miércoles, 18 de junio de 2025

La Marea XII

 XII 

El diluvio no paraba, todos los alrededores de Andinia estaban anegados, los caminos resumían agua sin parar saturados como estaban desde el inicio de las lluvias cuando Obdulio apareció; Catalino desde la banca de su hotel meditaba junto al padre Juan, nunca habían visto caer tanta agua desde la negrura de las alturas, al parecer el cielo quería ahogar los pecados de Andinia, a ratos parecía hacerlo con ella misma. Luna Blanca, Villa Ángela y El Lucero nadaban, sus habitantes asistían al caer interminable de los chorros grises brillantes confundidos con la niebla opaca como telón de las desgracias; en contra posición Villa Magdalena permanecía seca, a lo mejor porque Obdulio no había visitado la propiedad de su padre Mariano Basante, actualmente bajo la administración de Ramiro Andrade; finalmente iba a pasar, pero con una maldición peor a causa de una cuenta pendiente. 

En Villa Ángela las cosas no eran distintas, la lluvia redujo las labores de la finca considerablemente al punto de tener a los empleados dedicados a oficios sin importancia en las mañanas y dedicados a jugar cartas durante las tardes; el patrón de la propiedad renegaba por su encierro prolongado entre barrotes de agua alrededor de su casa impedido de cabalgar sus tierras como de costumbre; era un viejo hacendado de muy pocos amigos, gozaba del rechazo de Concepción, el desprecio de Mariano, la envidia de Mauricio Arteaga, pero era respetado y tenía toda la lealtad de su empleados. 

Vivía en Villa Ángela con sus dos hijos, unos muchachos muy disímiles entre sí; Teresa, su hija menor, una muchacha prepotente, altanera con los habitantes de la casa, presta a demostrar su aparente superioridad sobre los empleados y una absurda gana de hacer cuanto le venía en gana; por otra parte estaba Germán, un joven de delicadas maneras digno de recibir un sentimiento de amistad real, firme con sus amigos en cualquier circunstancias, dispuesto a consolar a su hermana siempre en eterno conflicto con su padre e incondicional cuando Dioselina Martínez demandaba su protección; no sentía la necesidad del poder total de su progenitor ni el mando como su hermana, menos demostraba interés por ser el futuro capataz de sus tierras, aun así Alberto lo prefería. 

Se había convertido en el mejor amigo de Dioselina después del estropicio de su vida, la muchacha vivía en soledad hasta la aparición del jovencito Ramírez, un evento liberador para una muchacha golpeada por infinidad de males, el chico logró el milagro de sacarle una sonrisa, esquiva al principio, pero finalmente reforzada con vitalidad; para Concepción fue un suceso tranquilizador, sin embargo, no dejaba de causarle preocupación la procedencia del muchacho, hijo mayor de Alberto Ramírez quien no gozaba de mucha empatía en Luna Blanca. Por su parte el viejo tampoco veía con buenos ojos el ingreso de Germán en la casa de los Martínez con quien alguna vez quiso hacer negocios sin buenos resultados. 

Rápidamente se creó un vínculo especial entre los dos jóvenes, Germán la acompañaba diariamente, escuchando con paciencia los vericuetos de Dioselina sin incluir comentarios, un verdadero confidente hasta cuando logró darle un viraje a la conversación, desde ese momento iniciaron pláticas banales cortadas por risas sin sentido; la amistad entre los muchachos se hizo entrañable, sin embargo, hay mujeres que arrastran una verdadera maldición: sucumbir ante la confusión de sus amigos, el primer paso para el fin de una amistad; Germán no duró mucho tiempo antes de enamorarse de ella, la misma desgracia sufrida con Obdulio, pero esta vez acentuada por un remordimiento indescifrable, creyéndose culpable de su desaparición por haberlo ignorado. 

Todas las tardes hacían su paseo acostumbrado, hablaban sin parar, a la vez no decían nada como si guardaran el momento preciso para decirlo todo sin palabras; a pesar del miedo Dioselina se dejó caer en la maraña del enamoramiento e intentó hacerlo con sinceridad, aunque realmente la movía la angustia de ser incapaz de amar; primero Obdulio, ahora Germán prendados y ella sin descubrir por lo menos una emoción de apego hacia ellos. 

Aquella tarde habían salido a pasear solos por el tranquilo camino de Luna Blanca al lado de una pequeño riachuelo escondido en medio de un bosque de ciprés, el agua salpicaba con gracia, las piedras formaban una barrera a su paso, creando coquetos remolinos blancos por la espuma deliciosa que se formaba sobre ellos; andaban con los brazos sueltos con un movimiento acompasado como un péndulo coqueto acercándose entre sí; de pronto un movimiento imprevisto produjo un rose de los dedos, se vieron delicadamente en búsqueda de respuestas en el otro, finalmente un impulso inesperado los llevó a tomarse de las manos; el joven un poco más bajo se erguía para quedar a su altura, ella se mantenía imperturbable a la vez temerosa con su delgada figura erizada y sus delineadas curvas temblorosas por la incertidumbre del paso siguiente, sumida en el marasmo de la duda donde sucumbía en medio del encanto del momento; aun así el frenesí no se detuvo, sintió a su amigo acercase a ella, presionando sus senos con el cuerpo cálido y agitado, extasiado en aquel acto nuevo e inentendible, pero dichoso; ante las dudas de la razón el instinto se convirtió en su cómplice para guiarlos en su devaneo: inconscientemente acercaron los rostros más de lo pensado, sintieron el aire expulsado por sus fosas nasales aceleradas como pequeños fuelles convulsos, con algo de vacilación inclinaron la cabeza, juntaron sus labios, al principio cerrados, poco a poco dispuestas al goce desconocido durante el tiempo suficiente para confirmar los temores; de pronto se separó bruscamente, interpuso sus manos entre los dos y con la cabeza inclinada echó a correr. 

