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—Nunca me sentí como hoy —dijo e hizo una pausa solemne, demasiado triste; empezó a recorrer la iglesia con sus ojos apagados, encontró la imagen de Macario y Concepción desconsolados, erguidos, demostrando la elegancia que tiene la resignación, vio a Onésimo con el mentón levantado con la prepotencia del vencedor, pensó en un sermón igual a todos los suyos, un comentario insulso, un mensaje etéreo, una pérdida de palabras y tiempo; cuando divisó la imagen de los féretros de las tres muchachas palideció, bajó la mirada y apretó sus dientes, la impotencia lo impulsó al vacío y mientras caía habló como nunca lo había hecho.
Una persona como yo sólo puede
defender la vida, sería un crimen que desde el púlpito diera la razón al
asesinato; una persona como yo sólo puede amar la verdad y la única verdad aquí
es el asesinato de tres señoritas víctimas de las ansias de poder, porque a eso
se reduce todo, a la necesidad de obtener el poder a costa de todo, hasta de la
vida de los demás.
Cuando veo esos féretros en
el centro de nuestra iglesia no paro de
preguntarme por qué el hombre es adicto a la muerte, por qué la usa como su mejor arma para
obtener lo que sea, ¿por qué los hijos de Andinia se tienen que devorar entre ellos?; para muchos
hay una disculpa: ¡nosotros no nos matamos, los malignos vienen de afuera!, eso
es cierto, los malignos vienen de afuera con ansias de poder a matar a
cualquiera para ganarlo y luego matar a cualquiera para conservarlo, pero ¿dónde está la gente de Andinia para defender a sus
conciudadanos?, no defenderlos es dejarlos a su suerte y a la voluntad de los
malignos, los venidos de afuera; asistir impávidos a la eliminación de la vida
es tanto como ser los gestores de esa eliminación, ¡somos tan culpables como
los de afuera por la sangre derramada en Andinia!
Pelear contra la extinción de
la vida no es fácil, siempre existe el susto a morir de un momento a otro, es
pavoroso pensar que en un segundo ya no estaremos más, pero si no nos decidimos a defender la existencia en Andinia viviremos derrotados, desilusionados, frustrados, sin
la luz suficiente para sobrevivir. Hermanos, ¿estamos vivos en Andinia o ya
fuimos derrotados?, ¡porque no hemos muerto!, al parecer sólo respiramos, pero no vivimos. ¿Qué vida puede ser dedicarnos a
lamentar en silencio la desaparición de nuestros hermanos?
¡Para mi esa no es vida! Desde
aquí les digo: es hora de recobrar la verdadera vida, no esa de desolación que
tenemos, una de valor, de felicidad, es hora de comprender que nuestro andar
por Andinia no puede ser para
contemplar el fallecimiento de todos sus habitantes, muchos en vida agazapados
en el temor a reaccionar, ni permanecer en una
incertidumbre total porque conocemos los causante del dolor de Andinia, es hora de enfrentarlos, de demostrar que amamos la
vida y el orden necesario para conservar la fuerza vital, ¡no tengamos miedo
para no dejarnos quitar nuestro poder!, el poder de ser Andinios; ¡retemos a los malignos y les aseguro que ganamos!, ¿por qué tenemos
miedo a conservar nuestro poder?, por qué si es nuestro, es de Andinia, ¡no de ellos!,
nos lo arrebataron; tomemos fuerzas y recobrémoslo, ¡Andinia es de los Andinios
y se respeta!, ¡rescatémosla de los malignos!
Hoy asistimos al fin de
tres señoritas jóvenes que vieron truncados sus deseos de existir por la
perversidad del hombre, lloramos los cuerpos de nuestras hermanas, pero si no
reaccionamos posiblemente mañana serán los nuestros. ¿Lo vamos a permitir? ¡No
señores!, tenemos que vencer el miedo. ¡Rebelémonos contra el poderío oscuro
que nos empieza a cubrir y pronto será causa de nuestro caída!, la desaparición
de Andinia en medio de una mezcla de sangre de hermanos y tierra que somos, ¡una
arcilla maldita que no puede forjar nuestro futuro! ¡Vamos a agonizar entre la
arcilla que sólo puede moldear la muerte!
Los sepelios están lleno de
dolores, este en especial tiene uno inmenso, ¡su razón!, tal vez porque no la
tiene, ¿por qué las mataron?, ¿alguien tiene una respuesta válida?, claro que no,
pero hay una forma de reivindicarlas: ¡no dejemos
morir a Andina!, ¡no permitamos que nos la arranquen de las manos!; luchemos contra los mercenarios que quieren adueñarse de nosotros, es
hora de levantar la voz, de darle sentido a estas
muertes, convirtiéndolas en el punto de inflexión para detener las injusticias y
salvaguardar la vida. Tal vez me oyen aterrados, esperando el momento del
disparo funesto sobre mi pecho, pero alguien tiene que decirlo, demostrarles a
los de afuera que Andinia debe seguir adelante, progresando como pueblo, ¡sin
miedo!
