VII
Doña Concepción Ñañez y Macario Martínez eran los dueños de una gran extensión de tierras llamada Luna Blanca; durante mucho tiempo dirigieron los destinos de Andinia sin conflictos con los abúlicos, pero exigentes habitantes del pueblo; los alcaldes elegidos siempre gozaron de popularidad a pesar de ser acusados de robarse la plata del pueblo después de terminar el periodo, una forma divertida de hacer campaña; aun así, los habitantes vivían medianamente tranquilos. Después de un tiempo la tranquilidad de las elecciones fue alterada por amenazas cuando empezaron a aparecer panfletos de las nuevas fuerzas, las serpientes como se hacían llamar, exigiendo el dominio del pueblo; a pesar del susto inicial todo pareció un mal sueño porque la época electoral pasó sin mayores dificultades. Andinia regresó a su modorra natural entre los aplausos para el nuevo alcalde al iniciar su gestión y las acusaciones de robar al final; en fin, todo era un democrático círculo vicioso, un circo de la pluralidad.
En las siguientes elecciones sucedieron dos eventos preocupantes, por un lado reaparecieron los panfletos y por otro, un comerciante recién llegado al pueblo un año atrás se lanzó a la alcaldía: Onésimo Vidal. Esas elecciones estuvieron llenas de acciones turbulentas, pero por fortuna para todos, Onésimo no pudo llegar al poder a pesar de los evidentes despilfarros vistos en toda Andinia. Después de la derrota Onésimo se presentó en el negocio de Jova, vaticinando a voz su cuello su inevitable triunfo en los siguientes comicios, aunque todos trataran de impedirlo.
El tiempo pasó, esta vez Onésimo ya llevaba más de tres años en Andinia cuando empezó el movimiento alrededor de las próximas elecciones; el candidato Vidal muy pronto empezó sus giras por toda Andinia con los bolsillos llenos para los asistentes diurnos y constreñimiento oculto para los más difíciles de convencer, un coctel perfecto para hacer valer la verdadera democracia. Ante la situación un grupo de habitantes le pidió a Macario Martínez su participación en las votaciones con el fin de detener el inminente triunfo de Onésimo Vidal, prometido por él en las anteriores elecciones. La noticia corrió por todas partes, la gente se sintió aliviada porque Macario era considerado como el hombre más recto y capaz para sacar adelante a Andinia; al conocerse los sucesos no tardaron en aparecer las advertencias, pero el candidato no les prestó mucha atención.
—No se ponga con tonterías,
no acepte la candidatura, toda esa gente que lo está metiendo en ese proyecto
político no le importa su bienestar, sólo quieren ganar y usted lo sabe,
también sabe que el triunfo de Onésimo va a ser rotundo, ¡hasta en las urnas!;
óigame: sus votos van a desaparecer sin razón así todos lo elijan a usted;
¡retírese a tiempo!, usted puede perder más que la alcaldía si sigue con sus
intenciones.
—Yo no voy a dejar que
Onésimo Vidal se apodere de Andinia.
—Usted no entiende, los
verdaderos jefes, los que mandan de verdad ya se adueñaron; Onésimo es un
títere por eso su competencia no es con él, es con los comandantes de esta
tierra, ahí usted no tiene ninguna posibilidad. ¡No acepte!, es mi consejo.
—¿Es el consejo de un amigo o
el del mandadero de los jefes que usted llama?
—Conste que se lo advertí, ellos no son tan bondadosos.
La confianza en la tranquilidad de Andinia, un eterno deseo de Macario, le dieron confianza para honrar el compromiso con sus conciudadanos; la decisión estaba tomada a pesar de los reniegos de sus cuatro hijas, especialmente Dioselina, la menor. Todo estaba listo para el día de la oficialización, se había hecho una gran convocatoria, vendrían delegados de todos los rincones de Andinia, todo sería una gran festividad si no fuera por la maldición derramada sobre Andinia. Unos días antes de aceptar la designación un hecho terrible sacudió los alrededores.