Alberto maldecía constantemente la amistad de Germán con la niña Diose, hallaba en esa relación una especie de traición; él siempre había deseado apoderarse de Luna Blanca, entrar a ella como su único dueño sin lograrlo, ahora tronaba de la furia al ver a su hijo recibido en la parte externa de la casa como un simple visitante, sin la importancia merecida por su origen. 

Aunque el muchacho parecía complacido con las visitas a la señorita de un momento a otro algo pasó y se alejó de Luna Blanca, un suceso tranquilizante para el viejo convencido de recuperar a su hijo para enseñarle a ser el amo de sus tierras y hacerse respetar de gente como Dioselina Martínez; sin embargo, algo desconcertante para Alberto se vislumbró en Germán, un cambio radical insospechado: se había vuelto desconfiado, irascible sin razón alguna y mucho más lejano de él, adicionalmente desaparecía días enteros encerrado en la cantina de Jovita, malgastando la plata de la finca; a pesar de todo, el viejo prefería esa nueva personalidad de su hijo a la amistad con Dioselina, algo que lo amargó el resto de su vida porque entonces fue cuando hombres desconocidos se lo llevaron. 

El viejo Ramírez siempre culpó a Obdulio Basante pues el secuestro coincidió con su aparición como muchos de los crímenes perpetrados en esa época, en todo caso, nunca se aclaró la identidad de los responsables, simplemente desaparecieron sin rastro alguno; una vez acaecido el hecho Alberto dejó de administrar Villa Ángela y no se fue a pique por la tenacidad de Miguel, su mayordomo, quien asumió la responsabilidad sin defraudar a su jefe. Para Teresa el asunto fue más complicado, se sumió en intensos delirios implorando por la aparición de su hermano; durante mucho tiempo ardió en fiebre, gritaba constantemente a todos, exigía sin medirse en su locura que la llevaran a Villa Ángela hasta el día de su escape cuando como una fiera se enfrentó a Joaquín Arteaga, dejándolo adolorido por los rasguños y mordiscos; el pobre hombre intentó esconderse aturdido por miedo a la amenaza del viejo: moriría si no entregaba El Lucero e igual si no mantenía a Teresa en su casa: no había cumplido ninguna. 

Cuando Alberto Ramírez se enteró del regreso de su hija no dudó un segundo en armarse; desde ese día llevaba su pistola al cinto.

—¿Qué haces aquí?, no te das cuenta que por culpa tuya voy a matar a Arteaga.

—Eso me importa un carajo, por mí puedes matarlo en este instante y de haces lo mismo con el papá.

Alberto se reía.

—Del viejo no te preocupes, apenas tenga un pretexto lo mato, con él tenemos cuentas pendientes de hace mucho tiempo, pero a tu marido, ese pobre diablo me da lástima, a lo mejor no pueda.

—Te da miedo acabar con Joaquín.

—Miedo no, vergüenza, un pobre diablo como ese merece la muerte, pero no que lo maten. 

El viejo permanecía encerrado la mayor parte del tiempo, cuando decidía salir a pesar de la lluvia cabalgaba de un lugar a otro en un hermoso caballo negro; amaba a estos animales, parecían darle tranquilidad. A Teresa, ni siquiera su regreso a Villa Ángela la había apaciguado; a ratos se comportaba peor, especialmente en presencia de su marido quien permanecía amenazado todo el tiempo por Alberto con el revólver en el cinto, por su esposa a causa de su embarazo con insultos aberrantes; toda la parafernalia violenta de los Ramírez era una forma de desahogarse por la pérdida de Germán, nunca se imaginaron sufrir tanto la ausencia de alguien, ellos que se preciaban de indestructibles. 

La hija menor de Alberto siempre fue una muchacha complicada, detestaba salir a Andinia, sólo lo hacía en un asunto extremo igual que su padre, pero después de la noticia del secuestro se aisló totalmente en la desesperante casa de El Lucero, por eso decidió volver a Villa Ángela para condenarse en la casa paterna por sus maldiciones: la pérdida de su hermano, su matrimonio frustrado, su embarazo indeseado, su deseo necio de quitarse la vida y su cobardía absoluta para llevarlo a cabo. 

Para completar la tensa situación Alberto encontró en el hijo de Teresa su único heredero, el viejo se obsesionó con su futuro nieto al punto de condicionar su nacimiento: tenía que ser un varón para que el apellido Ramírez prevaleciera; perturbado como estaba hizo firmar a Joaquín, padre de la criatura, un contrato con una cláusula inquebrantable so pena de el más allá para dejar como primer apellido Ramírez si era hombre. 

