miércoles, 18 de junio de 2025

La Marea XII

 XII 

El diluvio no paraba, todos los alrededores de Andinia estaban anegados, los caminos resumían agua sin parar saturados como estaban desde el inicio de las lluvias cuando Obdulio apareció; Catalino desde la banca de su hotel meditaba junto al padre Juan, nunca habían visto caer tanta agua desde la negrura de las alturas, al parecer el cielo quería ahogar los pecados de Andinia, a ratos parecía hacerlo con ella misma. Luna Blanca, Villa Ángela y El Lucero nadaban, sus habitantes asistían al caer interminable de los chorros grises brillantes confundidos con la niebla opaca como telón de las desgracias; en contra posición Villa Magdalena permanecía seca, a lo mejor porque Obdulio no había visitado la propiedad de su padre Mariano Basante, actualmente bajo la administración de Ramiro Andrade; finalmente iba a pasar, pero con una maldición peor a causa de una cuenta pendiente. 

En Villa Ángela las cosas no eran distintas, la lluvia redujo las labores de la finca considerablemente al punto de tener a los empleados dedicados a oficios sin importancia en las mañanas y dedicados a jugar cartas durante las tardes; el patrón de la propiedad renegaba por su encierro prolongado entre barrotes de agua alrededor de su casa impedido de cabalgar sus tierras como de costumbre; era un viejo hacendado de muy pocos amigos, gozaba del rechazo de Concepción, el desprecio de Mariano, la envidia de Mauricio Arteaga, pero era respetado y tenía toda la lealtad de su empleados. 

Vivía en Villa Ángela con sus dos hijos, unos muchachos muy disímiles entre sí; Teresa, su hija menor, una muchacha prepotente, altanera con los habitantes de la casa, presta a demostrar su aparente superioridad sobre los empleados y una absurda gana de hacer cuanto le venía en gana; por otra parte estaba Germán, un joven de delicadas maneras digno de recibir un sentimiento de amistad real, firme con sus amigos en cualquier circunstancias, dispuesto a consolar a su hermana siempre en eterno conflicto con su padre e incondicional cuando Dioselina Martínez demandaba su protección; no sentía la necesidad del poder total de su progenitor ni el mando como su hermana, menos demostraba interés por ser el futuro capataz de sus tierras, aun así Alberto lo prefería. 

Se había convertido en el mejor amigo de Dioselina después del estropicio de su vida, la muchacha vivía en soledad hasta la aparición del jovencito Ramírez, un evento liberador para una muchacha golpeada por infinidad de males, el chico logró el milagro de sacarle una sonrisa, esquiva al principio, pero finalmente reforzada con vitalidad; para Concepción fue un suceso tranquilizador, sin embargo, no dejaba de causarle preocupación la procedencia del muchacho, hijo mayor de Alberto Ramírez quien no gozaba de mucha empatía en Luna Blanca. Por su parte el viejo tampoco veía con buenos ojos el ingreso de Germán en la casa de los Martínez con quien alguna vez quiso hacer negocios sin buenos resultados. 

Rápidamente se creó un vínculo especial entre los dos jóvenes, Germán la acompañaba diariamente, escuchando con paciencia los vericuetos de Dioselina sin incluir comentarios, un verdadero confidente hasta cuando logró darle un viraje a la conversación, desde ese momento iniciaron pláticas banales cortadas por risas sin sentido; la amistad entre los muchachos se hizo entrañable, sin embargo, hay mujeres que arrastran una verdadera maldición: sucumbir ante la confusión de sus amigos, el primer paso para el fin de una amistad; Germán no duró mucho tiempo antes de enamorarse de ella, la misma desgracia sufrida con Obdulio, pero esta vez acentuada por un remordimiento indescifrable, creyéndose culpable de su desaparición por haberlo ignorado. 

Todas las tardes hacían su paseo acostumbrado, hablaban sin parar, a la vez no decían nada como si guardaran el momento preciso para decirlo todo sin palabras; a pesar del miedo Dioselina se dejó caer en la maraña del enamoramiento e intentó hacerlo con sinceridad, aunque realmente la movía la angustia de ser incapaz de amar; primero Obdulio, ahora Germán prendados y ella sin descubrir por lo menos una emoción de apego hacia ellos. 

