró otra del tamaño requerido para armar
las porterías rápidamente.
—¡Cinco pasos!
Luis se quedó
paralizado al escuchar el mandato, no alcanzaba a imaginar la idea de medir
cinco pasos, meditando que cinco eran mucho para una portería. ¿Cómo los cuento?, murmuró suplicante a
su hermano; Andrés había puesto atención a Rubén mientras medía, por eso hizo
señal a Luis y alcanzó a susurrar las instrucciones, ¡un pie detrás de otro!; Luis entendió presto a medir
inmediatamente.
El juego inició muy
animado con un ritmo lento debido al análisis entre los rivales: Rubén se
notaba muy serio, Carlín permanecía distraído a la espera de las ordenes de su
capitán, por su parte, los muchachos nuevos parecía inmersos en una catarsis
por el rato de esparcimiento, se sentían livianos sin los recuerdos malignos de
los últimos días, aunque sofocados por su continua carrera detrás de la pelota
sin lograr arrancársela a su contrincante; Carlín celebraba la habilidad del
gordo, este reía sin parar extasiado al ver el fracaso de los chicos en su infatigable
lucha por el balón. Después de un rato el marcador era muy abultado, un seis a
cero marcaba la superioridad de los callejeros; sin embargo, la suerte del
principiante sonrió a Luis, un jugador voluntarioso poco diestro con el balón,
al hacer un movimiento irrepetible en su vida sobre el prepotente Rubén, el
gordo quedó fuera de sitio y sólo pudo ver el disparo que impulsó lentamente el
balón en dirección de su portería.
—¡Gooool!
Cuando la circunferencia
atravesó el límite de las piedras el grito fue estridente: los dos chicos de
incredulidad y el gordo de rabia contra el pobre Carlín, culpándolo por su
quietud en la jugada.
—¡Gran marica!, ¿por
qué no la sacaste rápido? Es culpa tuya ese gol —aullaba Rubén; a su vez Carlín
regresaba desatento al juego, con la pelota en las manos después de recogerla en
el otro lado de la calle a donde había ido a parar.
—¡No, no, no, no, no!
—alegó, Rubén— ¡la pelota entró por el aire!
—¡Mentiras!, entró
por el suelo —respondieron Luis y Andrés al unísono; su repentina reacción fruto
de la adrenalina del juego los llevó a enfrentarse al gordo sin miedo, además
era su único gol e iban a defender como fuera.
—Cierto, cierto, fue
por el aire, no vale —entró en la discusión Carlín.
—Tonto, ¡cállate!,
ese gol fue culpa tuya.
—Entró por el suelo —insistía,
Luis.
Rubén alegó un rato
más hasta sentirse derrotado, después calló evaluando la forma de desquitarse
de la jugada magistral de Luis para volver a la tranquilidad del mal perdedor;
con la astucia del tramposo vio la oportunidad e hizo señas a Carlín para que
corriera hacia la portería rival, el larguilucho obedeció sin comprender la razón
de su avance, pero el gordo mandaba y era menester obedecerlo.
—Bueno, bueno, le regalamos
ese gol —dijo aparentemente vencido— pero el próximo lo anulamos —advirtió con
la displicencia del sobrador.
Carlín con un
cansino trote había llegado frente a la portería de los emocionados anotadores,
entonces el gordo se agachó y cogió con las manos el balón, lanzándolo con
todas sus fuerzas en dirección de Carlín, ¡desde
ahora yo soy el arquero de peligro!, vociferó en medio de un ataque de risa
absurdo; ¡hacelo tonto, estás solo!, aulló
aumentando el volumen de su carcajada de a poco convertida en un gemido burlesco.
Carlín parecía desbaratarse detrás de la pelota decidido a llegar a la rocosa
portería.
Los muchachos no
tuvieron reacción, sólo atinaron a chillar desesperados.
—¡Es trampa, es
trampa!, ¡nadie dijo que era con arquero de peligro!
—¡Yo les dije!, ¡yo
les dije antes de empezar! —gritó, Rubén, agrandando su actitud socarrona —¡es
con arquero de peligro y la puede coger con las manos!, ¡con esta pierden!
