I
Transcurrían los días de un abril con muchas lluvias, las gotas vigilantes se posaban transparentes en los silenciosos vidrios, generando alegres aros multicolores al paso de la luz. En medio del coqueteo entre el brilloso cristal y el imponente sol, Catalino presenciaba desde su tienda como una marea indefinible a un grupo de gente desconocida, cautiva de su mala suerte, en su lento ascenso por el camino directo a su última parada, o por lo menos eso deseaban: Andinia.
Los chismes acostumbrados por los habitantes del olvidado pueblo habían anticipado la llegada de aquellos fantasmas; ahora en silencio los veían tomar formas humanas, con terror descubrían rostros adoloridos por la huida, impotentes ante su indefensión, sintiéndose desarraigados con la incertidumbre del hoy sin esperar el futuro. Los parajes de Andinia se veían poblados por espectros perseguidos por su desdicha, obligados a retirarse de su morada.
Cada vez era más grande la marea de sonámbulos sin consuelo, diariamente se escuchaban los gritos de impotencia al renunciar a sus posesiones por la fuerza de la intimidación, a sus hogares: viejas chozas perdidas entre matorrales donde levantaron una familia, en un intento por resguardar el tesoro de su vida y los seres que rodean su alma; avanzando en una retirada injuriosa de una batalla sin pelea, la deserción evidente de una guerra oprobiosa abundante en terror y muerte.
Pasos se oyen venir, el miedo merodea, nada más un movimiento maligno y el destierro indiscriminado refulge entre la noche lóbrega y mortal. No hay futuro, se niega la vida, el tronar de las botas parece el zumbido de una plaga que aniquila sin permitir defensa; ¿quiénes son?, nadie habla, ¿por qué lo hacen?, el silencio es total, sin embargo, todos lo saben. ¡Callan porque quieren sobrevivir! La suerte está echada, la realidad se pierde mezclada con la mentira, está prohibida cualquier confesión; la verdad es opacada por el vigor de las pisadas siniestras que retumban por doquier. El silencio de la oscuridad y el bullicio del campo asisten al infame desenlace; los pasos se oyen próximos y su eco atemoriza, ¡el final está por comenzar!, los pasos llegan ya, ¡es la hora!, comienza el triste deambular durante los días y sus noches por una ruta incierta sin aparente destino. Está claro: los caminos no se hacen, ya están ahí, el caminante los debe encontrar; ¡es hora de huir, los pasos ya están aquí!
En el banco de viejas tablas empotrado en la pared el viejo Catalino se acariciaba la barriga, a su lado Onésimo rasgaba la etiqueta de una cerveza mientras contemplaba a los caminantes distraído en planear sus movidas políticas de las siguientes elecciones.
—Ahí tiene sus clientes, ¡vienen por montones!, seguramente los atenderá a todos como siempre—dijo con sorna el alcalde— sólo no les cobre muy caro porque esos pobres diablos no tienen donde caer muertos —agregó con satisfacción.
—No sé si tengan donde caer muertos, pero esos pobres diablos como les dice usted quieren un lugar para vivir —ripostó, Catalino— Además antes de renegar tanto debería pensarlo bien, por supuesto serán mis clientes, pero bien amaestrados pueden ser sus electores. Los pobres están condenados a elegir candidatos patéticos como usted porque creen sus cuentos y los ricos porque los financian.
—Cuidado con lo que dice.
—Pues yo no veo ningún sapo por aquí o me equivoco.
El eterno tendero del vago caserío, conocedor inmutable de los avatares de los inocentes y sus persecutores se paró para recostar su cuerpo sobre la vetusta columna de madera, sostén del techo de su tienda. Ajeno a cualquier creencia ayudaba a todos los bandos siempre y cuando le pagaran para no ser señalado como cómplice, mantenía abierta su tienda para el público general sin opinar, sólo decía alguna cosa cuando estaba seguro de no ser escuchado. Todos acudían a él porque no le importaba la realidad, sólo velaba por sus intereses siempre absorto en algo banal, dejando de lado la política y la sociedad con sus hechos fatídicos; nunca puso atención a las caras ni a los nombres, una amnesia peculiar lo hacía tratar a todos como si fuera la primera vez.