Aquella tarde habían salido a pasear solos por el tranquilo camino de Luna Blanca al lado de una pequeño riachuelo escondido en medio de un bosque de ciprés, el agua salpicaba con gracia, las piedras formaban una barrera a su paso, creando coquetos remolinos blancos por la espuma deliciosa que se formaba sobre ellos; andaban con los brazos sueltos con un movimiento acompasado como un péndulo coqueto acercándose entre sí; de pronto un movimiento imprevisto produjo un rose de los dedos, se vieron delicadamente en búsqueda de respuestas en el otro, finalmente un impulso inesperado los llevó a tomarse de las manos; el joven un poco más bajo se erguía para quedar a su altura, ella se mantenía imperturbable a la vez temerosa con su delgada figura erizada y sus delineadas curvas temblorosas por la incertidumbre del paso siguiente, sumida en el marasmo de la duda donde sucumbía en medio del encanto del momento; aun así el frenesí no se detuvo, sintió a su amigo acercase a ella, presionando sus senos con el cuerpo cálido y agitado, extasiado en aquel acto nuevo e inentendible, pero dichoso; ante las dudas de la razón el instinto se convirtió en su cómplice para guiarlos en su devaneo: inconscientemente acercaron los rostros más de lo pensado, sintieron el aire expulsado por sus fosas nasales aceleradas como pequeños fuelles convulsos, con algo de vacilación inclinaron la cabeza, juntaron sus labios, al principio cerrados, poco a poco dispuestas al goce desconocido durante el tiempo suficiente para confirmar los temores; de pronto se separó bruscamente, interpuso sus manos entre los dos y con la cabeza inclinada echó a correr. 

Alberto maldecía constantemente la amistad de Germán con la niña Diose, hallaba en esa relación una especie de traición; él siempre había deseado apoderarse de Luna Blanca, entrar a ella como su único dueño sin lograrlo, ahora tronaba de la furia al ver a su hijo recibido en la parte externa de la casa como un simple visitante, sin la importancia merecida por su origen. 

Aunque el muchacho parecía complacido con las visitas a la señorita de un momento a otro algo pasó y se alejó de Luna Blanca, un suceso tranquilizante para el viejo convencido de recuperar a su hijo para enseñarle a ser el amo de sus tierras y hacerse respetar de gente como Dioselina Martínez; sin embargo, algo desconcertante para Alberto se vislumbró en Germán, un cambio radical insospechado: se había vuelto desconfiado, irascible sin razón alguna y mucho más lejano de él, adicionalmente desaparecía días enteros encerrado en la cantina de Jovita, malgastando la plata de la finca; a pesar de todo, el viejo prefería esa nueva personalidad de su hijo a la amistad con Dioselina, algo que lo amargó el resto de su vida porque entonces fue cuando hombres desconocidos se lo llevaron. 

El viejo Ramírez siempre culpó a Obdulio Basante pues el secuestro coincidió con su aparición como muchos de los crímenes perpetrados en esa época, en todo caso, nunca se aclaró la identidad de los responsables, simplemente desaparecieron sin rastro alguno; una vez acaecido el hecho Alberto dejó de administrar Villa Ángela y no se fue a pique por la tenacidad de Miguel, su mayordomo, quien asumió la responsabilidad sin defraudar a su jefe. Para Teresa el asunto fue más complicado, se sumió en intensos delirios implorando por la aparición de su hermano; durante mucho tiempo ardió en fiebre, gritaba constantemente a todos, exigía sin medirse en su locura que la llevaran a Villa Ángela hasta el día de su escape cuando como una fiera se enfrentó a Joaquín Arteaga, dejándolo adolorido por los rasguños y mordiscos; el pobre hombre intentó esconderse aturdido por miedo a la amenaza del viejo: moriría si no entregaba El Lucero e igual si no mantenía a Teresa en su casa: no había cumplido ninguna. 

Cuando Alberto Ramírez se enteró del regreso de su hija no dudó un segundo en armarse; desde ese día llevaba su pistola al cinto.

—¿Qué haces aquí?, no te das cuenta que por culpa tuya voy a matar a Arteaga.

—Eso me importa un carajo, por mí puedes matarlo en este instante y de haces lo mismo con el papá.

Alberto se reía.

—Del viejo no te preocupes, apenas tenga un pretexto lo mato, con él tenemos cuentas pendientes de hace mucho tiempo, pero a tu marido, ese pobre diablo me da lástima, a lo mejor no pueda.

—Te da miedo acabar con Joaquín.