Luis y Andrés quedaron
aturdidos con la explicación, y al verse tan distantes de su portería indefensa
sólo atinaron a correr desesperados detrás de Carlín.
Era una jugada en cámara
lenta: el larguilucho avanzaba con todas su fuerza y torpeza juntas con una indiscutible
arritmia al correr totalmente desacompasado, lanzando zancadas sin sentido como
si su cerebro ordenara por aparte a cada pierna; a lo lejos se adivinaba la
conclusión de la escena: sus pies irremediablemente se iban a entrecruzar, el final
desastroso de la galopada estaba por llegar. Su antiestética figura formaba un
arco con el pecho delante de todo su cuerpo seguido por su cuello desgarrado y
su cabeza descolgada hacia atrás como si quisiera dejarla en su corrida, asegurada
únicamente por su gran giba; los brazos parecían dos medallones colgados de una
cuerda mecidos por el vaivén de la escapada, estirándose cuan largo era el
sostén. Por unos segundos los tres chicos inmersos en una batalla por un
empolvado balón quedaron suspendidos en el tiempo, en ese momento Andinia no
existía como no existe el mundo cuando el hombre disfruta sus sueños antes del regreso
irremediable a su patética existencia.
Cuando Carlín estaba a unos
centímetros del balón frunció la cara, los contraídos músculos de sus pómulos
contrastaban con la flacidez de los cachetes inflados por la falta de aire, sus
ojos estaban enterrados en el rostro, su imagen era la de un enajenado; al límite
de sus fuerzas sintió alcanzar el objetivo y lanzó un puntapié certero, pero el
disparo no salió como lo había pensado, no pasó ni a ras de piso ni menos cerca
de las piedras, por el contrario fue a dar lejos del lugar, tumbando en su
camino las guayabas maduras del huerto de Catalino para anidarse en el tejado.
—¡Maldita sea, cabrones!, ¡otra vez me jodieron
el techo!, ¡les juro que no les devuelvo el puto balón!
Todo fue una locura, Rubén
se escurrió por el parque hacia abajo, Luis y Andrés se quedaron quietos
atentos a la cara de su madre después de la baraúnda y Carlín yacía en el polvo
de la calle cuan largo era pues inevitablemente sus arrítmicos pies se
entrecruzaron.
—Gran marica, quién me va a pagar el maldito techo —exclamó, el tendero, con su hiriente
halitosis de borracho parado al lado del lesionado; el larguilucho permanecía
con la cabeza escondida en medio del polvo sin decidir si anegarse en llanto o
fingirse muerto. Por su parte, Luis y Andrés, habían recogido el balón antes de
los acontecimientos entre el viejo y Carlín, pero al ver el rostro enojado de
su madre lo soltaron sin atender a dónde se dirigía; el capricho de la pelota
la llevó hasta Catalino, al observarla pareció olvidar su bronca, sonrió ante
el sinuoso movimiento del globo de caucho, lo pisó con sus suela de madera y le
dio un puntapié concentrado en anotar un golazo imaginario; cuando sintió el
quejido de Carlín entendió que había fallado el tiro, el balón no estaba dentro
del arco imaginario, rebotando después de unas soberbia anotación, había ido a estrellarse
contra la cabeza del desparramado muchacho. Sin saber cómo reaccionar apeló a
su superado enojo, alzando la cabeza con aire de indignación.
—¡Tengan su pelota
cabrones!
Después del golpe el
pobre Carlín dio un gemido y volvió a caer al polvo.
—¡Qué te pasa
aprovechado?, ¿cómo le vas a pegar al niño? —gritó una mujer fea y mal encarada,
con voz desentonada— a ver si sos capaz de meterte con las serpientes, ahí si
sales corriendo.
—Pues de malas, eso
les pasa por andar jodiendo, y si siguen así vamos a ver quién corre más rápido
cuando aparezcan las serpientes, a esos tipos no les gusta los jovencitos
malcriados.
—¿Malcriado?, ¿quién
crees que es la mamá?, ¡pendejo!