La víspera del nacimiento corrió un rumor por toda Andinia entrada la tarde por eso no se supo nada en Villa Ángela; al día siguiente Miguel madrugó para hacer unas compras urgentes, el joven pronto llegó a la parque de Andinia donde encontró un gran número de pobladores formados en un círculo mal delineado agitados en medio de comentarios y un barullo descomunal, cuando entró en el redondel de chismosos se hizo un silencio abrumador; el mayordomo de Villa Ángela finalmente llegó al centro del desfigurado círculo, ahí sintió su alma remordida por las imágenes dolorosas sin entender por qué había tanta maldad en la gente de Andinia; los observó con bronca, su estúpido silencio hacía más perversa la escena, se acomodó el sombrero y corrió a su caballo.

—Ese es el mayordomo de Alberto Ramírez —repetían algunos— él tendrá que dar la noticia al viejo.

—¡A un lado! —gritó Miguel, empujando a todos para salir a toda prisa; se apartó de grupo para montar su caballo, la noticia que llevaba era dura, para bien o para mal le correspondía contarla. Alberto aguardaba en su casa como todos los días; Andinia entera se quedó a la espera de la consumación de la historia, nadie iba a moverse de donde se había instalado, ¿quién iba a perderse esa historia?, por muchos años sería recordada y recontada. 

—¡Clemencia! ¡Clemencia! —llamaba desesperadamente Teresa a la hermana de Joaquín, instalada en Villa Ángela para cuidar del embarazo de la mujer.

Lentamente se dirigía al cuarto de su cuñada una mujer alta, robusta, de gran espalda, con caminar aparentemente dubitativo como si la inundara la turbación, aunque en realidad era muy segura de sí misma a pesar de su abandonada existencia de solterona solitaria y abatida, vivía sin darle importancia a la vida, no se mostraba simpática ante nadie, en especial con Teresa con quién protagonizaba peleas continuas como entes posesos; las dos mujeres se necesitaban, compartían su soledad, las hacía desesperantes, patéticas, inconscientemente ávidas de cariño e incapaces de buscar compañía, de alguna forma eran iguales por eso se necesitaban. No hay mayor empatía que la de los necesitados y los estúpidos, por eso hay tanta solidaridad entre los pobres. 

—Maldita vieja desagraciada, ¿dónde estás?

—Qué quiere Teresa —interrogó, su cuñada, con descomedimiento mal disimulado, recostada sobre la puerta.

—La necesito junto a mí; ¡le ordeno que no salga de este maldito cuarto hasta que no haya nacido mi hijo!, ¿entendido? —Teresa trataba de acomodarse en la cama para comer el desayuno servido unos minutos atrás—. ¿Entendido? —gritó. 

De pronto el patio se convulsionó.

—¡Don Alberto! ¡Don Alberto! —gritó Miguel desde su caballo; los cascos del animal retumbaban en el empedrado del patio remojado por los grandes chorros de agua caídos del cielo desde la desaparición de Germán.

Teresa se incomodó por el escándalo, después sin piedad por la vajilla lanzó los platos a un lado de la habitación y miró con furia a Clemencia.

—¡Maldición, aquí no se puede desayunar con tranquilidad! —aulló; se había enterrado en las cobijas hasta la cabeza— ¿qué diablos hace ahí parada?, ¿por qué no averigua a qué se debe el alboroto?

Clemencia yacía como estatua en una de las esquinas del cuarto, la más cercana a la ventana desde donde podía contemplar todo; no creyó necesario moverse.

—¡Me ordeno que no saliera del cuarto hasta el nacimiento de su mal…!

—¡Maldita vieja!, ¡vaya y pregunte! —vociferó Teresa; había sacado la cabeza de entre las cobijas, miraba con fijeza a su cuñada mientras la solterona parecía afrontarla en silencio sin inmutarse; en ese preciso momento una contracción hizo estremecerse a la rabiosa mujer; Clemencia sonrió para sus adentros, disfrutaba los males de la muchacha en especial porque sentía un desastre próximo.

El patio se había llenado de empleados ante los llamados insistentes de Miguel.

—¿Qué diablos pasa? —preguntó algo contrariado el viejo Ramírez— bájese de ese maldito caballo y venga o espera que me vaya a mojar con esta puta agua.

—¡Es su hijo! —alcanzó a decir Miguel.

El brioso caballo golpeaba el empedrado en su ir y venir agitado y rebelde.

—Don Alberto esta mañana salí en busca de los insumos para lote del lago y un tumulto me recibió en la plaza de Andinia —trataba de explicar Miguel ahogado por la ansiedad.

—¿Y eso qué me importa a mí?, ¡ese maldito pueblo siempre está lleno de chismosos!

El caballo de Miguel ya se encabritaba; Clemencia llegó a escuchar la noticia.