—Miedo no, vergüenza, un pobre diablo como ese merece la muerte, pero no que lo maten. 

El viejo permanecía encerrado la mayor parte del tiempo, cuando decidía salir a pesar de la lluvia cabalgaba de un lugar a otro en un hermoso caballo negro; amaba a estos animales, parecían darle tranquilidad. A Teresa, ni siquiera su regreso a Villa Ángela la había apaciguado; a ratos se comportaba peor, especialmente en presencia de su marido quien permanecía amenazado todo el tiempo por Alberto con el revólver en el cinto, por su esposa a causa de su embarazo con insultos aberrantes; toda la parafernalia violenta de los Ramírez era una forma de desahogarse por la pérdida de Germán, nunca se imaginaron sufrir tanto la ausencia de alguien, ellos que se preciaban de indestructibles. 

La hija menor de Alberto siempre fue una muchacha complicada, detestaba salir a Andinia, sólo lo hacía en un asunto extremo igual que su padre, pero después de la noticia del secuestro se aisló totalmente en la desesperante casa de El Lucero, por eso decidió volver a Villa Ángela para condenarse en la casa paterna por sus maldiciones: la pérdida de su hermano, su matrimonio frustrado, su embarazo indeseado, su deseo necio de quitarse la vida y su cobardía absoluta para llevarlo a cabo. 

Para completar la tensa situación Alberto encontró en el hijo de Teresa su único heredero, el viejo se obsesionó con su futuro nieto al punto de condicionar su nacimiento: tenía que ser un varón para que el apellido Ramírez prevaleciera; perturbado como estaba hizo firmar a Joaquín, padre de la criatura, un contrato con una cláusula inquebrantable so pena de el más allá para dejar como primer apellido Ramírez si era hombre. 

La víspera del nacimiento corrió un rumor por toda Andinia entrada la tarde por eso no se supo nada en Villa Ángela; al día siguiente Miguel madrugó para hacer unas compras urgentes, el joven pronto llegó a la parque de Andinia donde encontró un gran número de pobladores formados en un círculo mal delineado agitados en medio de comentarios y un barullo descomunal, cuando entró en el redondel de chismosos se hizo un silencio abrumador; el mayordomo de Villa Ángela finalmente llegó al centro del desfigurado círculo, ahí sintió su alma remordida por las imágenes dolorosas sin entender por qué había tanta maldad en la gente de Andinia; los observó con bronca, su estúpido silencio hacía más perversa la escena, se acomodó el sombrero y corrió a su caballo.

—Ese es el mayordomo de Alberto Ramírez —repetían algunos— él tendrá que dar la noticia al viejo.

—¡A un lado! —gritó Miguel, empujando a todos para salir a toda prisa; se apartó de grupo para montar su caballo, la noticia que llevaba era dura, para bien o para mal le correspondía contarla. Alberto aguardaba en su casa como todos los días; Andinia entera se quedó a la espera de la consumación de la historia, nadie iba a moverse de donde se había instalado, ¿quién iba a perderse esa historia?, por muchos años sería recordada y recontada. 

—¡Clemencia! ¡Clemencia! —llamaba desesperadamente Teresa a la hermana de Joaquín, instalada en Villa Ángela para cuidar del embarazo de la mujer.

Lentamente se dirigía al cuarto de su cuñada una mujer alta, robusta, de gran espalda, con caminar aparentemente dubitativo como si la inundara la turbación, aunque en realidad era muy segura de sí misma a pesar de su abandonada existencia de solterona solitaria y abatida, vivía sin darle importancia a la vida, no se mostraba simpática ante nadie, en especial con Teresa con quién protagonizaba peleas continuas como entes posesos; las dos mujeres se necesitaban, compartían su soledad, las hacía desesperantes, patéticas, inconscientemente ávidas de cariño e incapaces de buscar compañía, de alguna forma eran iguales por eso se necesitaban. No hay mayor empatía que la de los necesitados y los estúpidos, por eso hay tanta solidaridad entre los pobres. 

—Maldita vieja desagraciada, ¿dónde estás?

—Qué quiere Teresa —interrogó, su cuñada, con descomedimiento mal disimulado, recostada sobre la puerta.

—La necesito junto a mí; ¡le ordeno que no salga de este maldito cuarto hasta que no haya nacido mi hijo!, ¿entendido? —Teresa trataba de acomodarse en la cama para comer el desayuno servido unos minutos atrás—. ¿Entendido? —gritó. 