—Porque sé lo digo.
—¡Estúpido!
De los viejos salían
amenazas e insultos por doquier, los dos hermanos ya estaban en su cuarto, el
gordo Rubén se acercó a recoger la pelota y sin voltear a ver al pobre Carlín
desapareció por la esquina, por su parte, el larguilucho lloraba arrastrado por
su mamá que lo gritaba sin temor.
—Seguí tonto, eso te
pasa por andarte metiendo con ese gamín del Rubén y no quiero volverte a ver
con esos dos niñitos llegados de no sé dónde, si los sacaron de allá no son
cosa buena, y si sigues jodiendo te mando a pasar un tiempo con las serpientes
para que te quiten la pendejada.
La dramática escena
se llevaba a cabo entre el polvo levantado por el viento sobre la sucia pared
de ladrillos sin repellar donde había un cartel colgado:
Vote por Milciades para una alcaldía más cercana y notará
el cambio.
Entre tanto, Marino había subido sin dar mayores
explicaciones a su hermano en un momento de distracción cuando Nacho se
explayaba en su historia, para encerrarse en el cuarto. Sentía el peso de no
dormir bien en los últimos días, la preocupación constante después de la huida
lo ponía en una situación fastidiosa debido al dolor de cabeza interminable,
adicionalmente lo relacionado con el trabajo aumentaba su padecimiento; eran varios
síntomas preocupantes, el desasosiego empezaba a apoderarse de su poca serenidad,
era la antesala de un estado crítico siempre aterrador.
De un momento a otro empezó su trance: se paró de forma
natural con la intensión de dirigirse al baño, cuando estaba dispuesto a orinar
una reacción inexplicable sucedió, se extravió de la realidad cuando su mente
pensó actuar, de pronto retrocedió sin tener en cuenta cerrar su pantalón como
enajenado y sin saber cómo llegó se encontró sentado en la cama, tenía su
mirada diabólica puesta en la pared manchada; se irguió aparentemente dueño de
sus actos, pero volvió a alejarse de la realidad, tomó camino del baño como
sonámbulo sin mirar a ningún lado ni prestar atención a su derredor, parecía
idiotizado. Creyó haber cumplido con su necesidad, aunque la realidad era otra,
nunca lo hizo, lo sentía como un instante vivido, sin embargo, no había pasado,
ausentándose del mundo en medio de cavilaciones enloquecidas de milésimas de
segundo eternas en su mente; creaba como un Dios, sufría como un condenado, su
cabeza se desmoronaba como un cristal tras un golpe certero; perturbado por la
lucha inhumana consigo mismo trataba de resistir lo venidero.
¡Quiero orinar, estoy parado
frente al inodoro!, aunque quiero empezar no lo hago, es extraño ya no siento
ganas; estoy regresando, intento detenerme, no lo puedo hacer, vuelvo sin remedio hasta la cama; necesito ir al baño, mi cuerpo quiere
orinar, voy ya, pero no, otra vez se repite, retomo mis pasos, me dirijo al
baño, sé que lo he hecho, a lo mejor no, se lo que va a pasar, quién sabe; todo
se repite, estoy parado frente al inodoro, me bloqueo, un segundo y creo que ya
terminé y regreso sin saber cómo voy de un lado a otro, ¡maldita sea! no puedo
más, no puede repetirse otra vez, ya es la cuarta ocasión, ¡ya estoy aterrado!,
¡mi mente se desliza por un tobogán de angustia y desesperación, no tengo
dominio de mí! siento como si regresara del más allá sin adueñarme de mi actuar.
Los intervalos entre sus ausencias se hacían cada vez
menores, de a poco fue regresando a la realidad; sentado en la cama observó avergonzado
su pantalón abierto, había sido víctima de una escena efímera sobre la cual no
tenía dominio, adicionalmente lo ahogaban sus ganas de orinar, entonces una
convulsión lo sacó de su ensimismamiento idiota.