—Señor… —dijo Miguel; llenó de aire sus pulmones, alimentando sus fuerzas para continuar— entré en el tumulto de gente todos me señalaban… cuando logré llegar al centro encontré…

Miguel era un mulato fuerte, muy aguerrido, pero no encontraba ni la forma ni el ímpetu necesario para completar la noticia; volvió a respirar, ajustó los puños y lanzó la última embestida.

—Encontré cinco hombres entre los que estaba su hijo Germán…

—¿Cómo?, no entiendo —exclamó Alberto de forma brusca con un pálpito que no quería confirmar.

—¡Señor, están muertos, ejecutados!, ¡cada uno tenía un disparo en la cabeza!

Miguel no dijo más, tampoco podía, la muerte es un peso que no se puede llevar en vida. 

Nadie en el patio se atrevió a murmurar una sola palabra. Alberto había seguido la historia de forma inusual con interés poco común en él; los días anteriores sólo había renegado y juzgado a Germán, ahora estaba muerto, el frío recorrió su cuerpo, respiraba con cortes involuntarios, después de lo dicho no podría pedir perdón; tenía el pecho henchido, dolorido, rabioso consigo mismo. La vida le cobraba su falta de prudencia; lo sabía, lo aceptaba, maldecía en silencio.

De pronto levantó la cabeza, respirando profundamente.

—¡Miguel, mi caballo! —ordenó de pronto.

Esperó con impaciencia la llegada del animal; todo era mentira, era imposible, su hijo más querido no podía morir de esa forma. 

Con las marcas del arrepentimiento en el ceño salió al patio sin importarle el líquido derramado desde las alturas; se había demacrado ante la noticia, bajo el agua revelaba un gesto delirante llenó de ira, el odio en su estado natural. Montó sin su acostumbrado sombrero y sin detenerse recorrió la distancia de sus tierras a la plaza de Andinia más rápido que nunca, Miguel no pudo alcanzarlo, se limitó a seguirlo; conocía a Alberto Ramírez, seguro la muerte de Germán desataría sangre entre los habitantes del poblado. 

La entrada del pueblo fue estremecida por disparos, en el parque todo se presentía: Alberto Ramírez no iba a dejar impune la muerte de su hijo, la justicia en sus manos sería inmediata; tres disparos más se escucharon antes que la silueta de Alberto Ramírez al lomo de un hermoso animal se dibujara ante todos. La ley era de quien la tomara en sus manos, ahora Ramírez la tenía.

—¿Quién mató a mi hijo? —preguntó; apuntaba sobre la cabeza del comandante de policía.

—No sé —respondió éste sin alterarse— ¿a quién le debías?, ¿a quién le debía tu hijo?

—¿Quién? —insistió con voz terrible— ¡si llego a saber que fueron las serpientes negras mato al alcalde!

—Él no tiene nada que ver en esto.

—Si no fue él, fue su gran amigo Obdulio —dijo y se dirigió a la alcaldía; cuando llegó gritó a Onésimo, después a Obdulio, pero ninguno salió— cobardes, ¡ahora no quieren dar la cara!

Antes de retirarse vio a una pareja con los ojos pegados en él, con miedo por el desenlace.

—¿Donde está tu amante?

—¿Y quién es mi amante?

—Acepto que eres atrevida, seguramente por eso le gustas a Onésimo.

Alberto empezó a reírse como si estuviera endemoniado, se agachó para hablar cerca de la pareja y se dirigió al joven.

—Necesito que me hagas un favor —dijo pausado— le dices a tu jefe que lo voy a buscar y lo voy a matar aunque sea en el mismo infierno, y para que me crea le dejo una muestra.

Se irguió sobre su caballo, sacó su pistola y perforó la cabeza de la muchacha; el joven brincaba espantado a su lado, evitando ver el cuerpo ensangrentado.

Nadie rechistó una palabra.

—¡Usted no tiene ninguna razón para reclamar la muerte de un hijo que maldijo! —exclamó una vieja en medio del tumulto; Alberto la miró, se acercó a ella, la contempló, buscaba en su rostro la respuesta de una pregunta no hecha, respiró profundo, apuntó a su cabeza y le disparó: el cuerpo cayó sin vida.

—¡No más Ramírez! —gritó el comandante policía con severidad— recoja a su hijo y váyase, ¡no quiero más problemas!, con dos muertas tengo suficiente, ya sabe que no hay quien pague esos entierros por eso construimos esa fosa detrás de la estación, pero ya está casi llena; ¡váyase antes que llegue Onésimo!, no convierta a Andinia en un campo de batalla, ya mataron a su hijo, entiérrelo, es lo mejor que puede hacer por él; otro día viene y mata a quien quiera, ¡pero hoy no!

— ¿Alguien más tiene algo que decir? —preguntó, Alberto, antes de bajar del animal.

El parque mantuvo su mutismo, solamente los chorros de agua agitaban el ambiente. 

Alberto Ramírez se acercó al círculo de curiosos, quienes lo miraban poco a poco se hicieron a un lado, le dieron paso; con caminar cansino se acercó al cuerpo de Germán, se detuvo a su lado, varios minutos se quedó quieto como si no entendiera los hechos entre aparentes sollozos, pero en Andinia el agua a chorros ocultaba los sentimientos más humanos de aquellas fieras a punto de atacar; el remordimiento se había apoderado de su alma

—Los dejaron anoche, no se reconoció a nadie, ya estaba oscuro —dijo el comandante de policía.