Dejemos de ser fantasmas,
espectros de un mundo sin luz perdido entre las tinieblas de nuestra aceptación
del crimen; no sólo condenemos estas muertes en privado, seamos capaces de
hacerlo en público, seamos valientes para explicar la verdad sin salirnos de
ella y excusarnos para no correr riesgos; el miedo, ese enemigo número uno de
la verdad, no puede darnos pie para mirar de soslayo los hechos y sumirnos en
la desidia general, perdamos miedo a vivir, demostremos que amamos la vida, rechacemos
la muerte; ¡reaccionemos!, no normalicemos estos crímenes,
saquemos la fuerza del alma para sorprendernos ante estos delitos, si dejamos
de sorprendernos, si convertimos a Andinia en un cementerio donde sólo puede relucir
muerte posiblemente esa fuerza del alma será imposible de sacar y nos
sumergiremos en un momento aciago cuando nos demos cuenta de su desaparición, y
entonces estaremos condenados a deambular sin sentido en un océano de mal.
Finalmente no olviden algo: la
muerte duele igual, los que se van no valen lo mismo, esa es la diferencia, ese
valor es el que aumenta el dolor.
—Hola padrecito.
—Buenas tardes Onésimo.
—Se le iba pasando la mano en ese sermón, cuidadito y alguien
se le ocurre denunciar algo, ¡usted es el único culpable!, usted puso a pensar
a estos idiotas que no deben tener miedo, ¡claro que tienen que tener miedo!,
es necesario ser cobarde en Andinia o les puede ir como a las hijas de Macario,
se las dio de valiente ya ve el resultado. Ojo, si alguien va de sapo a cualquier
parte usted se jode, ya sabe cómo tratamos a los sapos y a los agitadores en
Andinia; aunque sea nuevo vaya sabiendo que aquí hasta en la misa mandamos o
pregúntele a cualquiera en el pueblo; si sigue con la idea de hablar muy duro puede
quedarse sin voz porque los muertos no hablan. Como usted advirtió, todos estarán
esperando el disparo… ¿cómo fue que dijo?, ¡ah!, ¡sí!: funesto.
El padre lo miró con sorna y dibujó una sonrisa burlona en su
cara.
—Los sermones que le gustan son para la gente que se agacha,
pero sabe, hoy me di cuenta que puedo decir algo más y sabe qué; ¡váyase a la
mierda con sus putas amenazas!
—Cuidado con es boca padrecito, no sea grosero porque le
queda mal, no sea atrevido porque se puede morir; agradezca que el comandante
es católico y va a misa todos los domingos, por mi lo hubiera callado desde el
primer sermón.
El padre Juan siguió de lado sin despedirse, su corazón parecía salirse incontrolable de su pecho, nunca pensó una situación tan complicada en el desarrollo de su trabajo; no compartía la prohibición de callar, era un abuso de Onésimo y su gente, sin embargo, le sobraba el ímpetu y la estupidez de la juventud para no menguar sus sermones.
Pasada una semana de los servicios funerarios
Joaquín Andrade apareció en Andinia, en silencio deambuló un buen rato hasta
encontrarse con el personaje adecuado para sus intereses.
—Buenos días Joaquín, parece que las cosas no están bien —dijo Alberto Ramírez desde
una mesa donde tomaba un trago— lástima saber que sus negocios se van a perder.
Arteaga guardaba un mutismo reverente, pero
disfrutaba del encuentro.
—Don Alberto se acuerda de la propuesta que le hice hace un tiempo, ¿ha
decidido algo?
Alberto lo miró con rudeza.
—Al parecer se acabó el compromiso que lo sacaría de problemas, así es
Andinia, nadie sabe quién se va a morir en cualquier momento; supongo que por
eso vuelve con su idea insensata de venderme sus tierras.
—No se las quiero vender —aclaró, Joaquín— sólo quiero que
las reciba como hipoteca por el préstamo, no se va a arrepentir, rápidamente pongo
a producir esas tierras, le pago todo y compartimos ganancias.
—¿En serio cree que puede con eso?
—¡Estoy completamente seguro!
Alberto meditó un poco, no creía en la capacidad de Joaquín
para sacar adelante unas tierras improductivas, adicionalmente, la fama de vago
e irresponsable de joven era reconocida; el viejo Ramírez titubeó.