Nunca había sobrepasado más de unos segundos, pero el tiempo
era incontable en su estado, tanto un segundo como un minuto era un viaje a la
muerte, rondando el mundo en pena sin razón de ser ni de vivir. Cuando pudo
sobreponerse intentó huir del cuarto, abrió la puerta violentamente y corrió
hacía las gradas a toda prisa, a borbotones se apiñaron frente a él las escalas
en una pendiente terrible, sintió caerse por encima de la escalera comino al
fondo del abismo; cuando reaccionó estaba parado frente a la puerta cerrada de
su pieza. Todo había sido una ausencia más, una convulsión agobiante: el
pasillo, los escalones, todo el ambiento se habían gravado en su memoria sin
igual por eso lo recreó en su crisis.
Años atrás sintió por primera vez esa sensación, en medio de
un estremecimiento, perdido entre sus hermanos y su madre. El laberinto
iniciaba con una desorbitada posición de sus ojos, pavorosa para quien la
descubría, luego se ausentaba en instantes y con un espasmo regresaba a la
normalidad. Cuando niño eran repentinas y muchas veces pasaban desapercibidas,
sin embargo, el transcurso de los años aunado a la falta de control médico
durante algunas temporadas habían agravado las crisis; ya no eran instantes,
eran segundos eternos en los que perdía noción de la realidad y andaba
errático, repitiendo la actividad que estuviera haciendo. Graciela lo llevó al
médico, un amigo de Bernardo, quien sin revisarlo explicó su enfermedad llamada
pequeño mal: consistía en ausencias o algo así en términos médicos que el
muchacho nunca pudo entender. Él sólo comprendía sin aspavientos científicos su
propia verdad: etéreos momentos seguidas por una reacción de leve perturbación
espasmódica por la sorpresa experimentada al volver en sí.
El tratamiento indicado en su niñez era demasiado costoso para
la familia, Graciela prefería aceptar la locura de un hijo y no la pobreza
absoluta; no obstante, con todo su amor de madre y la vanidad de una mujer
pobre buscó otra forma de tratarlo, con la mayor economía posible; decidió encargar
a Marino su locura, suficiente había tenido con parirlo y amamantarlo, no iba a
dejar sus pocas comodidades por pequeños síntomas propios de la idiocia. Si Marino tiene un pequeño mal que viva con él,
finalmente es el menor de los males, sería peor dejar de comer o vestir, pensaba
Graciela.
Cansada de buscar dio con un médico más adecuado para su
bolsillo, el galeno claramente desinteresado del bienestar del muchacho decretó
sin ningún tipo de examen la idiotez de Marino: epilepsia. La mujer se sintió
más aliviada.
—Ningún mal puede ser pequeño, el primer médico era un baboso,
el de ahora dijo de una vez lo que tenía sin tanto misterio, mi Marino tiene un
síndrome cunvulsino o algo así… —conversaba
con su amiga.
—Debe ser, convulsivo —intervino alguien atento a la
conversación.
—¡Eso! Por eso es bueno ser estudiado para entender a los
médicos; en todo caso es preferible una epilepsia a un pequeño mal, ¡esa si es
una enfermedad!, el otro es una tonterías que les enseñan a los médicos por
allá a donde van.
Para Marino daba igual el nombre de su padecimiento, tenía
claro los síntomas y los sabía identificar al punto del terror por el desenlace,
lo peor de todo era el agravamiento gradual de los episodios, llegando al punto
de presentar contracciones musculares involuntarias poco a poco más violentas. Cuando
supuso finalizado su trance la ansiedad lo inundó, poniéndolo en un estado de
total perturbación, el temor, la soledad lo llevaron a un estado inaguantable.
Deambuló de un lugar a otro en la austera habitación, su cabeza
parecía un volcán antes de estallar; temblaban sus manos, tragaba grueso mucha
saliva, sin lograr tranquilizarse, dibujaba una sonrisa cretina en su rostro
mientras intentaba convencerse de lo imposible porque su estado era
preocupante. Entendía las circunstancias, reconocía los síntomas, esperaba con
deseo increíble el desenlace, aunque eso significara relámpagos de zozobra,
también tenía claro que intentar dormir aceleraría el proceso, sin embargo se
recostó para sobreponerse al intenso estado.