Alberto no contestó nada, ni siquiera lo alzó a mirar, seguía con sus ojos fijos en el cadáver de su hijo, resistía ensimismado por haberlo condenado sin razón.

—¿Cierto me vas a matar si descubres que fueron las serpientes negras?

El viejo levantó su mirada, iracundo recorrió el cuerpo del alcalde de arriba abajo con odio, un odio recubierto de locura infernal y virulenta, pero se quedó perturbado, la imagen de su hijo muerto no le permitía reaccionar.

—Un día de estos —murmuró. 

El viejo Ramírez tomó el cuerpo de su hijo en sus brazos, los chorros habían mojado las caras de los presentes, si lloraba no era notorio; en ese momento algo extraño sucedió: por primera vez en Andinia todos podían llorar por un muerto porque las lágrimas quedaban escondidas por el líquido derramado desde el cielo. El viejo Ramírez con un dolor inmenso en su pecho se dirigió a sus tierras, Miguel después de tomar las riendas de los dos animales marchó al lado de su patrón en un traslado donde sólo estaban invitados el arrepentimiento, la tristeza, Miguel y los caballos. A nadie en Andinia se le ocurrió seguirlos. 

Mucho tiempo transcurrió antes de la llegada a Villa Ángela; Alberto deposito el cadáver de su hijo con las últimas fuerzas en medio de la sala, pero eso no lo detuvo para salir; inconscientemente buscaba liberarse de la rabia incrustada en su interior, tenía la idea fija en su cabeza de no dejar nada al azar cuando la muerte lo rescatara del suplicio por la ausencia de su hijo; solamente habló con Miguel en privado, después tomó las riendas de su caballo y miró a todos antes de montar.

—Cuando vuelva quiero que el cuerpo de Germán esté bien arreglado, el ataúd debe ser el mejor, no quiero gente extraña, nada de velorios públicos, el dolor es mío, no lo voy a compartir con ningún desgraciado —dijo desde lo alto de su caballo—. ¡Si encuentro a alguien desconocido dentro de la casa lo mato! —miró con severidad a su derredor, cargó su escopeta y azotó la brillante piel del animal. 

Miguel en silencio aceptó cumplir las órdenes de su patrón con un asentimiento respetuoso de su cabeza; Alberto aún conservaba el respeto de sus empleados, algo entendible porque a pesar de ser un hombre bárbaro, a juicio de todos en Villa Ángela era justo. 

Ramírez tenía un punto máximo de soberbia, sin embargo, podía más el arrepentimiento, no había orgullo que le permitiera ser indiferente a la muerte de su hijo preferido.

—¡Se van a arrepentir!: cualquier sospecho del bando que sea, voy a acabar con todos los que me deben algo en este maldito pueblo —gritó.

Joaquín tembló. 

Partió en una alocada carrera que sólo el horizonte interrumpió, los disparos se escuchaban, su ejecutor desapareció; Miguel entró en la casa y dio a conocer las órdenes dejadas por Alberto Ramírez; dos mujeres se aprestaron a cumplir en medio de un mutismo fúnebre y respetuoso. 

De pronto una bala surcó el aire como aviso de la llegada del cobrador de su deuda, las puertas se abrieron de par en par empujadas con la fuerza sobrehumana del rencor.

—¿Qué mierda está pasando?

Cuando apareció la silueta de Ramiro todo tuvo sentido, el viejo Mauricio estaba borracho y no le dio importancia a la entrada del fantasma.

—Pero si es mi amigo Alberto Ramírez, el temido Alberto Ramírez; ya me enteré de tu desgracia, ¿por qué se mueren los muchachos?, nosotros estamos viejos, estorbamos en este mundo, deberíamos de ser nosotros los condenados.

—No te preocupes, se va a cumplir tu deseo.

—¡Oh, claro!, me dijeron que vas a vengarte de todos en Andinia, pero te recuerdo que yo no soy nadie en este maldito pueblo, ¿a quién le va importar si vivo o muerto?

—Tienes razón, a nadie; por eso primero voy a cobrar mi deuda, después veremos que inventan en el pueblo.

—Me imaginé que se trataba de eso, la razón para mi final; pero sabes que hay algo curioso en todo esto: mi hijo Joaquín es un imbécil, pero nos está usando a los dos, a mí al negociar mis tierras, a ti guiándote a que me mates; siempre supe que me deseaba un final trágico y vergonzoso, ¡maldito desgraciado, lo logró!, voy a morir borracho con la bala de un enceguecido por la venganza, dos espectros irracionales que nunca encontraron otra forma de solucionar las cosas; de todos modos te propongo algo: te devuelvo a tu hija sana y salva del cuerpo, de su locura no respondo yo, supongo que es genética; por tu parte dejas mis tierras improductivas quietas, es más, te cedo la parte de Joaquín, puedes tomar posesión de ella cuando le vuele los sesos a ese desgraciado, y los dos quedamos contentos.