La negrura de la noche
acompañaba a tres muchachas dichosas de regreso a su casa, dos acompañantes
marchaban a su lado, muy concentrados en el derredor. De pronto un ruido…
—¡Niñas¡ ¡atrás mío por
favor! —se escuchó un susurro.
—¿Qué pasa Batista?
—Silencio niña, quédese
atrás, no salga por favor —una voz queda les advertía.
Los pasos del cazador lo
delataron por su atronador eco en el silencio nocturnal mientras rodeaba al
grupo, la alerta no se hizo esperar, ¡atrás!, ¡atrás!, ¡atrás!
Nadie pudo ver a los verdugos, sólo tronaron los disparos.
Toda Andinia se paralizó ante la noticia terrible, una noche de muerte que cambió el rumbo de las elecciones y de paso la historia de Andinia. Macario hubiera gobernado de otra forma, desde su rectitud, algo muy apreciable, pero inaplicable en aquel lugar. Todos los planes para mejorar Andinia parecían evaporarse, Onésimo no tenía intenciones de gobernar, quería mandar, con mayor razón al conocerse su gusto infinito por el papel de aspirante; el rol de candidato lo henchían, las tarimas lo excitaban, ese papel era alimento para su vanidad. Onésimo Vidal era como el perro que se va detrás de la llanta, su intención no es atraparla, sería algo confuso para el animal, por eso cuando está a punto de hacerlo para en su intento y vuelve a esperar otra oportunidad; Onésimo no iba a gobernar, iba a planear su próxima campaña.
Ante los hechos, Concepción Ñañez, condenó a Macario al silencio durante mucho tiempo, lo culpaba de ser directo responsable de la muerte de sus hijas, su necedad le llevó a una derrota mayor a las elecciones.
—Concepción, nunca me vas a
perdonar.
—Hay errores que son
imposibles de perdonar, talvez pueda volver a hablarte, pero en el fondo cada
palabra que te dirija será una tortura porque siempre estará antecedida por un
reproche y si no puedo hacerlo el dolor me va a matar.
—¿Dejaste de amarme?
—No dejé de hacerlo, lo
cambie: antes disfrutaba mi amor, verte era reconfortante, ahora me duele, ¡mi
amor por ti pasó a ser el amor por usted! y está ahí, pero ya no lo siento, lo
sufro: ¡eso es peor que el olvido!
—¿Qué puedo hacer?
—Nada.
A pesar de su desconcierto intentaba sobreponerse sin encontrar el camino para perdonar a Macario; hasta ese momento conocía el amor como una emoción dichosa, pero después de lo sucedido sólo le producía estremecimiento, nublando cualquier decisión. En el fondo tenía claro el extravío de sus sentimientos, no podrían trascender más allá, ya era imposible alcanzar la costumbre que es el triunfo del amor, estaba condenada a la desidia, su degeneración.
Concepción Ñañez fue torturada sin compasión por los avatares de la vida; sobrevivió agraviada de mil maneras, adolorida por no saber la razón de sus penurias, arrastrando los pecados de todos los que vio desaparecer. A pesar de su aparente delicadeza desde su matrimonio con Macario demostró que la abnegación es la mejor forma de resistir ante los peores sucesos, pero también se agota; ella lo entendió al escuchar los gritos de Batista en el jardín de la casa donde llegó sin aliento con la peor noticia. Mientras el muchacho trata de explicar los sucesos, Concepción se hundió en la desolación, no le importaban los relatos, toda aquella habladuría le dolía, solamente quería repasar los recuerdos para atesorarlos porque sus hijas vivirían mientras las pudiera evocar con su mente, una verdad terrible; no importa cuánto quieras a alguien, el amor es ingrato, la gente sólo vive mientras los recuerdos se conservan; no ames más de lo que no puedas recordar porque el amor sin el recuerdo es únicamente una tortura, le había dicho su madre algún día; y ella se sintió desfallecer porque conocía la inmensidad de sus sentimientos y la fragilidad de su memoria.