—Seguramente no vamos a
conseguir el trabajo, moriremos de hambre, no hay nada qué hacer — En una escena dantesca se veía sucumbir
ante los reveses de su vida mientras dormía.
—¡Catalino! ¡Catalino! —gritó un hombre al desmontar su
caballo.
—¡Está borracho! —explicó una voz desde adentro con tono de
sorna.
—¿Un miércoles?
—¡Eso a usted no le importa, no es su plata! —dijo otra voz
ronca por el alcohol.
—Perdón, no quería molestar —exclamó el hombre al comprobar la
salida del ayudante de la tienda —además me importa un comino cuándo beban, yo
necesito su ayuda.
—¿Qué diablos quiere, entonces?
—Simplemente entregue esta nota a sus inquilinos y pueden
seguir intoxicándose a gusto —dijo y tiró sobre el mostrador un papel blanco muy
perfumado.
—¡Cabrón! —gritó el muchacho en un arranque estúpido debido a
su estado. El hombre no lo oyó, en ese momento montaba a su caballo.
La nota venía de Villa Helena para Luis. El altanero muchacho
la hizo llegar a Gertrudis quien leyó presurosa, ávida de noticias sin esperar
a su marido tirado en la cama por la embriaguez. El contenido era breve, pero elocuente,
con malas noticias para su familia.
Marino se levantó turbado por sus pesadillas de un futuro
menos halagüeño de lo deseado; palpitante se trasladó al cuarto de Luis, ahí encontró
a Gertrudis tirada en un rincón del cuarto entre sollozos al lado de la nota, Marino
la tomó sin leerla.
Los malos augurios proliferaron, en ese momento el
aturdimiento lo invadió mientras retornaba al cuarto, cuando llegó cerró la
puerta a medias, leyó la pequeña nota:
Señor Luis
Siento
comunicarle que no puedo tomar sus servicios.
Att: Horacio Valencia
El perfumado papel dibujó en su caída un zigzag cansino
camino del suelo.
Un sonido ronco e indescriptible se escuchó en toda la casa,
Gertrudis se acercó a la habitación. Marino después de leer la nota estaba tirado
sobre la silla, pretendía ocultar una verdad agobiante: su idiotez, pero le fue
imposible. El silencio de la casa fue lacerado por un áspero toser mezclado con
un ronquido abigarrado que altero la paz de los borrachos. Durante todo el día
Marino estuvo frente al abismo, el papel perfumado fue el detonante para
activar el episodio esperado: juntó su cuerpo en posición prenatal, su boca
salivaba, los dientes apresaban su lengua al punto de perforarla frenéticamente
mientras un estridente resuello retumbaba en la hueca pieza, generando un eco pavoroso;
entre fuertes contracciones el joven cayó al suelo y se golpeó la cabeza
emitiendo un zumbido convulsivo. Cuando el suceso llegó al final el muchacho salió
enloquecido de su cuarto, escabulléndose en la calle en busca de aire y soledad.
Nacho que desvariaba borracho alcanzó a sentir espanto en medio de su beodez y
se alejó.
El deplorable espectáculo fue observado por Gertrudis desde
el pasillo donde lloraba convencida de ayudar con sus lágrimas al convulso;
Luis dormía, sus hijos jugaban otra vez fuera de la casa, ella se refugiaba en
su llanto sin encontrar respuesta a la seguidilla de acontecimientos malditos
como un gran pecado.
—¡El cielo no se equivoca! —decía en medio del llanto como
explicación a todo, tratando de condonar a un Dios inhumano. Se echó sobre la
pared, su cuerpo empezó a resbalar lentamente hasta cuando su cabeza se hundió
en medio de las rodillas; se diría que amontonó su cuerpo para salvaguardarse
de todas las maldiciones persecutoras, de esa forma logró una pírrica libertad
dentro de su cuerpo agazapado en la caparazón protectora que deseaba tener; no
quería morir, sin embargo, le asqueaba su vida. Con su cabeza gacha perdida en
medio de sus piernas temblorosas se quejaba, los rincones de la casa escuchaban
sus gemidos leves y tristes.