De pronto el patio se convulsionó.

—¡Don Alberto! ¡Don Alberto! —gritó Miguel desde su caballo; los cascos del animal retumbaban en el empedrado del patio remojado por los grandes chorros de agua caídos del cielo desde la desaparición de Germán.

Teresa se incomodó por el escándalo, después sin piedad por la vajilla lanzó los platos a un lado de la habitación y miró con furia a Clemencia.

—¡Maldición, aquí no se puede desayunar con tranquilidad! —aulló; se había enterrado en las cobijas hasta la cabeza— ¿qué diablos hace ahí parada?, ¿por qué no averigua a qué se debe el alboroto?

Clemencia yacía como estatua en una de las esquinas del cuarto, la más cercana a la ventana desde donde podía contemplar todo; no creyó necesario moverse.

—¡Me ordeno que no saliera del cuarto hasta el nacimiento de su mal…!

—¡Maldita vieja!, ¡vaya y pregunte! —vociferó Teresa; había sacado la cabeza de entre las cobijas, miraba con fijeza a su cuñada mientras la solterona parecía afrontarla en silencio sin inmutarse; en ese preciso momento una contracción hizo estremecerse a la rabiosa mujer; Clemencia sonrió para sus adentros, disfrutaba los males de la muchacha en especial porque sentía un desastre próximo.

El patio se había llenado de empleados ante los llamados insistentes de Miguel.

—¿Qué diablos pasa? —preguntó algo contrariado el viejo Ramírez— bájese de ese maldito caballo y venga o espera que me vaya a mojar con esta puta agua.

—¡Es su hijo! —alcanzó a decir Miguel.

El brioso caballo golpeaba el empedrado en su ir y venir agitado y rebelde.

—Don Alberto esta mañana salí en busca de los insumos para lote del lago y un tumulto me recibió en la plaza de Andinia —trataba de explicar Miguel ahogado por la ansiedad.

—¿Y eso qué me importa a mí?, ¡ese maldito pueblo siempre está lleno de chismosos!

El caballo de Miguel ya se encabritaba; Clemencia llegó a escuchar la noticia.

—Señor… —dijo Miguel; llenó de aire sus pulmones, alimentando sus fuerzas para continuar— entré en el tumulto de gente todos me señalaban… cuando logré llegar al centro encontré…

Miguel era un mulato fuerte, muy aguerrido, pero no encontraba ni la forma ni el ímpetu necesario para completar la noticia; volvió a respirar, ajustó los puños y lanzó la última embestida.

—Encontré cinco hombres entre los que estaba su hijo Germán…

—¿Cómo?, no entiendo —exclamó Alberto de forma brusca con un pálpito que no quería confirmar.

—¡Señor, están muertos, ejecutados!, ¡cada uno tenía un disparo en la cabeza!

Miguel no dijo más, tampoco podía, la muerte es un peso que no se puede llevar en vida. 

Nadie en el patio se atrevió a murmurar una sola palabra. Alberto había seguido la historia de forma inusual con interés poco común en él; los días anteriores sólo había renegado y juzgado a Germán, ahora estaba muerto, el frío recorrió su cuerpo, respiraba con cortes involuntarios, después de lo dicho no podría pedir perdón; tenía el pecho henchido, dolorido, rabioso consigo mismo. La vida le cobraba su falta de prudencia; lo sabía, lo aceptaba, maldecía en silencio.

De pronto levantó la cabeza, respirando profundamente.

—¡Miguel, mi caballo! —ordenó de pronto.

Esperó con impaciencia la llegada del animal; todo era mentira, era imposible, su hijo más querido no podía morir de esa forma. 

Con las marcas del arrepentimiento en el ceño salió al patio sin importarle el líquido derramado desde las alturas; se había demacrado ante la noticia, bajo el agua revelaba un gesto delirante llenó de ira, el odio en su estado natural. Montó sin su acostumbrado sombrero y sin detenerse recorrió la distancia de sus tierras a la plaza de Andinia más rápido que nunca, Miguel no pudo alcanzarlo, se limitó a seguirlo; conocía a Alberto Ramírez, seguro la muerte de Germán desataría sangre entre los habitantes del poblado. 

