jueves, 29 de mayo de 2025

La Marea X

 X 

—Nunca me sentí como hoy —dijo e hizo una pausa solemne, demasiado triste; empezó a recorrer la iglesia con sus ojos apagados, encontró la imagen de Macario y Concepción desconsolados, erguidos, demostrando la elegancia que tiene la resignación, vio a Onésimo con el mentón levantado con la prepotencia del vencedor, pensó en un sermón igual a todos los suyos, un comentario insulso, un mensaje etéreo, una pérdida de palabras y tiempo; cuando divisó la imagen de los féretros de las tres muchachas palideció, bajó la mirada y apretó sus dientes, la impotencia lo impulsó al vacío y mientras caía habló como nunca lo había hecho. 

Una persona como yo sólo puede defender la vida, sería un crimen que desde el púlpito diera la razón al asesinato; una persona como yo sólo puede amar la verdad y la única verdad aquí es el asesinato de tres señoritas víctimas de las ansias de poder, porque a eso se reduce todo, a la necesidad de obtener el poder a costa de todo, hasta de la vida de los demás. 

Cuando veo esos féretros en el centro de nuestra iglesia no paro de preguntarme por qué el hombre es adicto a la muerte, por qué la usa como su mejor arma para obtener lo que sea, ¿por qué los hijos de Andinia se tienen que devorar entre ellos?; para muchos hay una disculpa: ¡nosotros no nos matamos, los malignos vienen de afuera!, eso es cierto, los malignos vienen de afuera con ansias de poder a matar a cualquiera para ganarlo y luego matar a cualquiera para conservarlo, pero ¿dónde está la gente de Andinia para defender a sus conciudadanos?, no defenderlos es dejarlos a su suerte y a la voluntad de los malignos, los venidos de afuera; asistir impávidos a la eliminación de la vida es tanto como ser los gestores de esa eliminación, ¡somos tan culpables como los de afuera por la sangre derramada en Andinia! 

Pelear contra la extinción de la vida no es fácil, siempre existe el susto a morir de un momento a otro, es pavoroso pensar que en un segundo ya no estaremos más, pero si no nos decidimos a defender la existencia en Andinia viviremos derrotados, desilusionados, frustrados, sin la luz suficiente para sobrevivir. Hermanos, ¿estamos vivos en Andinia o ya fuimos derrotados?, ¡porque no hemos muerto!, al parecer sólo respiramos, pero no vivimos. ¿Qué vida puede ser dedicarnos a lamentar en silencio la desaparición de nuestros hermanos? 

¡Para mi esa no es vida! Desde aquí les digo: es hora de recobrar la verdadera vida, no esa de desolación que tenemos, una de valor, de felicidad, es hora de comprender que nuestro andar por Andinia no puede ser para contemplar el fallecimiento de todos sus habitantes, muchos en vida agazapados en el temor a reaccionar, ni permanecer en una incertidumbre total porque conocemos los causante del dolor de Andinia, es hora de enfrentarlos, de demostrar que amamos la vida y el orden necesario para conservar la fuerza vital, ¡no tengamos miedo para no dejarnos quitar nuestro poder!, el poder de ser Andinios; ¡retemos a los malignos y les aseguro que ganamos!, ¿por qué tenemos miedo a conservar nuestro poder?, por qué si es nuestro, es de Andinia, ¡no de ellos!, nos lo arrebataron; tomemos fuerzas y recobrémoslo, ¡Andinia es de los Andinios y se respeta!, ¡rescatémosla de los malignos! 

Hoy asistimos al fin de tres señoritas jóvenes que vieron truncados sus deseos de existir por la perversidad del hombre, lloramos los cuerpos de nuestras hermanas, pero si no reaccionamos posiblemente mañana serán los nuestros. ¿Lo vamos a permitir? ¡No señores!, tenemos que vencer el miedo. ¡Rebelémonos contra el poderío oscuro que nos empieza a cubrir y pronto será causa de nuestro caída!, la desaparición de Andinia en medio de una mezcla de sangre de hermanos y tierra que somos, ¡una arcilla maldita que no puede forjar nuestro futuro! ¡Vamos a agonizar entre la arcilla que sólo puede moldear la muerte! 

Los sepelios están lleno de dolores, este en especial tiene uno inmenso, ¡su razón!, tal vez porque no la tiene, ¿por qué las mataron?, ¿alguien tiene una respuesta válida?, claro que no, pero hay una forma de reivindicarlas: ¡no dejemos morir a Andina!, ¡no permitamos que nos la arranquen de las manos!; luchemos contra los mercenarios que quieren adueñarse de nosotros, es hora de levantar la voz, de darle sentido a estas muertes, convirtiéndolas en el punto de inflexión para detener las injusticias y salvaguardar la vida. Tal vez me oyen aterrados, esperando el momento del disparo funesto sobre mi pecho, pero alguien tiene que decirlo, demostrarles a los de afuera que Andinia debe seguir adelante, progresando como pueblo, ¡sin miedo! 

Dejemos de ser fantasmas, espectros de un mundo sin luz perdido entre las tinieblas de nuestra aceptación del crimen; no sólo condenemos estas muertes en privado, seamos capaces de hacerlo en público, seamos valientes para explicar la verdad sin salirnos de ella y excusarnos para no correr riesgos; el miedo, ese enemigo número uno de la verdad, no puede darnos pie para mirar de soslayo los hechos y sumirnos en la desidia general, perdamos miedo a vivir, demostremos que amamos la vida, rechacemos la muerte; ¡reaccionemos!, no normalicemos estos crímenes, saquemos la fuerza del alma para sorprendernos ante estos delitos, si dejamos de sorprendernos, si convertimos a Andinia en un cementerio donde sólo puede relucir muerte posiblemente esa fuerza del alma será imposible de sacar y nos sumergiremos en un momento aciago cuando nos demos cuenta de su desaparición, y entonces estaremos condenados a deambular sin sentido en un océano de mal. 

Finalmente no olviden algo: la muerte duele igual, los que se van no valen lo mismo, esa es la diferencia, ese valor es el que aumenta el dolor. 

—Hola padrecito.

—Buenas tardes Onésimo.

—Se le iba pasando la mano en ese sermón, cuidadito y alguien se le ocurre denunciar algo, ¡usted es el único culpable!, usted puso a pensar a estos idiotas que no deben tener miedo, ¡claro que tienen que tener miedo!, es necesario ser cobarde en Andinia o les puede ir como a las hijas de Macario, se las dio de valiente ya ve el resultado. Ojo, si alguien va de sapo a cualquier parte usted se jode, ya sabe cómo tratamos a los sapos y a los agitadores en Andinia; aunque sea nuevo vaya sabiendo que aquí hasta en la misa mandamos o pregúntele a cualquiera en el pueblo; si sigue con la idea de hablar muy duro puede quedarse sin voz porque los muertos no hablan. Como usted advirtió, todos estarán esperando el disparo… ¿cómo fue que dijo?, ¡ah!, ¡sí!: funesto.

El padre lo miró con sorna y dibujó una sonrisa burlona en su cara.

—Los sermones que le gustan son para la gente que se agacha, pero sabe, hoy me di cuenta que puedo decir algo más y sabe qué; ¡váyase a la mierda con sus putas amenazas!

—Cuidado con es boca padrecito, no sea grosero porque le queda mal, no sea atrevido porque se puede morir; agradezca que el comandante es católico y va a misa todos los domingos, por mi lo hubiera callado desde el primer sermón.

El padre Juan siguió de lado sin despedirse, su corazón parecía salirse incontrolable de su pecho, nunca pensó una situación tan complicada en el desarrollo de su trabajo; no compartía la prohibición de callar, era un abuso de Onésimo y su gente, sin embargo, le sobraba el ímpetu y la estupidez de la juventud para no menguar sus sermones. 