—¿Por qué nos obligaron a
dejar muestras cosas? fueron un día sin sol, nublado como ninguno; estaban uniformados,
nos dieron unos minutos para salvar nuestras vidas, corrimos; ¡eran muchos,
amalgamados en sus uniformes, valientes detrás de fusiles! ¡Nuestras vidas
corrían peligro!, ¡hay que huir, corran… vámonos de aquí! ¿Dios donde estás?
Tus hijos, asesinos por naturaleza se alimentan de sangre! Nómadas del mal de
manos ensangrentadas, luciendo con orgullo su brazalete carmín y negro, únicos
colores que puede lucir la muerte antes de llegar —explicaba a veces con un
murmullo otras con gritos de espanto, movía la cabeza de un lado a otro con un
deseo insano de desaparecer y la fe extraviada por las adversidades,
sobrecogida por un futuro vacío para sus hijos. —¡Que me perdone Dios!, ¡que me
perdone! —sollozó en silencio—. ¡Si mis hijos tienen que mendigar era un favor
que nos mataran! —reflexionó. Finalmente el hombre suele dar la razón a su
victimario cuando no encuentra más salida para su desgracia.
—¡Malditos salgan d aquí, no
queremos saber de ustedes, es una infamia imperdonable! ¡Dios!, ¿dónde estás
ahora que voy a morir?, ¿dónde estás, dónde? —gritó—, Dios por qué nos dejaste
con vida frente a un hecho que amedrenta al hombre: ¡la muerte!
El camino es triste, pero hay
vida, ¿para qué?, !ahora sólo entristece mi alma!
—¿Dónde están los nuevos empleados? —preguntó Horacio
Valencia al entrar en la sala de Villa Helena.
Encerrada en su cuarto se encontraba una mujer bella,
aparentemente postrada en su cama, con el rostro surcado por una gran línea en su
frente, sus ojeras parecían el resultado de muchas noches de desvelo. Al sentir
la voz del hombre una mueca demostró su desaprobación, pero era su esposo y
espero su aparición en silencio.
—¿Supongo que algo tienes que decir? —inquirió el recién llegado,
adentrándose en la habitación.
—¿Empleados nuevos? —respondió Helena con aire de desconocimiento
mal fingido.
Horacio la miró de pies a cabeza con irritación, al tiempo juntó
sus cejas, gesto particular cuando se enojaba, guardando prudencia porque conocía
lo suficiente a su esposa para entender lo acaecido. Ella era una mujer esquiva
y odiaba el mundo, estaba empeñada en interponerse en la prosperidad de Villa
Helena por eso actuaba con maldad, era un rasgo indeleble que Ramiro Andrade,
su abuelo, le dejara; a lo mejor no tenía la culpa, el pasado es imposible de
esconder, peor el suyo no sólo imborrable sino humillante. Horacio salió del
gran salón a toda prisa, montó su caballo sin dar ninguna orden a sus
empleados, después se dirigió a Andinia. Helena pensó detenerlo, pero guardó su
postura de desprecio.
—¿Empleados nuevos? ¡Un montón de arrimados chismosos que
deberían estar muertos! —gritó.
Inmediatamente regresó al sillón en dónde tarde a tarde se
aburría en abúlicos minutos acorralados entre veinticuatro horas, caminando sin
protestar en el redondel que los hacía notorios, dejó caer su enjuto
cuerpecillo de poca estatura sin importarle su derredor ni sonrojarse a pesar
de su rostro de blanca piel susceptible a los arreboles, permanentemente escondido
entre su alborotado cabello, siempre remarcado por un gesto agrio, a lo mejor
porque nunca fue entendida: ni Matilde, su institutriz, ni Horacio, su esposo,
aun pasando tanto tiempo cerca fueron capaces de dedicarle verdaderos
instantes. La imagen del mal genio de Helena no sólo fue su carta de
presentación sino la culpable de su aislamiento, el auto abandono era
expiatorio de un pecado no cometido y lo soportaba con tozudez, sin embargo,
tenía su propia historia en Andinia a pesar de permanecer oculta.