—Te espero en Villa Ángela la próxima semana —dijo, finalmente.
Desde la muerte de Marinela, Joaquín se cuidó de no aparecer por Luna Blanca, para fortuna suya toda la historia de su compromiso murió con ella; pero yo no quería su muerte, se consolaba al pensar en el favor recibido con aquel asesinato.
Entre tanto en Andinia pasaban los días, toda la comidilla de las muertes de las Martínez empezó a apagarse, sólo en Luna Blanca la desgracia estaba marcada en la puerta; Macario había renunciado a su candidatura, siguiendo las instrucciones de las serpientes con Onésimo al mando oculto en su papel de candidato a la alcaldía; la relación con su esposa se había deteriorado después de los acontecimientos, muchas veces le suplicó dejar de lado la locura de la alcaldía por el bien de las niñas, pero no le hizo caso, un razón suficiente para culparlo de la muerte de sus hijas, por eso decidió dejarlo, sin embargo, su casa era Luna Blanca, no era ella quien se iría, tampoco lo podía sacar de sus tierras, se contentó con negarle el perdón y expulsarlo de su habitación. Al conocerse el cuento en el pueblo pulularon los comentarios burlescos y llenos de malquerencia hacia los Martínez.
Una semana después Joaquín Arteaga apareció por Villa Ángela como
había acordado con Alberto Ramírez, el viejo no mostró ninguna emoción, su
rostro parecía sin vida; al ver al hombre parado en la puerta reconoció a un tipo muy simplón, por lo
mismo peligroso, de mucho cuidado y no se equivocaba, durante los días
siguientes a su propuesta se había dedicado a indagar por la familia Ramírez,
obteniendo algunas informaciones precisas con el fin de asegurar el éxito en el
negocio con Alberto; el asunto que más le llamó la atención fue el
distanciamiento de Teresa Ramírez y su padre, al parecer no se soportaban y la
intención de Alberto era internar a su hija.
—Don Alberto, voy a ser directo con usted —exclamó finalmente Arteaga.
—Voy a agradecer eso, no me gustan las estupideces y usted es
bueno para esas reacciones.
—Los dos tenemos problemas para resolver, lo podemos hacer
mutuamente, está claro mi necesidad: dinero para solventar mis deudas; por su
parte, según pude averiguar no vive muy contento con su hija, tiene altercados
permanentes y la quiere enviar a un internado, pero eso sería un problema
mayor, ella no lo va a aceptar, ¿cierto?
—Se nota que necesita la plata porque ha dedicado tiempo para
investigar, eso está bien, mejora su imagen, al parecer no es tan imbécil como
parece, pero un maldito interesado sí.
—Me entiende, podemos ayudarnos mutuamente.
—¿Cómo?
—Déjeme casarme con su hija, anexamos mis tierras por la
plata que me preste y me pongo al frente de la producción, yo soluciono mis
problemas económicos y usted se libra de Teresa, con eso estamos satisfechos
los dos.
Alberto dibujo una leve sonrisa en su rostro.
—¿En serio piensa que casada con usted me libro de Teresa? No
sea idiota, la única forma de lograrlo es que ella vaya a vivir a su casa y
usted no es capaz de aceptar esa tarea.
Joaquín se quedó pensativo, no contaba con esa condición; al
final reaccionó irreflexivo con un grito.
—Pues me la llevo a mi casa, creo que se puede entender muy
bien con Mauricio.
Ramiro lo observó sorprendido.
—Trato hecho, la próxima semana se casa, el mismo día va a
consumar el matrimonio a su casa y al otro día le entrego la plata. Si no es
capaz de mantener a Teresa en su casa va preferir que Mariano vuelva del
infierno a cobrarle la deuda.
—No se preocupe por eso.
—Dos cosas más: yo quiero ver a esa mujer fuera de la casa, pero sigue siendo dueña de Villa Ángela, usted no tiene nada hasta mi muerte y eso si es que Teresa no lo mata primero. Por otra parte, usted acaba de comprometerse con su vida: si deja que vuelva Teresa lo mato, si su papá toca a Teresa sin consentimiento lo mato a él y si no me entrega sus tierras, lo que fue El Lucero, los mato a los dos. ¡Entendido!
Joaquín no dijo nada, creía todo porque Alberto Ramírez era muy peligroso, ni Mariano Basante se metió con él a pesar de su poderío. Después de unos segundos asintió con la cabeza.
Esta vez el rostro pétreo de Ramiro se vio más expresivo, una
sonrisa de complacencia brilló ante la sumisión de Joaquín; estaba satisfecho
con su contrato.
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