Pasada una semana de los servicios funerarios Joaquín Andrade apareció en Andinia, en silencio deambuló un buen rato hasta encontrarse con el personaje adecuado para sus intereses.

Buenos días Joaquín, parece que las cosas no están bien dijo Alberto Ramírez desde una mesa donde tomaba un trago lástima saber que sus negocios se van a perder.

Arteaga guardaba un mutismo reverente, pero disfrutaba del encuentro.

—Don Alberto se acuerda de la propuesta que le hice hace un tiempo, ¿ha decidido algo?

Alberto lo miró con rudeza.

—Al parecer se acabó el compromiso que lo sacaría de problemas, así es Andinia, nadie sabe quién se va a morir en cualquier momento; supongo que por eso vuelve con su idea insensata de venderme sus tierras.

—No se las quiero vender —aclaró, Joaquín— sólo quiero que las reciba como hipoteca por el préstamo, no se va a arrepentir, rápidamente pongo a producir esas tierras, le pago todo y compartimos ganancias.

—¿En serio cree que puede con eso?

—¡Estoy completamente seguro!

Alberto meditó un poco, no creía en la capacidad de Joaquín para sacar adelante unas tierras improductivas, adicionalmente, la fama de vago e irresponsable de joven era reconocida; el viejo Ramírez titubeó.

Te espero en Villa Ángela la próxima semana —dijo, finalmente. 

Desde la muerte de Marinela, Joaquín se cuidó de no aparecer por Luna Blanca, para fortuna suya toda la historia de su compromiso murió con ella; pero yo no quería su muerte, se consolaba al pensar en el favor recibido con aquel asesinato. 

Entre tanto en Andinia pasaban los días, toda la comidilla de las muertes de las Martínez empezó a apagarse, sólo en Luna Blanca la desgracia estaba marcada en la puerta; Macario había renunciado a su candidatura, siguiendo las instrucciones de las serpientes con Onésimo al mando oculto en su papel de candidato a la alcaldía; la relación con su esposa se había deteriorado después de los acontecimientos, muchas veces le suplicó dejar de lado la locura de la alcaldía por el bien de las niñas, pero no le hizo caso, un razón suficiente para culparlo de la muerte de sus hijas, por eso decidió dejarlo, sin embargo, su casa era Luna Blanca, no era ella quien se iría, tampoco lo podía sacar de sus tierras, se contentó con negarle el perdón y expulsarlo de su habitación. Al conocerse el cuento en el pueblo pulularon los comentarios burlescos y llenos de malquerencia hacia los Martínez. 

Una semana después Joaquín Arteaga apareció por Villa Ángela como había acordado con Alberto Ramírez, el viejo no mostró ninguna emoción, su rostro parecía sin vida; al ver al hombre parado en la puerta reconoció a un tipo muy simplón, por lo mismo peligroso, de mucho cuidado y no se equivocaba, durante los días siguientes a su propuesta se había dedicado a indagar por la familia Ramírez, obteniendo algunas informaciones precisas con el fin de asegurar el éxito en el negocio con Alberto; el asunto que más le llamó la atención fue el distanciamiento de Teresa Ramírez y su padre, al parecer no se soportaban y la intención de Alberto era internar a su hija.

—Don Alberto, voy a ser directo con usted —exclamó finalmente Arteaga.

—Voy a agradecer eso, no me gustan las estupideces y usted es bueno para esas reacciones.

—Los dos tenemos problemas para resolver, lo podemos hacer mutuamente, está claro mi necesidad: dinero para solventar mis deudas; por su parte, según pude averiguar no vive muy contento con su hija, tiene altercados permanentes y la quiere enviar a un internado, pero eso sería un problema mayor, ella no lo va a aceptar, ¿cierto?

—Se nota que necesita la plata porque ha dedicado tiempo para investigar, eso está bien, mejora su imagen, al parecer no es tan imbécil como parece, pero un maldito interesado sí.

—Me entiende, podemos ayudarnos mutuamente.

—¿Cómo?

—Déjeme casarme con su hija, anexamos mis tierras por la plata que me preste y me pongo al frente de la producción, yo soluciono mis problemas económicos y usted se libra de Teresa, con eso estamos satisfechos los dos.

Alberto dibujo una leve sonrisa en su rostro.

—¿En serio piensa que casada con usted me libro de Teresa? No sea idiota, la única forma de lograrlo es que ella vaya a vivir a su casa y usted no es capaz de aceptar esa tarea.

Joaquín se quedó pensativo, no contaba con esa condición; al final reaccionó irreflexivo con un grito.

—Pues me la llevo a mi casa, creo que se puede entender muy bien con Mauricio.

Ramiro lo observó sorprendido.

—Trato hecho, la próxima semana se casa, el mismo día va a consumar el matrimonio a su casa y al otro día le entrego la plata. Si no es capaz de mantener a Teresa en su casa va preferir que Mariano vuelva del infierno a cobrarle la deuda.

—No se preocupe por eso.

—Dos cosas más: yo quiero ver a esa mujer fuera de la casa, pero sigue siendo dueña de Villa Ángela, usted no tiene nada hasta mi muerte y eso si es que Teresa no lo mata primero. Por otra parte, usted acaba de comprometerse con su vida: si deja que vuelva Teresa lo mato, si su papá toca a Teresa sin consentimiento lo mato a él y si no me entrega sus tierras, lo que fue El Lucero, los mato a los dos. ¡Entendido! 

Joaquín no dijo nada, creía todo porque Alberto Ramírez era muy peligroso, ni Mariano Basante se metió con él a pesar de su poderío. Después de unos segundos asintió con la cabeza. 

Esta vez el rostro pétreo de Ramiro se vio más expresivo, una sonrisa de complacencia brilló ante la sumisión de Joaquín; estaba satisfecho con su contrato.

lunes, 12 de mayo de 2025

La Marea IX

 IX 

Soplaban los vientos de agosto cuando los árboles como gigantes en una lucha por su posición parecen alcanzarse en una particular asechanza, los altos pastos forman un oleaje brillante de un verde refulgente y las nubes surcan el cielo sin detenerse, desamparando a los habitantes de Andinia bajo el quemante sol; la atmósfera del pueblo era soporífera, la basura hipnotizaba con su vaivén cansino en un paseo aéreo por el parque mientras los ventarrones a ráfagas inconstantes eran capaces de azotar puertas o destechar casas; a pesar de la ventisca Catalino estaba colgado de las alturas de su hotel, solitario por la pérdida de sus hijos, apretando las amarras de su desvencijado techo.

—Catalino, ya es hora de pagar alguien que le ayude.

—¿Eso cree, señor Arteaga?

—Sí Catalino, trabajar solo es un problema, pierde más tiempo y corre el peligro de estropearse mucho —explicó, Joaquín.

—Eso es cierto —aceptó, el tendero—le he estado pensando estos días.

—Le voy a decir algo doloroso —dijo, el visitante— tiene que dejar de atormentarse con el secuestro de sus hijos, espérelos con paciencia, pero no se martirice, usted no tuvo la culpa, no necesita castigarse perdido en la soledad.

Se hizo un silencio intenso, Catalino comprendía las palabras del señor Arteaga, era hora de reponerse a su situación, para extrañar a sus hijos no era necesario alejarse de todos, muchas veces se lo había dicho el cura Juan con la parsimonia de su edad, pero el joven tendero se hacía el sordo.

—Como le digo señor Arteaga, lo estoy pensando, falta encontrar a alguien confiable.

—Eso es cierto Catalino, pero no se detenga en el intento, estoy seguro que lo encuentra.

