II
El ambiente estaba tenso, ni el poder del sol radiante en el cielo vencía la nubosidad producida por el abatimiento de los andantes; a su llegada no demostraban alegría, al contrario contagiaban con su malestar a los residentes. Andinia parecía condenada a compartir los padecimientos de sus lánguidos forasteros antes que menguarlos, hasta el clima se ensañaba a su arribo. El día estaba muy caliente, no se veía a nadie en las calles, apenas unos chicos gritaban cerca de la tienda, los demás permanecían amodorrados bajo la sombra para evitar evaporarse en vida.
Mientras los hombres hablaban en la tienda un joven relucía a lo lejos.
—¡Apuesto a que es su hermano! —exclamó, el tendero.
—¿Dónde? —preguntó, Luis, molesto por la irresponsabilidad del muchacho. Desde temprano había desaparecido, convirtiéndose en un problema más en su situación; aunque el enojo lo invadía no había dejado de preocuparse, por eso escuchó sobresaltado la alerta de Catalino. De pronto quedó inmóvil por un estallido en el techo de zinc del local.
—¡Maldición!, ¿cuántas veces les he dicho que se vayan a jugar al demonio? —gritó Catalino, parándose como un resorte para contemplar la danza caprichosa de la pelota sobre de las latas de su techo en busca de una ruta de descenso.
Los culpables del escándalo estaban escondidos detrás de la esquina.
—¿Quién lo va a traer? —preguntó uno de ellos.
—Pues vos —decretó un chico alto, con voz de catarro.
—¿Yo por qué? —reclamó, el otro, un muchachito flacuchento de baja estatura, pero notoriamente mandón —¡Vos lo botaste!, vos sos el que patea torcido y lo tiras al techo de ese viejo. ¡Te toca!
El alto se quedó pensativo, estaba paralizado con la sola idea de acercarse a la tienda; su compañero se limitaba a burlarse.
—Como siempre me toca a mí, ¡a la nenita le da miedo!, ¡a la nenita le da miedo! —cantaba con ironía el mandoncito; el otro no rechistó.
De pronto Catalino vio aparecer la silueta de un duendecillo embrujado, acercándose con cautela.
—Don Catalino —dijo a media voz— don Catalino —susurraba mientras se acercaba.
—¿Qué?
—Que mi mamá le manda a decir que me devuelva el balón.
—Ah, eso dice tu mamá, ¡me crees bobo!, carajito de mierda.
El chico no respondió nada; su inexplicable mudez desarmó al viejo presto a contestar cualquier grosería, aliviado al descubrir una leve sonrisa, brillando en las ajadas comisuras de los labios de Luis. Hasta en los peores momentos puede haber espacio para una sonrisa, pensó. Con una alegría espontánea prefirió devolver el balón a los pilluelos.
—Tené tu balón gran pendejo —gritó, tirándolo lo más lejos que pudo —y decile a tu mamá que mejor venga a pagar lo que está mandando a pedir balones —comentó; después posó sus ojos en Luis para compartir una sonrisa de complicidad en silencio
—Cogelo y vámonos que ahí viene el cura —gritaron.
Catalino prestó atención a donde señalaron los chicos; ciertamente descubrió la silueta redonda del cura a lo lejos e hizo un involuntario gesto de molestia, después volvió a sentarse al lado de su inquilino.
—Ahí está su hermano —recalcó.
—¡Ajá! —afirmó maquinalmente, el nuevo.
En efecto, en la esquina contraria a la tienda, a lo lejos, entre la bruma desprendida por el caliente polvo de la carretera un joven se acercaba a ellos. Desdeñoso, parecía desplazarse de lado, siempre con el brazo derecho encogido como si la articulación estuviera soldada; tenía cabello corto casi rapado y ojos negros aparentemente distraídos.
—¿Él es su hermano menor?
—Sí —respondió, Luis.
—Marino, ¿verdad?
Luis, asintió
El viejo tendero enderezó su espalda para echarla sobre el espaldar de su banca formado por la pared. Con el mentón levantado, guiñando su ojo con aire de picardía como si de esa forma viera con más claridad escrutó al muchacho con curiosidad; de frente descubrió un hombre receloso con el rostro surcado por los pliegues producidos por la amargura. Al llegar, Marino se quedó con la mirada perdida en algún punto en el horizonte, con una reserva inexpugnable en profundo silencio. Luis no reprochó nada; los tres hombres callaron cada uno refundido en sus meditaciones.