Onésimo despegó la etiqueta de la botella de cerveza en su totalidad, el líquido casi se había acabado.
—Catalino, deme otra, ésta ya se calentó —gritó.
El tendero no hizo caso; el alcalde se recostó sobre el sucio vidrio de la vitrina y se secó el sudor con un pañuelo ajado en tanto fruncía sus cejas pobladas.
—¿También los va a hospedar? —Preguntó, Onésimo— eso puede dañar el buen nombre de su tienda.
Sin quitar el hombro de la dura madera Catalino lo observó aparentemente indiferente con una expresión de tristeza mezclada con algún tipo de indignación, ignorando el comentario del malhumorado alcalde de Andinia, eterno servidor de una noble familia de gamonales prestos a mantenerlo en su puesto para garantizar su poder. Ante el silencio del viejo tendero el alcalde giró sobre sus talones para descansar su espalda sobre el mostrador y seguir el avance de los visitantes con el recelo de la fiera asediada en sus predios.
—Esa gente solo trae problemas a Andinia.
—Seguramente vienen a buscar trabajo.
—¿A buscar?, a quitarle el trabajo a los habitantes de Andinia; están huyendo y por algo será, en todo caso por buenos no es, por eso en Andinia nadie los debe acoger, empezando por usted.
—Alcalde, ¡no joda!, usted nunca hace nada por este pueblo y ahora quiere dárselas de su libertador —gritó Catalino— Y conmigo no se meta, yo veré a quien atiendo y si me paga será mejor la atención.
El viejo prefirió callarse, viendo de reojo al tendero.
Andinia era un viejo y tranquilo pueblo en medio de la nada, olvidado por todos. Con sus propias ficciones sobrevivía al abandono; estaba dominada por unos pocos, expertos en tener a los demás tranquilos entre chismes además de una absoluta desinformación. No había mucho para hacer en aquel lugar, sus habitantes se preocupaban por sobrevivir al tedio reinante. Parecía no tener historia, era más una leyenda enriquecida con cuentos, inventos, a veces la realidad, seguramente algo más; cada habitante era el protagonista de algún relato que en una semana trascendía voz a voz los estrechos campos, desapareciendo con el inicio de un nuevo cuento con otro intérprete.
Estaba dominada por dos haciendas carentes de moradas a lo largo de hectáreas de tierra donde no se producía nada. Una poderosa extensión lentamente venida a menos era propiedad del señor Horacio Valencia, quien estaba empeñado en la recuperación de sus dominios por eso buscaba trabajadores y pretendía aprovechar la marea reciente para encontrarlos; con esa intención había dejado la información en la tienda de Catalino. El tendero era el encargado de ventilar ese tipo de comunicados, aprovechando su negocio por donde pasaban habitantes y forasteros. Al enterarse de la llegada de la marea de desdichados preguntó si alguien estaba interesado en el trabajo; como siempre la necesidad era infinita, pero la desidia mayor. Sólo un hombre joven respondió a la propuesta.
Realmente eran dos hermanos con su grupo familiar los interesados en el ofrecimiento, tenían apariencia juvenil con los rostros tostados por el sol, visiblemente retraídos por su reciente pasado. El mayor tenía alrededor de treinta años, estaba casado con una mujer de aspecto medroso e iba acompañado de sus dos hijos; al parecer era el escogido para hablar por los demás. El menor de unos veinticinco años mostraba mayor desconfianza hacia todos, conservando una mudez incómoda como si estuviera presto a huir sin dejar rastro ni testigos. Aparecieron en silencio, atemorizados por aquel paraje desconcertante; Luis, el interlocutor de la familia, se limitaba a explicar sus necesidades sin hacer gala de gran elocuencia, evitando cualquier conversación por parte del tendero, el alcalde o el cura, presentes la mayor parte del tiempo en el establecimiento.