El hombre hizo una venía a joven y se alejó con una sonrisa fingida en sus labios. 

Joaquín Arteaga era heredero de los dominios de su madre Lucero, la señora repartió sus posesiones en vida para evitar que su marido Mauricio Arteaga se apoderara de todo, el viejo aceptó de mala gana so pena de quedarse sin nada; la decisión de Lucero estaba bien fundada pues Mauricio era pernicioso, un hombre ordinario de poca educación, lleno de prejuicios contra cualquiera sin importar su condición, decepcionado de su hijo de quien se aprovechaba todo el tiempo. Las tierras de los Arteaga fueron productivas en los tiempos de Lucero Rosas, para ese entonces se llamaban El Lucero, después de su muerte quedaron abandonadas porque ninguno de los nuevos propietarios se pusieron al frente del negocio, no pasó mucho tiempo y El Lucero sufrió un estropicio imposible de superar; Mauricio y su hijo Joaquín vivieron tranquilos un tiempo con los ahorros dejados por la señora, pero se acabaron rápidamente debido a los gastos desmedidos de los dos hombres. Cuando el dinero faltó Mauricio vio la oportunidad de arrendar El Lucero a los campesinos colindantes, sin embargo, la propuesta no fue aceptada por ninguno, finalmente el desarrollo de los agricultores del sector era notorio al punto de conformar una pequeña vereda a las afueras de Andinia llamada El Progreso. Mauricio maldecía diariamente a los vecinos desde su negocio de productos agropecuarios, en ese momento a Andinia sólo exigía productos tradicionales sin requerimientos de ninguna la tecnología, a pesar de eso modos era un negocio lucrativo especialmente por ser el único en los alrededores. 

La maldad en el hombre es inherente, aunque hay ciertos personajes indudablemente diabólicos. Ante la negativa de los campesinos para arrendar sus tierras Mauricio encontró la forma de obligarlos, decidió subir los precios de los abonos hasta el punto de ser imposible adquirirlos, algunos productores de la región dada la premura de los fertilizantes empezaron a llevarlos con el compromiso de pagar al recoger la cosecha, con el tiempo la necesidad llevó a todos a usar ese método. Las cosas parecían honradas hasta cuando Arteaga decidió exigir un valor adicional por los intereses causados en el tiempo, yo los ayudé cuando estaban mal, ahora sólo quiero una pequeña suma por el favor, no deberían ser malagradecidos, explicaba el viejo con sorna y maldad a los atribulados clientes que encontraban las cuotas imposibles de cancelar. 

Mauricio decidió darle un alivio a sus compradores, especialmente a los residentes en El Progreso: les recibiría sus tierras en parte de pago y el resto lo abonarían en módicas cuotas mensuales; en términos sencillos, quedaban en condición de arrendatarios, esos brutos no quisieron arrendar mis tierras, ahora que paguen por las de ellos, conmigo no puede esa partida de pendejos, se vanagloriaba. A pesar de ser un negocio fructífero la predisposición de las Arteaga para fracasar en cualquier aventura los llevó a la quiebra, pero como los campesinos seguían amortizando sus cuentas no tuvieron de qué preocuparse; por supuesto, la puntualidad en los desembolsos no era precisamente por fidelidad de los clientes sino por las presiones constantes de un grupo de hombres armados por Mauricio para verificar el cumplimiento mensual. 

Con los predios de El Progreso tomados por las malas las tierras de los Arteaga aumentaron increíblemente su área, debido a eso Mariano Basante Reyes, el poderoso señor las deseaba para convertirse en el mayor hacendado de Andinia, pero sólo pudo arrebatarle a Mauricio El Progreso después de un enfrentamiento entre los dos bando a cargo de la seguridad de las propiedades; los hombres de Mariano asesinaron a la mayoría del grupo de Arteaga, los pocos vivos se salvaron porque cambiaron de bando. 

Mariano no declinaba su sueño de apoderarse de Andinia por eso seguía al asecho de la desmantelada propiedad El Lucero; Luna Blanca de Macario Martínez y Villa Ángela de Alberto Ramírez eran inalcanzables para el acaparador Basante, pero las de Arteaga estaban a su disposición, en especial por aquellos días gracias a altas sumas de dinero adeudadas por Joaquín.

—Arteaga, ¿cuándo me va a pagar?

—En estos días hago un negocio y cancelo lo que le debo don Mariano.

—Déjeme dudarlo —refunfuñó, el viejo Basante— en la próxima semana viajo a Pacífico, doy hasta el día que vuelva. 

Por fortuna para Joaquín el regreso de Mariano a cobrar su plata fue imposible, el viejo si volvió a Andinia, pero a morir en sus dominio después de varios días de agonía por unos disparos recibidos de las serpientes negras, dominado por el desprecio a su hijo Obdulio a quien maldijo hasta en el último aliento; el alivio de Arteaga fue infinito cuando vio caer la tierra sobre el ataúd de Mariano Basante Reyes, aunque no fue el único, medio pueblo lo celebró; todos esperaban una negociación más decente con Ramiro Andrade quien quedó encargado de la administración de los dominios del viejo, por su puesto la obligación seguía en pie, pero el riesgo de recibir un tiro en el momento menos esperado se esfumaba, adicionalmente la desaparición de Obdulio Basante, hijo del viejo, disminuía cualquier peligro para su vida. Andinia también festejó su muerte, con ella desaparecía la amenaza de las serpientes de una toma violenta del pueblo en venganza a los hombres asesinados por Basante. 

Con más tranquilidad Joaquín se dedicó a buscar el dinero necesario para pagar su deuda, necesitaba cancelar porque no quería deberle favores a nadie, menos a un muerto tenebroso, don Mariano; en esas estaba cuando su padre le ofreció administrar la parte de sus tierras, Joaquín no lo dudó un segundo, era un excelente negocio, juntando sus predios, antiguamente El Lucero, podría completar el área suficiente para una hipoteca porque su venta estaba descartada, ni su futuro matrimonio con la mayor de las Martínez haría pensar a Macario en una adquisición por el estilo. Le quedaba Alberto Ramírez como su posible benefactor, pero debía convencerlo, un asunto difícil por el talante del viejo. 

Cierto día de mercado se cruzaron los dos hombres; Ramírez era un viejo desconfiado de rostro pétreo muy malgeniado pocas veces visto en Andinia porque prefería estar a salvo en su hacienda, salía esporádicamente cuando era absolutamente necesario de lo contrario encargaba a Miguel de todo.

—Buenos días don Alberto Ramírez —saludó, Joaquín, pero el viejo se limitó a verlo de pies a cabeza sin responder— quisiera hablar con usted. 

Ramiro puso sus ojos en el interlocutor para comprender la razón de Arteaga para solicitarle una entrevista; durante un rato se observaron en silencio, Joaquín bastante abochornado, el viejo imperturbable; cuando Arteaga estaba a punto de bajar su mirada escuchó la voz del hombre.

—¿Qué me puede ofrecer alguien como usted para interesarme?

—Don Alberto, quiero proponerle un negocio —alcanzó a tartamudear Joaquín antes de ser interrumpido por la risa atronadora del viejo.

—Vuelvo a preguntarle, ¿qué puede ofrecerme usted? No veo que tenga algo de mi interés; si es por sus tierras no me interesa comprar ni un centímetro, son predios baldíos, sólo me traerían gastos y al desgraciado de su padre como premio; nadie en su sano juicio quiere estar al lado de ese viejo, ¡por lo menos yo no! La verdad creo que Macario tampoco, todavía debe estar pensando como hizo usted para engañar a Marinela Martínez. ¡Usted es un maldito cabrón! ¡Hasta a mí me da lástima de los Martínez y su futura convivencia con su papá. 