Luis apreciaba mucho a su hermano. Después de la muerte de su madre lo llevó a vivir con él. Era un excelente trabajador, siempre se caracterizó por ser prudente, pero tuvo el infortunio de unirse a un personaje involucrado en actividades poco honradas, eso lo llevó a ganarse algunas enemistades peligrosas. Un día se enteró de la muerte de uno de sus amigos; con el susto encarnado se marchó de su casa en compañía de Luis, también señalado como cómplice. En los años siguientes se establecieron en otro pueblo, progresando con el esfuerzo de su trabajo; al tiempo Luis formó su familia. Durante diez años vivieron sin dificultad bajo el dominio de las serpientes plateadas; sin embargo, los tiempos cambiaron, nuevos déspotas llegaron a imponerse sin remedio. Las serpientes oscuras acaban de entrar, todos estamos señalados porque dicen que están buscando a unos hombres. La familia fue obligada a huir; tuvieron que abandonarlo todo
Los segundos transcurren en medio del pavor, las botas pasean de un lugar a otro, dejando huellas profundas marcadas en el alma de todos. ¡Los gritos se escuchan! Hay que escapar, pero no todos están, muchos en sus parcelas huyen sin saber de sus familiares, otros sucumbirán alcanzados por a las balas; los olvidados se perderán sin rastro sobre la tierra, eterna testigo del dolor. Todos son víctimas, todos excluidos. ¿Cuántas veces hay que sucumbir en la vida antes de morir? Los agobiados lo hacen siempre. A veces en momentos inesperados cuando el miedo pulula por doquier, condenando a una marcha impensada hacia cualquier destino. A veces en momentos ineludibles cuando se repasa lo vivido sin posibilidad de arrepentimiento ni perdón antes de sentir el fuego, postrado de rodillas ante el verdugo. Las lágrimas no son suficientes para amainar este padecimiento, no existe nada más cruel que los segundos infinitos transcurridos antes de morir.
—Buenas tardes, señores —saludó, un hombre fornido curiosamente vestido.
Luis se extrañó, hacía mucho tiempo no veía un sacerdote con sotana. Los dos hombres respondieron con una casi imperceptible venia.
—No se preocupe Catalino que no vengo a su tienda...
—¡Bendito sea Dios! —interrumpió, el tendero.
—Voy donde doña Ruca, la viejita está que se muere y les ha pedido a sus hijos que me llamen para acompañarla en sus últimos momentos —aclaró el cura, fingiendo no haber escuchado nada.
—Pobre Ruca, con esa compañía se va a ir derechito al infierno.
El cura pareció continuar sin comentarios.
—¡Por cierto! —exclamó de pronto, regresando sobre sus pasos— ¿usted es uno de los recién llegados, verdad
Luis se quedó atónito al escuchar la interpelación.
—Qué pasa con eso —reclamó, Catalino, al notar la confusión de Luis.
—Nada —hizo una pausa— solamente que en Luna Blanca había alboroto porque uno de los nuevos había invadido la propiedad. No sospecho de usted, está claro, toda la tarde ha estado con Catalino, ¡me consta!, pero tenga cuidado, nada de raro que alguno de los nuevos le haga daño, esa gente no perdona ni a sus conocidos.
—No entiendo para donde va con su comentario, pero no la cague más, ¡largo cura desocupado!, siga a donde la Ruca, no se arriesgue a que la vieja se le muera sin acompañamiento y si quiere hacer bien el mandado vaya dejarla lo más cerca del paraíso que pueda, nosotros nos las arreglamos sin usted en Andinia, para pecar no hace falta su ejemplo.
El redondo religioso sólo frunció la cara antes de seguir.
No hubo apuntes por parte de nadie, todo volvió a su letargo, Luis y Catalino callados, Marino desde su llegada ausente.