—No vine por mi hija, ella ya está en la casa, el cobarde de tu hijo no la pudo tener acá mucho tiempo, ¡vengo por lo que es mío!; por el idiota de tu hijo no te preocupes, seguramente Teresa se libra de él más rápido de lo pensado.

Mauricio se rio, tomó la botella y la alzó para tomar la mayor parte del líquido que contenía.

—Salud Alberto, lástima que no pudimos hacer negocios, es tu hora…

Nuevos disparos recorrieron la vetusta casa, la deuda estaba cancelada, El Lucero ya era de Alberto Ramírez.

domingo, 8 de junio de 2025

La Marea XI

 XI 

Los días habían transcurrido grises, un viento helado quemaba los labios de los habitantes de Andinia, las pocas luces del cielo se apagaban ocultas por una nubosidad gris oscura; la supersticiones empezaron a rodar por el pueblo, unos le echaban la culpa al demonio y otros daban por hecho la mano divina, en todo caso estaban de acuerdo en el mal presagio al ver el cielo con un aspecto tan lúgubre.

—Algo malo viene —dijo Gumercinda con voz ceremoniosa contraria a su pequeña y gruesa figura.

—Chiquilla loca, ¿qué sabes de males? —comentó, el padre Juan.

—Padre, esa niña es hija de una bruja; está viva gracias a doña Concepción, pero hay que tenerle miedo, ni en Luna Blanca se sanó, sigue siendo hija de la bruja que se murió en la calle, abrazando a su hijo.

El padre sonrió ante las palabras del tendero, no lograba comprender si era exageración o mala voluntad con la niña; al tiempo Gumercinda miraba con ojos de profunda molestia a Catalino.

—No exagere amigo.

—No exagero, si dice esas cosas es mejor creerle.

—Nada de brujas, usted es un supersticioso Catalino; ya verá que es un invento infantil.

—Si usted lo dice padre —exclamó, Catalino con desconfianza, ocultando su cara detrás del mostrador para evitar la mirada de la niña.

—Padrecito, créame, el cielo no se oscurece tanto por nada, algo viene… una gran tempestad que va a lavar los pecados de Andinia —agregó, Gumercianda, aparentemente distraída.

—Pareces vieja hablando así, mejor deja las tonterías y el domingo te espero en la misa para confesarte, tu problema es que vives en pecado por eso hablas tantas tonterías. 

Los días continuaron imperturbables, una aburrida cotidianidad desbordaba la realidad del pueblo azotado por un viento cada vez era más helado, envuelto en una calma dudosa. 

Inmediatamente se realizó el matrimonio Teresa salió de Villa Ángela escoltada por su padre por si acaso Joaquín se atrevía a incumplir la primera parte de su trato; una vez la mujer puso un pie en la destartalada casa empezó una perorata fastidiosa, en ese momento Joaquín entendió las razones del viejo para librarse de la muchacha, muy tarde para arrepentirse; por su parte Mauricio parecía feliz con la nueva inquilina, celebraba cada grito y aplaudía cuando se cruzaba con su nuera.

—¡Ese es mi hijo! No me imaginé que serías capaz de casarte con esta loca, tienes mi admiración; además de estar mal de la cabeza es bonita, eso es lo mejor, ¡bravo hijo! Claro que no te augurio mucho tiempo de vida, esa mujer nació para ser viuda, es una demente, y si te tiene que matarte para eso no lo va dudar. 

Joaquín trataba de sobrevivir entre gritos y toda clase de imprecaciones por ello permanecía fuera de la casa el mayor tiempo posible sin saber que era peor: los gritos de su mujer trastornada o los comentarios de su padre alchólico, por eso había dejado a su hermana a cargo de Teresa. 

—Clemencia tienes que ocuparte de esta gritona —le dijo al día siguiente de la llegada.

—Usted se casó con ella —comento la vieja con distraimiento; Joaquín se enfureció.

—Maldita bruja, tienes dos opciones: la cuidas o te largas.

Clemencia era muy temerosa y débil para enfrentarse a su hermano por eso terminó aceptando el encargo. 

La otrora gran propiedad de doña Lucero Rosas se había convertido en un asilo de desquiciados; Joaquín huía apenas se presentaba la oportunidad, aunque el clima cada vez más recio de Andinia iba en contra de su voluntad; prefiero aguantar este puta frio de mierda que a ese par de locos, decía en la tienda de Catalino cuando iba a tomar un aguardiente; de cualquier forma la perturbación de sus familiares era llevadera si no fuera por una cuestión preocupante: no había cumplido la segunda parte de su trato con Alberto Ramírez; hasta ese momento El Lucero seguía a nombre de los Arteaga dada la extremada necedad de Mauricio. Nos van a matar si no entregamos esas tierras, yo me comprometí con el viejo, le trataba de explicar Joaquín a su padre; ¡a mí qué me importan tus negocios!, que venga ese viejo cabrón para enseñarle de lo que somos capaces los Arteaga, respondía Mauricio borracho tirado en su sala maloliente. 

Aparte de las convulsas relaciones en El Lucero la paz perecía durar más de lo sospechado en Andinia, ni un solo disparo reventó después de las Martínez, algo peligroso en un pueblo determinado a escribir su historia con sangre, una pausa preocupante, un tiempo abúlico, un frio insoportable, un preludió tenebroso. 