Joaquín lo escuchaba estático a la vez inquieto; el viejo Ramírez tenía bien claras las cosas: sus tierras eran baldías sin valor productivo, su padre alguien para no relacionarse y su futuro matrimonio con Marinela Martínez un convenio inentendible hasta para él.

—Usted las puede poner a producir, tiene los medios para eso; para mí es muy difícil trabajar esa tierras con las deudas que tengo, pero ¡usted si puede!, por eso le propongo que me ayude a pagar mi compromiso con el difunto Mariano y sin apuros económicos le aseguro que pongo a producir esas tierras. 

Alberto Ramírez no hizo ninguna observación, pero aceptó contemplar su propuesta con una desidia suficiente para demostrar su falta de interés, finalmente el joven estaba comprometido con la hija de Concepción Ñañez, una condición suficiente para anexar sus tierras a Luna Blanca y acabar con sus problemas económicos, por eso aquel ofrecimiento le traía incertidumbre, pero no le dio vueltas al asunto y se olvidó de la propuesta; Joaquín era traicionero y mala persona, mejor ignorarlo. 

Nadie desconocía la fama de Joaquín Arteaga, tildado de mujeriego lo aborrecían en Andinia por su desmedido acoso a las niñas, siendo víctima de varios intentos de homicidio, todos fallidos, era un cobarde suertudo sin mujer de su edad siempre al acecho de las menores, sin embargo, su compromiso con Marinela Martínez no pertenecía a sus malignos planes para dañar a la jovencita, se trataba de un malentendido, una desgracia en su desordenada vida por eso llevaba varios días especulando la forma de salir del embrollo; por otra parte, con respecto a sus tierras no iba a permitir la unión con Luna Blanca obnubilado por la premisa de tener una propiedad muy apetecida por los hacendados de los alrededores. Mariano Basante antes de morir cometió muchos atropellos para alcanzarla, no dudó en eliminar arrendatarios sin lograr su cometido; el mismo Alberto Ramírez se había enfrentado con Mauricio cuando tuvo intensiones de competir con Mariano Basante por el poder en Andinia; esos lotes baldíos sin nombre ni valor para producir estaba manchados de mucha sangre, una motivo de orgullo para Joaquín Arteaga. 

A pesar de la popularidad de la noticia la futura unión de los Martínez y los Arteaga no producía simpatía, no era posible entenderla, algo extraño había en esa historia; Macario no era hombre de acaparar tierras ni de cambiar hijas por predios, era prudente y honrado, trataba de conciliar como lo hizo con las serpientes plateados, un grupo asentado en Andinia desde mucho tiempo atrás, menos de merecer a Joaquín Arteaga como yerno; su comportamiento recto llevó a Andinia a ofrecerle la candidatura a la alcaldía para enfrentar a Onésimo: la peor opción porque detrás de él estaban las serpientes negras, una amenaza inminente para la seguridad del pueblo. Independiente de toda consideración el contrato marital estaba precedido de un malentendido. 

Al tiempo que Germán Ramírez se había convertido en el confidente de Dioselina, Joaquín frecuentaba a su hermana Marinela, en ocasiones salían los cuatro a pasear por Andinia; su amistad no era muy estrecha, jamás se habían planteado una relación amorosa ni menos un matrimonio hasta cuando Mauricio Arteaga se aprovechó de un evento impensado. 

Un día Marinela fue de visita, Joaquín se había atrasado con dos trabajadores y la muchacha arribó primero la casa.

—Entonces usted es la futura esposa de mi hijo —dijo un viejo de vestimenta muy descuidada y aspecto de abandono. La muchacha fue sorprendida por la afirmación —pero entre, mi futura nuera no se puede quedar en la puerta, ¡Claudia, tráigale algo a la visita!

—Un vaso de agua, por favor —dijo, Marinela, asustada.

—¿Agua? ¿No toma otra cosa? ¿Café? Claudia un café para la señorita, uno para mí también quiero acompañarla —Mauricio hablaba ansioso porque ya se creía dueño de una parte de Luna Blanca; entre tanto, Marinela había puesto la taza de café en la mesa ubicada al lado del mueble viejo y maloliente donde estaba sentada— ¿está muy caliente? Claudia, cuántas veces le he dicho que no caliente tanto el café, pásele uno que esté frio.

—No gracias —pudo articular Marinela.

—¡Ah, ya sé! ¡Vamos a celebrar por el futuro! Claudia saque el vino y ponga dos copas en la mesa, ¡brindemos por la unión de las Martinez y los Arteaga!

Cuando el viejo iba a abrir la botella llegó Joaquín.

—Ahí está el futuro dueño de Luna Blanca, ven siéntate vamos a brindar por la fortuna que ahora nos acompaña.

Joaquín estaba aturdido por la escena, no tenía palabras para contradecir a su padre y seguía alelado arrimado a la puerta.

—Hola Marinela —articuló.

—No me habías contado que ya estaban comprometidos, vas muy rápido, sí, sí, eso me gusta, mejor definir de una vez tu puesto en Luna Blanca, lo lógico es que la administres junto con mis tierras, qué le parece niña, supongo que Macario dejará a Joaquín al frente de Luna Blanca ahora que está ocupado con su candidatura —el viejo desvariaba de la emoción— ¿cuándo van a hacer público el compromiso? —Ni Marinela ni Joaquín respondieron, todo era tan extraño y vertiginoso.

—Me parece que debe ser el mismo día del lanzamiento de la candidatura de Macario. 

Las cosas tomaron un rumbo inesperado, Mauricio ya celebraba el futuro y la fecha estaba definida; los dos muchachos siguieron atónitos sin refutar nada de lo expresado por Arteaga, de esa manera el compromiso quedó pactado sin la complacencia de los involucrados ni menos los Martínez; cuando Marinela llegó a la casa su madre se opuso rotundamente a tal locura, por su parte Macario ya se preparaba para ir hasta donde Mauricio Arteaga para cancelar el asunto.

—No me puedes avergonzar papá, no es tan fácil decir que te vas a casar y al otro día cancelar como si nada, prefiero morirme al lado del imbécil de Joaquín que demostrar que no tengo palabra.

—Pero tu te comprometiste.

—¡No! —aseguró, la chica— el viejo no me dejó decir nada.

—Entonces no hay nada que temer, no diste ninguna aprobación ni comprometiste tu palabra, no es necesario cancelar nada, simplemente vamos y dejamos claras las cosas.

—El viejo ya regó el cuento por todos lados, para Andinia soy la prometida de Joaquín —dijo acongojada Marinela— ya no hay tiempo de aclaraciones, todo se tomaría como un incumplimiento y eso no puede ser.

—Mejor incumplir que vivir condenada el resto de la vida —dijo en voz alta y muy molesta Concepción.

—No lo entiendes mamá. 

No hubo forma posible de convencer a Marinela para aclarar el malentendido por ende el contrato estaba sellado, ella sería esposa de Joaquín Arteaga.

—Si no quieres aclarar las cosas es asunto tuyo, no bendigo este matrimonio ni quiero ver a los Arteaga el día del lanzamiento, si quieres hacerlo con bombos y platillos escoge otra fecha, pero no esperes que vaya —expresó, Macario, con notorio disgusto; Concepción era de la misma opinión, Marinela quedaba sola.

Desde ese momento se inició una etapa complicada en Luna Blanca, difícilmente un disgusto separó tanto a la familia, era inconveniente para todos: Marinela estaba decaída y su comportamiento alterado, no asomaba al comedor ni compartía con sus hermanas, se alejó de su papá y hasta dejó de hablar con su madre, se limitaba a conversar con Gumercinda, una chiquilla molestosa recogida por su madre; adicionalmente estaba el disgusto de todas con Macario por aceptar la candidatura. 