Ese día Marino había salido desesperado ante el aburrimiento producido por las cuatro paredes del destartalado cuarto. A escondidas logró evadir a los viejos enfrascados en una discusión sin importancia; con pasos rápidos alcanzó la curva de la carretera donde era imposible divisarlo desde la tienda. Una vez se sintió a salvo decidió indagar por las tierras del señor Valencia, fue así como con la complicidad de los campesinos locuaces de los alrededores se enteró de la existencia de Villa Elena, la hacienda donde esperaba trabajar.
En su camino disfrutaba de un mágico mundo aparentemente tranquilo cuando logró identificar el sonoro encantamiento del agua acariciando las piedras; con curiosidad quiso descubrir el origen de aquella melodía, pero un alambrado bien tensionado ubicado bajo la sombra de un bosquecillo de pinos y ciprés lo hacía inalcanzable. Cediendo al embrujo circundante no se preocupó por invadir alguna propiedad por eso cruzó los obstáculos extasiado con la paz añorada. Detrás de unos matorrales descubrió una cinta ondeante entre las rocas, guardiana de la soledad especial de la naturaleza donde el hombre desaparece con su malicia. El día era caluroso, las gotas salpicaban emanadas del blanco torrente espumoso que lo absorbió. Marino no se opuso.
Desde un oculto rincón unos ojos vigilantes acompañaban el actuar del muchacho durante su dificultoso paso por el bosquecillo, igual en los minutos de catarsis total hasta cuando se atrevió a lanzarse al agua con irreverente desnudez. El joven experimentaba una sensación lúdica en cada chapoteo, ahogando los malos recuerdos del dolor compartido con los marchantes mientras evadían el abismo interpuesto en sus vidas.
Los ojos vigilantes no dejaban de posar su atención en Marino, disfrutando de una felicidad aparentemente total. Al tiempo, inquilino y posadero, veían pasar el tiempo envuelto en la polvareda.
—Don Luis, ¿por qué dejó su hogar? —rompió el silencio, el tendero.
Luis lo miró con una sonrisa amarga en su cara, un leve atisbo de ironía pareció dilucidarse en el contorno de sus ojos cuando iba a responder; parecía juzgar al hombre al lado suyo por la fortuna de una vida sin complicaciones, por eso lo consideraba sin derecho a interrogarlo, a comentar el padecimiento ajeno. Suficiente tenía con sus preguntas para soportar las de un tendero de pueblo, alejado de problemas graves, convencido de saberlo todo.
—¿Qué gana con interrogar a cualquiera sin saber cuánto le puede atormentar la respuesta? No me pida que contesté eso, hacerlo puede ser más cruel que lo vivido.
Catalino algo turbado quiso disculparse con aquel hombre seguramente bueno que la adversidad lo hacía grosero.
—¡No me malinterprete Luis, claramente no conozco sus sufrimientos, pero siempre escucho historias desconsoladoras de esta Andinia y me siento agobiado! —dijo con tono bajo el posadero, sin avergonzarse de su pregunta porque el hombre a su lado no era el único desafortunado, era bastante necia esa posición, además no sabía su verdad, podía ser peor.
Misteriosamente afectado por su propia respuesta Catalino se quedó unos segundos sin respirar; pensó en su historia, a lo mejor Luis tenía razón, había perdido el derecho moral de indagar sobre asuntos dolorosos al enterrar los suyos debajo de los clamores ajenos, apostando a una existencia serena; sin embargo, parecía el momento de cuestionar su decisión para develar si realmente había encontrado la tranquilidad.
—¿Enterarse de los hechos de Andina es fácil, pero puede usted decirme algo sobre los sentimientos de la gente decidida a no desaparecer? ¿Puede explicarme cómo se actúa cuando se tiene en vilo la vida de sus propios hijos frente a uno mismo, impotente ante los hechos? ¿Qué es huir sin permitirse un adiós? —articuló impertinente, Luis— ¡Usted no sabe nada! —concluyó.
El nuevo estaba desconsolado, había perdido familiares, amigos, muchos conocidos, sin embargo, algo lo atormentaba con intensidad: perderlos sin un adiós. Todas las partidas son tristes, aunque una mirada atrás, una leve sonrisa amaina la aflicción, deja por sentado un retorno, siendo suficiente para alejar las sombras de la ausencia. Cuando podemos despedirnos tenemos la certeza de volver, si no hay despedida no hay regreso.