La entrada del pueblo fue estremecida por disparos, en el parque todo se presentía: Alberto Ramírez no iba a dejar impune la muerte de su hijo, la justicia en sus manos sería inmediata; tres disparos más se escucharon antes que la silueta de Alberto Ramírez al lomo de un hermoso animal se dibujara ante todos. La ley era de quien la tomara en sus manos, ahora Ramírez la tenía.

—¿Quién mató a mi hijo? —preguntó; apuntaba sobre la cabeza del comandante de policía.

—No sé —respondió éste sin alterarse— ¿a quién le debías?, ¿a quién le debía tu hijo?

—¿Quién? —insistió con voz terrible— ¡si llego a saber que fueron las serpientes negras mato al alcalde!

—Él no tiene nada que ver en esto.

—Si no fue él, fue su gran amigo Obdulio —dijo y se dirigió a la alcaldía; cuando llegó gritó a Onésimo, después a Obdulio, pero ninguno salió— cobardes, ¡ahora no quieren dar la cara!

Antes de retirarse vio a una pareja con los ojos pegados en él, con miedo por el desenlace.

—¿Donde está tu amante?

—¿Y quién es mi amante?

—Acepto que eres atrevida, seguramente por eso le gustas a Onésimo.

Alberto empezó a reírse como si estuviera endemoniado, se agachó para hablar cerca de la pareja y se dirigió al joven.

—Necesito que me hagas un favor —dijo pausado— le dices a tu jefe que lo voy a buscar y lo voy a matar aunque sea en el mismo infierno, y para que me crea le dejo una muestra.

Se irguió sobre su caballo, sacó su pistola y perforó la cabeza de la muchacha; el joven brincaba espantado a su lado, evitando ver el cuerpo ensangrentado.

Nadie rechistó una palabra.

—¡Usted no tiene ninguna razón para reclamar la muerte de un hijo que maldijo! —exclamó una vieja en medio del tumulto; Alberto la miró, se acercó a ella, la contempló, buscaba en su rostro la respuesta de una pregunta no hecha, respiró profundo, apuntó a su cabeza y le disparó: el cuerpo cayó sin vida.

—¡No más Ramírez! —gritó el comandante policía con severidad— recoja a su hijo y váyase, ¡no quiero más problemas!, con dos muertas tengo suficiente, ya sabe que no hay quien pague esos entierros por eso construimos esa fosa detrás de la estación, pero ya está casi llena; ¡váyase antes que llegue Onésimo!, no convierta a Andinia en un campo de batalla, ya mataron a su hijo, entiérrelo, es lo mejor que puede hacer por él; otro día viene y mata a quien quiera, ¡pero hoy no!

— ¿Alguien más tiene algo que decir? —preguntó, Alberto, antes de bajar del animal.

El parque mantuvo su mutismo, solamente los chorros de agua agitaban el ambiente. 

Alberto Ramírez se acercó al círculo de curiosos, quienes lo miraban poco a poco se hicieron a un lado, le dieron paso; con caminar cansino se acercó al cuerpo de Germán, se detuvo a su lado, varios minutos se quedó quieto como si no entendiera los hechos entre aparentes sollozos, pero en Andinia el agua a chorros ocultaba los sentimientos más humanos de aquellas fieras a punto de atacar; el remordimiento se había apoderado de su alma

—Los dejaron anoche, no se reconoció a nadie, ya estaba oscuro —dijo el comandante de policía.

Alberto no contestó nada, ni siquiera lo alzó a mirar, seguía con sus ojos fijos en el cadáver de su hijo, resistía ensimismado por haberlo condenado sin razón.

—¿Cierto me vas a matar si descubres que fueron las serpientes negras?

El viejo levantó su mirada, iracundo recorrió el cuerpo del alcalde de arriba abajo con odio, un odio recubierto de locura infernal y virulenta, pero se quedó perturbado, la imagen de su hijo muerto no le permitía reaccionar.

—Un día de estos —murmuró. 

El viejo Ramírez tomó el cuerpo de su hijo en sus brazos, los chorros habían mojado las caras de los presentes, si lloraba no era notorio; en ese momento algo extraño sucedió: por primera vez en Andinia todos podían llorar por un muerto porque las lágrimas quedaban escondidas por el líquido derramado desde el cielo. El viejo Ramírez con un dolor inmenso en su pecho se dirigió a sus tierras, Miguel después de tomar las riendas de los dos animales marchó al lado de su patrón en un traslado donde sólo estaban invitados el arrepentimiento, la tristeza, Miguel y los caballos. A nadie en Andinia se le ocurrió seguirlos. 