Contrario a novios felices por su venideras nupcias, Joaquín y Marinela empezaron a pelear continuamente, su relación de confianza se acabó, el muchacho casi no la visitaba ni participaba de sus antiguos paseos, estaban más cerca de ser enemigos, claro no se odiaban porque nunca se amaron, se conformaban con ignorarse. Sólo concordaban en una cosa: eliminar el convenio nupcial; pero no encontraban la forma cada uno por su lado, en ese momento se hicieron falta porque juntos hubieran logrado algo más. 

Unos días antes del lanzamiento de la campaña de Macario Martínez los dos jóvenes tuvieron una discusión fortísima, Joaquín se desapareció, Marinela retomó algo de su carácter sencillo y aceptó ir con sus hermanas a decorar el salón del lanzamiento. Avanzada la noche regresaban alegremente sin tener en cuenta el peligro de vivir en Andinia.

—Escuchó eso señorita Lucinda —inquirió, Raul.

—Yo no escucho nada, déjate de preocuparte tanto, a ratos eres cansón con tu actitud sobreprotectora.

—¡Silencio todos! No digan nada.

—Tu también Bautista.

—Niña Lucinda, por favor escóndase detrás de mí. 

Las risas y las voces callaron, un silencio sepulcral los llenó de temor, la incertidumbre es terrible y eso descubrieron los cinco jóvenes. De pronto sintieron que de todos lados se acercaban hombres, el sonido metálico que producían al caminar led dio idea de quiénes eran; las tres chicas se acurrucaron detrás de Bautista, Lucinda y Victoria empezaron a llorar, Marinela guardaba la calma; no hubo disparos de advertencia ni golpes o empujones, solamente el llamado a lista de cada chica.

—Marinela Martínez Ñañez, Victoria Martínez Ñañez, Lucinda Martínez Ñañez, salgan ahora.

El grito se repitió un par de veces hasta cuando Marinela se decidió a mostrarse.

—Que quieren señores.

—A ustedes —respondió con sequedad un hombre oculto detrás de un pasamontañas— su padre estaba advertido, pero no hizo caso, ahora es el único culpable de lo que va a pasar, ¡salgan de una maldita vez! Será más rápido y menos doloroso. 

El terror las dejó sin reacción, el brillo de las lágrimas en su rostro refulgió cuando aparecieron; inesperadamente se oyó una ráfaga ensordecedora, Bautista iba detrás de Raul, pero no alcanzó a salir por eso no recibió ningún disparo, la detonación lo mando lejos, cuando se recompuso revisó su cuerpo e intentó pararse, al lograrlo quiso dirigirse donde estaban sus amigos sin lograrlo porque los hombres estaban rematando una por una a la muchachas. 

La mañana siguiente el ambiente estaba convulsionado, Joaquín se había aburrido en su casa y llegaba a Andinia; mientras caminaba notó los corrillos a su paso.

—Catalino, ¿qué mierda pasa?, ¿por qué todos las cabrones de este pueblo me ven raro? Mi papá siempre dice que es bueno matar uno que otro de vez en cuando para consevar el respeto.

Catalino se limitó a mirarlo.

—¿Usted no sabe lo que pasó?

—Cómo quiere que sepa eso carajo, yo no vivo acá, estaba en mi casa no dedicado al chisme.

—Las hijas de Macario Martínez fueron asesinadas anoche. 

Joaquín no escuchó más, salió con movimientos nerviosos a la calle y de pronto echó a correr despavorido. 

Pasaron varios días, Joaquín no apareció por Andinia hasta concluidas las honras fúnebres, para los Martínez fue un alivio se desaparición, con todo fervor dieron gracias a Dios cuando confirmaron su ausencia en la ceremonia religiosa que dicho sea de paso fue conmovedora y sacó más de una lágrima.

martes, 6 de mayo de 2025

La Marea VIII

 VIII

 —¡Hey —gritó un chico flaco desde la calle aledaña al hotel de Catalino. Los hijos de Luis sintieron el llamado en medio de la charla monótona de Nacho, las ansias de huir del alcohólico escenario habían agudizó sus sentidos, produciendo una agitación incontrolable; la timidez de los niños influía en sus malos augurios sobre la respuesta de su madre por eso prefirieron una mirada piadosa a una solicitud expresa; Gertrudis entendió el mensaje, pero se desentendió con un giro de la cabeza hacia Luis, aunque se alcanzaba a adivinar una actitud pensativa.

—¡Hey niño! se volvió a escuchar.

Los chicos volvieron sus ojos pedigüeños a la mujer meditabunda sentada al lado de su marido tambaleante, sorprendida al descubrirse observada por los niño se aturdió los instantes suficientes para dar una autorización inconsciente. Los muchachos corrieron desesperados hacia la calle al comprobar su libertad.

—¡Hola!, ¿quieren jugar? —preguntó un joven de baja estatura, muy cachetón y ojos taimados en medio de su rostro de aspecto bonachón.

Luis y su hermano aceptaron, cualquier cosa era buena para distraerse de su rutina funesta.

—Juguemos con el balón.

—Bueno —exclamó, Andrés, en un tono casi imperceptible producto de una inmensa timidez, a la espera de la aprobación de su hermano mayor parado a su lado. Luis se limitó a asentir para serenidad de Andrés. 

Mientras el gordo explicaba las condiciones del juego Andinia desapareció para los chicos, sus malos recuerdos fueron opacados por la cháchara del gordo sobre unas reglas inventadas en el momento, adecuadas para asegurar su triunfo; de cualquier forma, para Luis y Andrés sólo existía la pelota, el polvo y la calle: la verdadera cancha de fútbol. Antes del juego Rubén hizo énfasis en la severidad para castigar las faltas a sus leyes deportivas con la atención absoluta de los invitados, a la vez, un joven larguilucho de caminar cansino se acercó lentamente al grupo sin ser percibido, él había sido quien llamó a los hermanos; por unos instantes los observó con detenimiento, absorto como si quisiera adivinar los sentimientos de aquellos personajes llegados a Andinia después de su escapada a la muerte.

—Juguemos dos contra dos —exclamó Carlín, con intensión de dejarse notar.

—¡Claro, tonto!, no te das cuenta que somos cuatro, ¡nos toca jugar dos contra dos! —gritó el gordo mandón; el joven muy molesto por el comentario, pero impotente ante la actitud de capataz asumida por su amigo bajó la cabeza y se quedó callado.

Luis y Andrés contemplaban la pareja de contendientes, dos muchachos disímiles en su físico y comportamiento, el uno dominante, el otro sumiso: una pareja perfecta; también se veían fuertes para el juego, algo evidente para los dos chicos y suficiente para esperar una derrota, por eso decidieron liberarse en el juego sin ánimos triunfalistas.

—Carlín, andá a ese lado y traes dos piedras para armar la portería, ustedes háganla en el otro lado —mandó, Rubén. 

Las indicaciones eran sencillas, sin ninguna exigencia mental Carlín se dirigió a su lado para cumplir la orden recibida en tanto los dos nuevos se fueron en silencio, echando ojo a un par de piedras; Andrés descubrió una al final de la calle y se adelantó a cogerla mientras Luis encontró otra del tamaño requerido para armar las porterías rápidamente.

—¡Cinco pasos!

Luis se quedó paralizado al escuchar el mandato, no alcanzaba a imaginar la idea de medir cinco pasos, meditando que cinco eran mucho para una portería. ¿Cómo los cuento?, murmuró suplicante a su hermano; Andrés había puesto atención a Rubén mientras medía, por eso hizo señal a Luis y alcanzó a susurrar las instrucciones, ¡un pie detrás de otro!; Luis entendió presto a medir inmediatamente. 