—Ese muchacho es muy raro, mejor dicho, toda esa familia es rara —comentó, el alcalde.
—Por Dios, don Onésimo, ¿qué esperaba después de lo que sufrieron?
—Don cura —dijo con acentuada ironía el alcalde que odiaba esa clase de títulos—. No sé lo que les haya pasado, ni me importa.
—Debería Onésimo, debería —canturreó, Catalino.
Los forasteros llevaban dos días instalados en un cuarto alquilado por Catalino a un precio razonable para su precaria economía; se sentían acosados por la antipatía de los amodorrados habitantes de Andinia, un sentimiento generalizado mientras eran absorbidos por la cotidianidad de los días. Durante la tarde gracias a la soledad de la tienda, Luis salió para observar pensativo el horizonte desde el mismo asiento de madera usada por Catalino para contemplar su arribo. Acurrucado en la banca tenía los brazos acodados sobre las rodillas y su cabeza descansaba sobre sus manos callosas, ocultando su rostro compungido por su situación; en todo ese tiempo sostuvo un rosario de madera en sus manos. De pronto levantó la cabeza cuando escuchó una voz.
—¿Por qué está tan pensativo don Luis? —Preguntó, Catalino, mientras se recostaba sobre el viejo trapeador con la esperanza de lograr una mínima conversación con el absorto hombre.
El silencio de Luis era extraño, aterrador, reflejo de las visiones de un pasado sin perdón.
El polvo se confunde con el humo, la vieja hornilla de la casa deja escapar una hilaza de tonos en azul dirigida al tiznado cielo raso: un rústico óleo de grises amalgamados producidos por el tizne alegre y aromático de tiempos felices, ascendiendo con tristeza en la negrura de la noche, sin espectadores en un escenario abandonado. Huellas de botas por doquier, ropa, zapatos, las ollas sobre el suelo, la puerta abierta, un viejo balón que recorre de una esquina a la otra llevado por el viento. Entre la fealdad natural de la pobreza resaltaban los restos del ayer entrañable que existió, abandonado por hombres presos de terror, inmutables con la esperanza de ser testigos del pasado. El cielo atenta contra de los débiles y el odio indiscriminado los amedrenta, los vuelve incapaces de defenderse en el silencio de su desdicha, solamente se oye el galopar de la muerte, a la vez un lamento final: el llanto de los estremecidos en busca de su única salida.
—¡Por nada! —respondió, perturbado— ¡Nada…! —agregó con un susurro.
El pasado no es para arrepentirse, sería inoficioso; ni se puede esquivar, siempre saldrá a relucir, aunque esté enterrado en lo más profundo; en cuanto al presente, para muchos nunca dejará de ser una eterna repetición de lo acaecido. El presente de este hombre estaba marcado por gruesas huellas de botas de muerte y una desaforada carrera por la vida.
—Me preocupa la respuesta que pueda darnos el señor Valencia —balbuceó, sin tener nada para decir.
Catalino después de confirmar el interés del hombre por la propuesta de trabajo había enviado un mensaje a Villa Elena, ahora estaban a la espera de noticias. El viejo sonrió, echó a un lado su viejo trapeador y se sentó junto al pensativo huésped aparentemente cansado de su infinita mala suerte, ensimismado como si un trauma le invadiera.
—El señor Horacio Valencia es bueno, si solicitó trabajadores es porque los necesita —comentó.
—Sabe usted que ganar ese trabajo es fundamental para mí, no me importa si es muy duro, ¡lo esencial es darle a mis hijos la seguridad que no tienen!, reiniciar, olvidarnos de todo —se confesó, Luis.
Trataba de desahogarse del infierno interno que lo azotaba, las palabras brotaran incontenibles en un monólogo de miedo, un discurso sobre el espanto, una disertación sobre una fuga hacia un destino inseguro.
Próxima entrega 14 de febrero.
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