—¡Catalino!, ¡Catalino! —entró, gritando un muchacho perseguido por un fuerte ventarrón y un escándalo de grandes gotas sobre los árboles del parque— ¿¡adivine!?

—¡Quién dijo que soy adivino!

—¡Adivine quién apareció!

—¡Maldita sea, que no soy adivino!, si no hubiera sabido que de este lado hay una gotera tan grande que me va a inundar la cocina.

—Para lo que la usa —comentó, el muchacho; Catalino frunció su cara.

El chico noto el malestar del tendero y disimuló, pero no pudo quedarse callado con la noticia que llevaba.

—¡Obdulio! —susurró misterioso; Catalino juntó las cejas, interrogando al muchacho con su gesto— el desaparecido hijo cobarde de don Mariano Basante —completó solemnemente con aire de importancia. Catalino quedó de una sola pieza, pensaba que nunca más escucharía ese nombre en Andiniaahora vamos a saber si se fue por cobardía.

—Y usted qué piensa muchachito. 

Catalino no había terminado la pregunta cuando el chico había desaparecido en la oscuridad de la cocina; entre tanto un hombre fornido, de tez intensamente trigueña, ojos chispeantes y algunas arrugas resaltadas por la acción del sol sobre su cara se paró frente al mostrador; el tendero guardó silencio sin temor alguno acostumbrado como estaba a ese tipo de apariciones, la hija de la bruja tenía razón, pensó. Obdulio se veía acabado, la apariencia juvenil de dos años atrás había desaparecido, en su cara se notaba sufrimiento y especialmente rencor; su entrada lóbrega produjo en el muchacho del chisme un terrible escalofrío, de inmediato saltó sobre el piso para esconderse con el pretexto de revisar la gotera sin responder nada sobre el tipo atemorizante que se acomodó a su lado.

—Deme algo de tomar, Catalino —exigió— parece que nada ha cambiado, chismosos y cobardes —dijo, alzando la voz para que el muchacho lo escuchara— sólo esta maldita lluvia que me ha perseguido todo el camino es nueva para mí, antes de irme en este pueblo sólo había polvo volando por todas partes. 

Era cierto, Andinia se caracteriza por pocas lluvias fustigada continuamente por el bochorno producido por la mezcla del calor y una exótica humedad que nunca se supo de donde salía, culpable del mal secado de la ropa de sus habitantes olorosos al rancio de la tela sudorosa y húmeda; a pesar de esa aparente sequía las nubes negras de las últimas semanas presagiaban borrascas, pero no como se esperaban, con grandes gotas como en la gran tormenta que casi acaba con Andinia, esta vez fue diferente, las inmensas gotas encharcaron todo el pueblo en poco tiempo y se disiparon para alivio de los pobladores, sin embargo, después de un gran ventarrón volvieron a caer lentamente, creciendo hasta convertirse en chorros que dejaron a Andinia completamente empantanada.

—Maldita sea, llevo tres días aquí y no he visto el sol ni un minuto, sólo llueve y llueve —renegaba, Obdulio— ¡llueve por chorros en este jodido pueblo!, yo sabía que estaba maldito, pero parece que han empeorado las cosas.

—¡Eso cree! —gritó, el cura cuando entró en el hotel de Catalino.

—Hola padre Juan, ¡todavía sigue vivo!, qué sorpresa —respondió, Obdulio con sorna marcada.

—Obdulio, aunque le moleste sigo vivo igual que usted; y de sorpresas debo hablar yo, nadie se imaginó volverlo a ver —explicó, el padre muy divertido— por cierto, le voy a decir algo: se nota que lo ha acabado su estancia por otros lados, tiene la piel quemada por el sol y los ojos malignos por el pecado; ¿se ha confesado?, si quiere acérquese a la iglesia para ayudarlo, le aseguro que después de quitarse el peso de sus delitos le suavizará el rostro.

Obdulio soltó una risa estridente.

—Váyase a la mierda padre, como estoy me siento bien, el mejor hombre es el que carga sus delitos sin temor, ¿sabía eso padre Juan?, lo único que quiero es que pare esta lluvia.

El padre no dijo nada, dio media vuelta para ocupar la banca de madera instalada recientemente por Catalino frente a su tienda y se limitó a hablar de banalidades con el tendero mientras contemplaba los chorros que caían del cielo. 

Obdulio aguantó un día más antes de decidirse, no iba a aplazar más la visita planeada para su regreso; se cubrió con un plástico viejo descubierto en el patio del hotel para evitar algo los chorros pesados e incesantes emanados del cielo, después tomó camino de Luna Blanca sin dejarse notar en el hotel temeroso de su encuentro con el pasado; mientras avanzaba observó la carretera totalmente seca, al parecer no había llovido por Luna Blanca, sin embargo, al voltear notó con molestia las primeras gotas mezclarse con el polvo de la rúa en su aparatosa caída, por eso no dejó su plástico; el cielo se fue oscureciendo, el viento era cada vez más helado. Al aproximarse observó a Gumercinda concentrada en el movimiento de las nubes oscuras sobre su cabeza, es mal augurio, meditaba sin darse cuenta del arribo del muchacho, al verlo corrió asustada a un establo abandonado a un costado de la casa.