El juego inició muy animado con un ritmo lento debido al análisis entre los rivales: Rubén se notaba muy serio, Carlín permanecía distraído a la espera de las ordenes de su capitán, por su parte, los muchachos nuevos parecía inmersos en una catarsis por el rato de esparcimiento, se sentían livianos sin los recuerdos malignos de los últimos días, aunque sofocados por su continua carrera detrás de la pelota sin lograr arrancársela a su contrincante; Carlín celebraba la habilidad del gordo, este reía sin parar extasiado al ver el fracaso de los chicos en su infatigable lucha por el balón. Después de un rato el marcador era muy abultado, un seis a cero marcaba la superioridad de los callejeros; sin embargo, la suerte del principiante sonrió a Luis, un jugador voluntarioso poco diestro con el balón, al hacer un movimiento irrepetible en su vida sobre el prepotente Rubén, el gordo quedó fuera de sitio y sólo pudo ver el disparo que impulsó lentamente el balón en dirección de su portería.

—¡Gooool!

Cuando la circunferencia atravesó el límite de las piedras el grito fue estridente: los dos chicos de incredulidad y el gordo de rabia contra el pobre Carlín, culpándolo por su quietud en la jugada.

—¡Gran marica!, ¿por qué no la sacaste rápido? Es culpa tuya ese gol —aullaba Rubén; a su vez Carlín regresaba desatento al juego, con la pelota en las manos después de recogerla en el otro lado de la calle a donde había ido a parar.

—¡No, no, no, no, no! —alegó, Rubén— ¡la pelota entró por el aire!

—¡Mentiras!, entró por el suelo —respondieron Luis y Andrés al unísono; su repentina reacción fruto de la adrenalina del juego los llevó a enfrentarse al gordo sin miedo, además era su único gol e iban a defender como fuera.

—Cierto, cierto, fue por el aire, no vale —entró en la discusión Carlín.

—Tonto, ¡cállate!, ese gol fue culpa tuya.

—Entró por el suelo —insistía, Luis.

Rubén alegó un rato más hasta sentirse derrotado, después calló evaluando la forma de desquitarse de la jugada magistral de Luis para volver a la tranquilidad del mal perdedor; con la astucia del tramposo vio la oportunidad e hizo señas a Carlín para que corriera hacia la portería rival, el larguilucho obedeció sin comprender la razón de su avance, pero el gordo mandaba y era menester obedecerlo.

—Bueno, bueno, le regalamos ese gol —dijo aparentemente vencido— pero el próximo lo anulamos —advirtió con la displicencia del sobrador. 

Carlín con un cansino trote había llegado frente a la portería de los emocionados anotadores, entonces el gordo se agachó y cogió con las manos el balón, lanzándolo con todas sus fuerzas en dirección de Carlín, ¡desde ahora yo soy el arquero de peligro!, vociferó en medio de un ataque de risa absurdo; ¡hacelo tonto, estás solo!, aulló aumentando el volumen de su carcajada de a poco convertida en un gemido burlesco. Carlín parecía desbaratarse detrás de la pelota decidido a llegar a la rocosa portería. 

Los muchachos no tuvieron reacción, sólo atinaron a chillar desesperados.

—¡Es trampa, es trampa!, ¡nadie dijo que era con arquero de peligro!

—¡Yo les dije!, ¡yo les dije antes de empezar! —gritó, Rubén, agrandando su actitud socarrona —¡es con arquero de peligro y la puede coger con las manos!, ¡con esta pierden!

Luis y Andrés quedaron aturdidos con la explicación, y al verse tan distantes de su portería indefensa sólo atinaron a correr desesperados detrás de Carlín. 

Era una jugada en cámara lenta: el larguilucho avanzaba con todas su fuerza y torpeza juntas con una indiscutible arritmia al correr totalmente desacompasado, lanzando zancadas sin sentido como si su cerebro ordenara por aparte a cada pierna; a lo lejos se adivinaba la conclusión de la escena: sus pies irremediablemente se iban a entrecruzar, el final desastroso de la galopada estaba por llegar. Su antiestética figura formaba un arco con el pecho delante de todo su cuerpo seguido por su cuello desgarrado y su cabeza descolgada hacia atrás como si quisiera dejarla en su corrida, asegurada únicamente por su gran giba; los brazos parecían dos medallones colgados de una cuerda mecidos por el vaivén de la escapada, estirándose cuan largo era el sostén. Por unos segundos los tres chicos inmersos en una batalla por un empolvado balón quedaron suspendidos en el tiempo, en ese momento Andinia no existía como no existe el mundo cuando el hombre disfruta sus sueños antes del regreso irremediable a su patética existencia. 

Cuando Carlín estaba a unos centímetros del balón frunció la cara, los contraídos músculos de sus pómulos contrastaban con la flacidez de los cachetes inflados por la falta de aire, sus ojos estaban enterrados en el rostro, su imagen era la de un enajenado; al límite de sus fuerzas sintió alcanzar el objetivo y lanzó un puntapié certero, pero el disparo no salió como lo había pensado, no pasó ni a ras de piso ni menos cerca de las piedras, por el contrario fue a dar lejos del lugar, tumbando en su camino las guayabas maduras del huerto de Catalino para anidarse en el tejado. 

—¡Maldita sea, cabrones!, ¡otra vez me jodieron el techo!, ¡les juro que no les devuelvo el puto balón! 

Todo fue una locura, Rubén se escurrió por el parque hacia abajo, Luis y Andrés se quedaron quietos atentos a la cara de su madre después de la baraúnda y Carlín yacía en el polvo de la calle cuan largo era pues inevitablemente sus arrítmicos pies se entrecruzaron.

—Gran marica, quién me va a pagar el maldito techo —exclamó, el tendero, con su hiriente halitosis de borracho parado al lado del lesionado; el larguilucho permanecía con la cabeza escondida en medio del polvo sin decidir si anegarse en llanto o fingirse muerto. Por su parte, Luis y Andrés, habían recogido el balón antes de los acontecimientos entre el viejo y Carlín, pero al ver el rostro enojado de su madre lo soltaron sin atender a dónde se dirigía; el capricho de la pelota la llevó hasta Catalino, al observarla pareció olvidar su bronca, sonrió ante el sinuoso movimiento del globo de caucho, lo pisó con sus suela de madera y le dio un puntapié concentrado en anotar un golazo imaginario; cuando sintió el quejido de Carlín entendió que había fallado el tiro, el balón no estaba dentro del arco imaginario, rebotando después de unas soberbia anotación, había ido a estrellarse contra la cabeza del desparramado muchacho. Sin saber cómo reaccionar apeló a su superado enojo, alzando la cabeza con aire de indignación.

—¡Tengan su pelota cabrones!

Después del golpe el pobre Carlín dio un gemido y volvió a caer al polvo.

—¡Qué te pasa aprovechado?, ¿cómo le vas a pegar al niño? —gritó una mujer fea y mal encarada, con voz desentonada— a ver si sos capaz de meterte con las serpientes, ahí si sales corriendo.

—Pues de malas, eso les pasa por andar jodiendo, y si siguen así vamos a ver quién corre más rápido cuando aparezcan las serpientes, a esos tipos no les gusta los jovencitos malcriados.

—¿Malcriado?, ¿quién crees que es la mamá?, ¡pendejo!

—Porque sé lo digo.

—¡Estúpido!

De los viejos salían amenazas e insultos por doquier, los dos hermanos ya estaban en su cuarto, el gordo Rubén se acercó a recoger la pelota y sin voltear a ver al pobre Carlín desapareció por la esquina, por su parte, el larguilucho lloraba arrastrado por su mamá que lo gritaba sin temor.