Catalino parecía suspendido en sus pensamientos en un afán inesperado de salvarse del olvido de su pasado; dejarlo a un lado le había permitido una oportunidad de revivir, pero no hay nada más peligroso que abandonar el ayer, implica estancarse en el ahora, viviendo entre los sobresaltos producidos por las imágenes punzantes de los sufrimientos anteriores; un eterno presente esa es la única forma de neutralizar el pasado, pero a la vez la renuncia voluntaria al futuro.
—Muchas veces me he hecho las mismas preguntas —murmuró, Catalino— y siempre he llegado a la misma conclusión, no se sufre únicamente cuando se siente las laceraciones de la carne ni el terror en el alma, también duele cuando se oye los gemidos o el llanto de otros; es injusto creer que los demás no sentimos nada, que el único ahogo indiscutible es el de ustedes, ¡todos sufrimos por Andinia así parezca imposible!, ¡creáme! Además, nadie sabe lo de nadie.
Luis regresó a mirar al tendero con desconcierto.
—Un día —murmuró—, el clima estaba bonito para un paseo, mis hijos decidieron visitar a su tía, todavía me acuerdo cuando los despedí. Tomaron la vereda con la calma de no deber nada ni haberse metido en ningún asunto extraño. Después de verlos salir me dediqué a la tienda, durante la mañana me hicieron falta porque siempre me ayudaban en los quehaceres, recordé sus risas a mi alrededor, sentí la felicidad de tenerlos a mi lado. Sin ningún temor me dedique a las actividades cotidianas. En la tarde me había sentado en esta misma banca cuando la venir hacía mí con caminar afanoso, a lo lejos parecía lucir la angustia en su rostro, venía sola, mis hijos no la acompañaban, parecía venir corriendo un largo rato porque llevaba con mucho descuido una blusa rosada que mis hijos le regalaron; me pareció tan extraño en ella, además venía sin su chalina y la pequeña carterita que nunca dejaba al salir. Cerca de la tienda tropezó, me puse de pie inmediatamente, salí hasta esa columna y logré descubrir lágrimas de las que usted habla en su agobiado rostro. ¡Tenía lindos ojos!, pero ese día estaban aguados, casi perdidos entre grandes lagrimones que pude confirmar cuando se paró frente a mí, clavó su mirada en mi alma, me contempló unos segundos sin querer decirme la verdad.
—¡Se los llevaron!, ¡se llevaron a tus hijos!, ¡no pude hacer nada!, ¡nada!... Llegaron a la casa y me amenazaron, sólo su presencia me acobardó. Apuntaron sobre ellos, me tiraron a un lado, me los arrancaron de las manos…
Él trató de tranquilizarla.
—¡Se los llevaron, se los llevaron!
Ahora los dos estaban sumidos en la miseria a la espera de una aparición, de una noticia cualquier que alimentara la mentirosa esperanza de volverlos a ver.
—Usted no sabe cuánto me dolió, mis hijo estaban secuestrados y todos me pedían que guardara la esperanza —confesó, Catalino—. Sabe, la esperanza es lo que se siente cuando ya no hay nada que hacer, es una mierda, se lo aseguro.
Luis lo observó indulgente con la actitud solapada del manso arrepentido por la imprudencia, incapaz de disculparse a pesar de intentarlo; sin embargo, quería expresarle su solidaridad, recibirlo en el seno de los humillados. En los pregones del más humilde hay demasiada vanidad y en la solidaridad hay algo de culpa.
Los dos compartían una mueca de aflicción después de la confesión, finalmente el hombre encuentra disfrute al igualarse de acuerdo con sus desventuras, los miserables sólo se sienten identificados con otros miserables, los pobres con otros más pobres, luchando unidos en contra de los supuestos afortunados en una batalla eterna por una posición que no van a cambiar, porque nadie quiere dejar su estatus, hasta el más desafortunado siente satisfacción en su desdicha.
Otro estallido, ahora el balón descansaba en el suelo después de rebotar en la cabeza a Catalino.
-Maricas, esta vez no se los devuelvo.
Próxima entrega 21 de febrero.
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