—Buenas tardes Gumercida —alcanzo a decir el joven antes del escape de la niña.

En ese momento apareció Concepción con intenciones de llamar a la huidiza muchacha y se encontró con Obdulio; al verlo se indignó.

—¿Qué diablos hace aquí?, por culpa de su papá las serpientes entraron y mataron a mis niñas, largo de aquí, usted es una desgracia para esta familia —aulló grotesca— y tenga en cuenta algo, no volverá a ser amigo de Dioselina, tiene que matarme primero antes de que eso pase.

La maldición en Andinia era inconmensurable, si bien es cierto nunca volvió a ser amigo de la muchacha si supo de la muerte de Concepción con cierto rasgo de complicidad en su mirada. 

La bulla fue tremenda, los empleados salieron atropellados a averiguar la causa, detrás de ellos apareció Dioselina; Obdulio quedó admirado de su belleza, era mayor de lo que recordaba. Ella lo miró en silencio aparentemente perdida en meditaciones.

—Váyase —insistió, Concepción, con un tono destemplado e histérico.

—Bueno, pero primero quiero hablar con Dioselina.

La muchacha al ver la escena intentó calmar a su madre, con voz dulce la convenció de retirarse junto con los empleados y se dirigió al encuentro con Obdulio.

—Hola —dijo con una melodiosa y a la vez severa entonación.

—Hola Dioselina, ¿cómo estás?

—¿Dónde te metiste todo este tiempo?

—De eso quiero hablarte, debo explicarte varias cosas, yo no quería dejarte, fue un error —intentaba aclarar, pero se enredaba en ideas sueltas sin concretar nada— quiero que sepas que mientras estuve lejos no dejé de pensar ni un momento en ti, mi único plan era regresar a verte para que seas feliz.

—Ahora no importa —balbuceó, Dioselina— mucho tiempo me dejaste sola sin dar señal ni explicar la razón, te extrañé muchos días, pero al fin pude superarlo. 

Durante un buen rato los dos intentaron convencerse mutuamente de los errores, de las decisiones, de la realidad; sin embargo, lo único cierto para Dioselina era el final de su amistad. Obdulio insistió de todas las formas, intentó explicar sus actos con disculpas, confesiones y finalmente con gritos; Dioselina no aguantó más, se internó en la casa, caminando aprisa. 

Devastado salió de Luna Blanca con la cabeza gacha, el mentón clavado en su pecho y una brillo extraño en su cara, a lo mejor el odio naciente en su corazón; me las vas a pagar maldita no importa el tiempo, ya verás. Cuando alzó su rostro empezaron a caer las primeras gotas sobre Luna Blanca, pronto engrosaron, convirtiéndose en chorros; Andinia nunca supo si Obdulio Basante lloró, de haber brotado llanto de sus ojos el agua caída del cielo lo limpió sin dejar rastro de las únicas lágrimas que derramó en su vida. 

Desde ese momento siguió lloviendo todos los días y las noches de Andinia; pasado un mes todos parecieron acoplarse al nuevo clima y salvo la vestimenta alterada por las inclemencias del tiempo todo volvió a la normalidad; la basura aún se esparcía por todo el pueblo sin el impulso del viento porque ahora navegaba en los profundos boquetes ocasionados por las corriente de agua en las calles, los niños volvieron a sus andanzas, los días de mercado reanudaron su actividad abarrotados de fantasmas que desaparecían el resto de la semana y la tienda de Catalino se volvió a llenar. 

Obdulio Basante había entablado amistad estrecha con Onésimo, se divertían juntos cuando pasaban a saltos los charcos de la calle en dirección de la tienda para comprar el trago de sus borracheras en la alcaldía, planeaban toda clase de malabares malignos, conspiraban con su cabeza anegada en alcohol, pensando en una venganza conjunta sobre Andinia; de esa manera Obdulio se enteró la de relación sostenida por Germán Ramírez y Dioselina Martínez durante su ausencia. Onésimo, creo que es hora de empezar mi venganza. 

Unos día después Andinia se sintió estremecida por terribles noticias, el fin de la tranquilidad era inminente; hombres bien armados entraron en la cantina de Jovita para llevarse a varios muchachos, entre ellos Germán Ramírez quien compartía con cuatro amigos, todos fueron conducidos fuera del pueblo con senderó desconocido, nadie pudo ver hacia donde, los chorros de agua y la oscuridad del cielo limitaban la vista; en ese momento los cielos de Villa Ángela se oscurecieron y grandes cantidades de agua emanaron de lo alto para inundar las tierras de Alberto Ramírez.

—¿Qué diablos está pasando?, ¿por qué tanto escándalo?

—Señor, las lluvias de Andinia ya llegaron a Villa Ángela, están anegando todo —dijo, Miguel, el mayordomo de la finca.

—Pues encárguese para que no terminemos ahogados.

Miguel salió con las órdenes de Alberto rápidamente donde estaban los demás empleados.