—Seguí tonto, eso te pasa por andarte metiendo con ese gamín del Rubén y no quiero volverte a ver con esos dos niñitos llegados de no sé dónde, si los sacaron de allá no son cosa buena, y si sigues jodiendo te mando a pasar un tiempo con las serpientes para que te quiten la pendejada. 

La dramática escena se llevaba a cabo entre el polvo levantado por el viento sobre la sucia pared de ladrillos sin repellar donde había un cartel colgado: 

Vote por Milciades para una alcaldía más cercana y notará el cambio. 

Entre tanto, Marino había subido sin dar mayores explicaciones a su hermano en un momento de distracción cuando Nacho se explayaba en su historia, para encerrarse en el cuarto. Sentía el peso de no dormir bien en los últimos días, la preocupación constante después de la huida lo ponía en una situación fastidiosa debido al dolor de cabeza interminable, adicionalmente lo relacionado con el trabajo aumentaba su padecimiento; eran varios síntomas preocupantes, el desasosiego empezaba a apoderarse de su poca serenidad, era la antesala de un estado crítico siempre aterrador. 

De un momento a otro empezó su trance: se paró de forma natural con la intensión de dirigirse al baño, cuando estaba dispuesto a orinar una reacción inexplicable sucedió, se extravió de la realidad cuando su mente pensó actuar, de pronto retrocedió sin tener en cuenta cerrar su pantalón como enajenado y sin saber cómo llegó se encontró sentado en la cama, tenía su mirada diabólica puesta en la pared manchada; se irguió aparentemente dueño de sus actos, pero volvió a alejarse de la realidad, tomó camino del baño como sonámbulo sin mirar a ningún lado ni prestar atención a su derredor, parecía idiotizado. Creyó haber cumplido con su necesidad, aunque la realidad era otra, nunca lo hizo, lo sentía como un instante vivido, sin embargo, no había pasado, ausentándose del mundo en medio de cavilaciones enloquecidas de milésimas de segundo eternas en su mente; creaba como un Dios, sufría como un condenado, su cabeza se desmoronaba como un cristal tras un golpe certero; perturbado por la lucha inhumana consigo mismo trataba de resistir lo venidero. 

¡Quiero orinar, estoy parado frente al inodoro!, aunque quiero empezar no lo hago, es extraño ya no siento ganas; estoy regresando, intento detenerme, no lo puedo hacer, vuelvo sin remedio hasta la cama; necesito ir al baño, mi cuerpo quiere orinar, voy ya, pero no, otra vez se repite, retomo mis pasos, me dirijo al baño, sé que lo he hecho, a lo mejor no, se lo que va a pasar, quién sabe; todo se repite, estoy parado frente al inodoro, me bloqueo, un segundo y creo que ya terminé y regreso sin saber cómo voy de un lado a otro, ¡maldita sea! no puedo más, no puede repetirse otra vez, ya es la cuarta ocasión, ¡ya estoy aterrado!, ¡mi mente se desliza por un tobogán de angustia y desesperación, no tengo dominio de mí! siento como si regresara del más allá sin adueñarme de mi actuar. 

Los intervalos entre sus ausencias se hacían cada vez menores, de a poco fue regresando a la realidad; sentado en la cama observó avergonzado su pantalón abierto, había sido víctima de una escena efímera sobre la cual no tenía dominio, adicionalmente lo ahogaban sus ganas de orinar, entonces una convulsión lo sacó de su ensimismamiento idiota. 

Nunca había sobrepasado más de unos segundos, pero el tiempo era incontable en su estado, tanto un segundo como un minuto era un viaje a la muerte, rondando el mundo en pena sin razón de ser ni de vivir. Cuando pudo sobreponerse intentó huir del cuarto, abrió la puerta violentamente y corrió hacía las gradas a toda prisa, a borbotones se apiñaron frente a él las escalas en una pendiente terrible, sintió caerse por encima de la escalera comino al fondo del abismo; cuando reaccionó estaba parado frente a la puerta cerrada de su pieza. Todo había sido una ausencia más, una convulsión agobiante: el pasillo, los escalones, todo el ambiento se habían gravado en su memoria sin igual por eso lo recreó en su crisis. 

Años atrás sintió por primera vez esa sensación, en medio de un estremecimiento, perdido entre sus hermanos y su madre. El laberinto iniciaba con una desorbitada posición de sus ojos, pavorosa para quien la descubría, luego se ausentaba en instantes y con un espasmo regresaba a la normalidad. Cuando niño eran repentinas y muchas veces pasaban desapercibidas, sin embargo, el transcurso de los años aunado a la falta de control médico durante algunas temporadas habían agravado las crisis; ya no eran instantes, eran segundos eternos en los que perdía noción de la realidad y andaba errático, repitiendo la actividad que estuviera haciendo. Graciela lo llevó al médico, un amigo de Bernardo, quien sin revisarlo explicó su enfermedad llamada pequeño mal: consistía en ausencias o algo así en términos médicos que el muchacho nunca pudo entender. Él sólo comprendía sin aspavientos científicos su propia verdad: etéreos momentos seguidas por una reacción de leve perturbación espasmódica por la sorpresa experimentada al volver en sí. 

El tratamiento indicado en su niñez era demasiado costoso para la familia, Graciela prefería aceptar la locura de un hijo y no la pobreza absoluta; no obstante, con todo su amor de madre y la vanidad de una mujer pobre buscó otra forma de tratarlo, con la mayor economía posible; decidió encargar a Marino su locura, suficiente había tenido con parirlo y amamantarlo, no iba a dejar sus pocas comodidades por pequeños síntomas propios de la idiocia. Si Marino tiene un pequeño mal que viva con él, finalmente es el menor de los males, sería peor dejar de comer o vestir, pensaba Graciela. 

Cansada de buscar dio con un médico más adecuado para su bolsillo, el galeno claramente desinteresado del bienestar del muchacho decretó sin ningún tipo de examen la idiotez de Marino: epilepsia. La mujer se sintió más aliviada.

—Ningún mal puede ser pequeño, el primer médico era un baboso, el de ahora dijo de una vez lo que tenía sin tanto misterio, mi Marino tiene un síndrome cunvulsino o algo así… —conversaba con su amiga.

—Debe ser, convulsivo —intervino alguien atento a la conversación.

—¡Eso! Por eso es bueno ser estudiado para entender a los médicos; en todo caso es preferible una epilepsia a un pequeño mal, ¡esa si es una enfermedad!, el otro es una tonterías que les enseñan a los médicos por allá a donde van. 

Para Marino daba igual el nombre de su padecimiento, tenía claro los síntomas y los sabía identificar al punto del terror por el desenlace, lo peor de todo era el agravamiento gradual de los episodios, llegando al punto de presentar contracciones musculares involuntarias poco a poco más violentas. Cuando supuso finalizado su trance la ansiedad lo inundó, poniéndolo en un estado de total perturbación, el temor, la soledad lo llevaron a un estado inaguantable. 

Deambuló de un lugar a otro en la austera habitación, su cabeza parecía un volcán antes de estallar; temblaban sus manos, tragaba grueso mucha saliva, sin lograr tranquilizarse, dibujaba una sonrisa cretina en su rostro mientras intentaba convencerse de lo imposible porque su estado era preocupante. Entendía las circunstancias, reconocía los síntomas, esperaba con deseo increíble el desenlace, aunque eso significara relámpagos de zozobra, también tenía claro que intentar dormir aceleraría el proceso, sin embargo se recostó para sobreponerse al intenso estado. 

Seguramente no vamos a conseguir el trabajo, moriremos de hambre, no hay nada qué hacer En una escena dantesca se veía sucumbir ante los reveses de su vida mientras dormía. 