Mucho tiempo transcurrió antes de la llegada a Villa Ángela; Alberto deposito el cadáver de su hijo con las últimas fuerzas en medio de la sala, pero eso no lo detuvo para salir; inconscientemente buscaba liberarse de la rabia incrustada en su interior, tenía la idea fija en su cabeza de no dejar nada al azar cuando la muerte lo rescatara del suplicio por la ausencia de su hijo; solamente habló con Miguel en privado, después tomó las riendas de su caballo y miró a todos antes de montar.

—Cuando vuelva quiero que el cuerpo de Germán esté bien arreglado, el ataúd debe ser el mejor, no quiero gente extraña, nada de velorios públicos, el dolor es mío, no lo voy a compartir con ningún desgraciado —dijo desde lo alto de su caballo—. ¡Si encuentro a alguien desconocido dentro de la casa lo mato! —miró con severidad a su derredor, cargó su escopeta y azotó la brillante piel del animal. 

Miguel en silencio aceptó cumplir las órdenes de su patrón con un asentimiento respetuoso de su cabeza; Alberto aún conservaba el respeto de sus empleados, algo entendible porque a pesar de ser un hombre bárbaro, a juicio de todos en Villa Ángela era justo. 

Ramírez tenía un punto máximo de soberbia, sin embargo, podía más el arrepentimiento, no había orgullo que le permitiera ser indiferente a la muerte de su hijo preferido.

—¡Se van a arrepentir!: cualquier sospecho del bando que sea, voy a acabar con todos los que me deben algo en este maldito pueblo —gritó.

Joaquín tembló. 

Partió en una alocada carrera que sólo el horizonte interrumpió, los disparos se escuchaban, su ejecutor desapareció; Miguel entró en la casa y dio a conocer las órdenes dejadas por Alberto Ramírez; dos mujeres se aprestaron a cumplir en medio de un mutismo fúnebre y respetuoso. 

De pronto una bala surcó el aire como aviso de la llegada del cobrador de su deuda, las puertas se abrieron de par en par empujadas con la fuerza sobrehumana del rencor.

—¿Qué mierda está pasando?

Cuando apareció la silueta de Ramiro todo tuvo sentido, el viejo Mauricio estaba borracho y no le dio importancia a la entrada del fantasma.

—Pero si es mi amigo Alberto Ramírez, el temido Alberto Ramírez; ya me enteré de tu desgracia, ¿por qué se mueren los muchachos?, nosotros estamos viejos, estorbamos en este mundo, deberíamos de ser nosotros los condenados.

—No te preocupes, se va a cumplir tu deseo.

—¡Oh, claro!, me dijeron que vas a vengarte de todos en Andinia, pero te recuerdo que yo no soy nadie en este maldito pueblo, ¿a quién le va importar si vivo o muerto?

—Tienes razón, a nadie; por eso primero voy a cobrar mi deuda, después veremos que inventan en el pueblo.

—Me imaginé que se trataba de eso, la razón para mi final; pero sabes que hay algo curioso en todo esto: mi hijo Joaquín es un imbécil, pero nos está usando a los dos, a mí al negociar mis tierras, a ti guiándote a que me mates; siempre supe que me deseaba un final trágico y vergonzoso, ¡maldito desgraciado, lo logró!, voy a morir borracho con la bala de un enceguecido por la venganza, dos espectros irracionales que nunca encontraron otra forma de solucionar las cosas; de todos modos te propongo algo: te devuelvo a tu hija sana y salva del cuerpo, de su locura no respondo yo, supongo que es genética; por tu parte dejas mis tierras improductivas quietas, es más, te cedo la parte de Joaquín, puedes tomar posesión de ella cuando le vuele los sesos a ese desgraciado, y los dos quedamos contentos.

—No vine por mi hija, ella ya está en la casa, el cobarde de tu hijo no la pudo tener acá mucho tiempo, ¡vengo por lo que es mío!; por el idiota de tu hijo no te preocupes, seguramente Teresa se libra de él más rápido de lo pensado.

Mauricio se rio, tomó la botella y la alzó para tomar la mayor parte del líquido que contenía.

—Salud Alberto, lástima que no pudimos hacer negocios, es tu hora…

Nuevos disparos recorrieron la vetusta casa, la deuda estaba cancelada, El Lucero ya era de Alberto Ramírez.

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