—¡Catalino! ¡Catalino! —gritó un hombre al desmontar su caballo.

—¡Está borracho! —explicó una voz desde adentro con tono de sorna.

—¿Un miércoles?

—¡Eso a usted no le importa, no es su plata! —dijo otra voz ronca por el alcohol.

—Perdón, no quería molestar —exclamó el hombre al comprobar la salida del ayudante de la tienda —además me importa un comino cuándo beban, yo necesito su ayuda.

—¿Qué diablos quiere, entonces?

—Simplemente entregue esta nota a sus inquilinos y pueden seguir intoxicándose a gusto —dijo y tiró sobre el mostrador un papel blanco muy perfumado.

—¡Cabrón! —gritó el muchacho en un arranque estúpido debido a su estado. El hombre no lo oyó, en ese momento montaba a su caballo. 

La nota venía de Villa Helena para Luis. El altanero muchacho la hizo llegar a Gertrudis quien leyó presurosa, ávida de noticias sin esperar a su marido tirado en la cama por la embriaguez. El contenido era breve, pero elocuente, con malas noticias para su familia. 

Marino se levantó turbado por sus pesadillas de un futuro menos halagüeño de lo deseado; palpitante se trasladó al cuarto de Luis, ahí encontró a Gertrudis tirada en un rincón del cuarto entre sollozos al lado de la nota, Marino la tomó sin leerla. 

Los malos augurios proliferaron, en ese momento el aturdimiento lo invadió mientras retornaba al cuarto, cuando llegó cerró la puerta a medias, leyó la pequeña nota: 

                                Señor Luis

                                Siento comunicarle que no puedo tomar sus servicios.

                                Att: Horacio Valencia 

El perfumado papel dibujó en su caída un zigzag cansino camino del suelo. 

Un sonido ronco e indescriptible se escuchó en toda la casa, Gertrudis se acercó a la habitación. Marino después de leer la nota estaba tirado sobre la silla, pretendía ocultar una verdad agobiante: su idiotez, pero le fue imposible. El silencio de la casa fue lacerado por un áspero toser mezclado con un ronquido abigarrado que altero la paz de los borrachos. Durante todo el día Marino estuvo frente al abismo, el papel perfumado fue el detonante para activar el episodio esperado: juntó su cuerpo en posición prenatal, su boca salivaba, los dientes apresaban su lengua al punto de perforarla frenéticamente mientras un estridente resuello retumbaba en la hueca pieza, generando un eco pavoroso; entre fuertes contracciones el joven cayó al suelo y se golpeó la cabeza emitiendo un zumbido convulsivo. Cuando el suceso llegó al final el muchacho salió enloquecido de su cuarto, escabulléndose en la calle en busca de aire y soledad. Nacho que desvariaba borracho alcanzó a sentir espanto en medio de su beodez y se alejó. 

El deplorable espectáculo fue observado por Gertrudis desde el pasillo donde lloraba convencida de ayudar con sus lágrimas al convulso; Luis dormía, sus hijos jugaban otra vez fuera de la casa, ella se refugiaba en su llanto sin encontrar respuesta a la seguidilla de acontecimientos malditos como un gran pecado.

—¡El cielo no se equivoca! —decía en medio del llanto como explicación a todo, tratando de condonar a un Dios inhumano. Se echó sobre la pared, su cuerpo empezó a resbalar lentamente hasta cuando su cabeza se hundió en medio de las rodillas; se diría que amontonó su cuerpo para salvaguardarse de todas las maldiciones persecutoras, de esa forma logró una pírrica libertad dentro de su cuerpo agazapado en la caparazón protectora que deseaba tener; no quería morir, sin embargo, le asqueaba su vida. Con su cabeza gacha perdida en medio de sus piernas temblorosas se quejaba, los rincones de la casa escuchaban sus gemidos leves y tristes. 

—¿Por qué nos obligaron a dejar muestras cosas? fueron un día sin sol, nublado como ninguno; estaban uniformados, nos dieron unos minutos para salvar nuestras vidas, corrimos; ¡eran muchos, amalgamados en sus uniformes, valientes detrás de fusiles! ¡Nuestras vidas corrían peligro!, ¡hay que huir, corran… vámonos de aquí! ¿Dios donde estás? Tus hijos, asesinos por naturaleza se alimentan de sangre! Nómadas del mal de manos ensangrentadas, luciendo con orgullo su brazalete carmín y negro, únicos colores que puede lucir la muerte antes de llegar —explicaba a veces con un murmullo otras con gritos de espanto, movía la cabeza de un lado a otro con un deseo insano de desaparecer y la fe extraviada por las adversidades, sobrecogida por un futuro vacío para sus hijos. —¡Que me perdone Dios!, ¡que me perdone! —sollozó en silencio—. ¡Si mis hijos tienen que mendigar era un favor que nos mataran! —reflexionó. Finalmente el hombre suele dar la razón a su victimario cuando no encuentra más salida para su desgracia.

—¡Malditos salgan d aquí, no queremos saber de ustedes, es una infamia imperdonable! ¡Dios!, ¿dónde estás ahora que voy a morir?, ¿dónde estás, dónde? —gritó—, Dios por qué nos dejaste con vida frente a un hecho que amedrenta al hombre: ¡la muerte!

El camino es triste, pero hay vida, ¿para qué?, !ahora sólo entristece mi alma! 

—¿Dónde están los nuevos empleados? —preguntó Horacio Valencia al entrar en la sala de Villa Helena.

Encerrada en su cuarto se encontraba una mujer bella, aparentemente postrada en su cama, con el rostro surcado por una gran línea en su frente, sus ojeras parecían el resultado de muchas noches de desvelo. Al sentir la voz del hombre una mueca demostró su desaprobación, pero era su esposo y espero su aparición en silencio.

—¿Supongo que algo tienes que decir? —inquirió el recién llegado, adentrándose en la habitación.

—¿Empleados nuevos? —respondió Helena con aire de desconocimiento mal fingido. 

Horacio la miró de pies a cabeza con irritación, al tiempo juntó sus cejas, gesto particular cuando se enojaba, guardando prudencia porque conocía lo suficiente a su esposa para entender lo acaecido. Ella era una mujer esquiva y odiaba el mundo, estaba empeñada en interponerse en la prosperidad de Villa Helena por eso actuaba con maldad, era un rasgo indeleble que Ramiro Andrade, su abuelo, le dejara; a lo mejor no tenía la culpa, el pasado es imposible de esconder, peor el suyo no sólo imborrable sino humillante. Horacio salió del gran salón a toda prisa, montó su caballo sin dar ninguna orden a sus empleados, después se dirigió a Andinia. Helena pensó detenerlo, pero guardó su postura de desprecio.

—¿Empleados nuevos? ¡Un montón de arrimados chismosos que deberían estar muertos! —gritó. 

Inmediatamente regresó al sillón en dónde tarde a tarde se aburría en abúlicos minutos acorralados entre veinticuatro horas, caminando sin protestar en el redondel que los hacía notorios, dejó caer su enjuto cuerpecillo de poca estatura sin importarle su derredor ni sonrojarse a pesar de su rostro de blanca piel susceptible a los arreboles, permanentemente escondido entre su alborotado cabello, siempre remarcado por un gesto agrio, a lo mejor porque nunca fue entendida: ni Matilde, su institutriz, ni Horacio, su esposo, aun pasando tanto tiempo cerca fueron capaces de dedicarle verdaderos instantes. La imagen del mal genio de Helena no sólo fue su carta de presentación sino la culpable de su aislamiento, el auto abandono era expiatorio de un pecado no cometido y lo soportaba con tozudez, sin embargo, tenía su propia historia en Andinia a pesar de permanecer oculta.