Independiente de las víctimas y los victimarios todo se había dado como se predijo, Macario había perdido algo más que la alcaldía, a sus tres hijas. Otra vez la misma historia enlutaba a Andinia, nadie podía escapar a su maldición, pero el dolor era cada vez menor al punto de convertirse en algo insulso. Hasta los crímenes dejan de conmocionar a la gente cuando se repiten continuamente; si los delitos tienden a la redundancia los lamentos son ahogados por la indiferencia, la muerte pierde su valor y en consecuencia la vida se vuelve insignificante.
Las penurias de Luna Blanca cayeron como una cascada incontenible y Concepción no fue capaz de detenerla: sintió la desaparición de cuatro de su familiares de forma violenta, adicionalmente presenció el deterioro moral de su hija hasta su fin el día del parto de Petrona, llevándola a la rendición. Luna Blanca estaba perdida, ni el nacimiento de una nueva vida fue suficiente para aliviar a Concepción; con tantos reveses no vio una razón para luchar y se encerró a esperar su muerte.
Los gritos de la niña sacudían Luna Blanca, aun así la abuela
no se movía de su cuarto hasta la mañana cuando llamó a Gumercinda.
—Dígame señora
—Yo no voy a seguir viviendo
—No diga eso mire que…
—¡Silencio! Esa niña no tiene una
madre y yo no me voy a encargar de ella. Te la regalo, si quieres la puedes
llevar a cualquier parte, con su herencia será suficiente para que vivan
tranquilas el resto de la vida —decía
con vos atropellada la señora, con los ojos aguados, a punto de desfallecer— ¡Te la regalo!, y si no te la llevas está
condenada a morirse de hambre.
—No señora, cómo puede decir eso, yo
la puedo criar.
—No, ya te dije, te la regalo, pero te la tienes que llevar; ¡Petrona nunca debe saber la historia de sus padres!, tienes que prometerme que te la vas a llevar si no ¡te voy a maldecir desde donde esté!
Gumercinda se quedó sin palabras, no podía aceptar ese tipo
de regalos, una hija no se regala,
pensaba; sin embargo, sentía tristeza por el porvenir de la niña, no podía
permitir su muerte. Transcurridos unos minutos habló:
—No la quiero.
—¿Entiendes que la condenas a morir de hambre?
—No se va a morir de hambre porque yo la voy a criar.
—Pero lejos de aquí.
—No señora, una vez usted me salvó la vida y siempre creí que
no iba a poder pagarlo, pero la vida es extraña, esta es la oportunidad así que
salvo su vida y pago la mía, ¡es mi decisión y será a mi manera! ¡Crecerá en
Luna Blanca y será su dueña!
Concepción vio con dulzura a Gumercinda, aquella chiquilla
mugrosa que encontró en la calle cuidaría de su nieta; dibujó una leve sonrisa
y asintió con su cabeza.
—¡Es tuya!, tienes mi bendición y que se haga como lo dispongas.
Gumercinda vio con tristeza a su señora, sin temor a
equivocarse era la última vez; de pronto Concepción alzó su cabeza,
—Gracias —dijo antes de recostarse, dándole la espalda.
Gumercinda no volvió a ver a Concepción Ñañez hasta el día de su entierro, hasta entonces la puerta estuvo cerrada.
—Señora —balbuceó una pequeña
india atravesada en la carretera.
—¡No molestes! —respondió la
acompañante de una mujer distinguida que pasaba cerca de la chica.
La niña se quedó quieta,
miraba muy atenta el caminar elegante de la señora. Era muy hermosa.
— Por favor… —rogó una mujer tirada
sobre el andén con un bebe entre sus brazos— ¡Apiádese de nosotras!
—¿Qué les pasa? —preguntó,
parándose delante de la desgraciada.
—¡Nada señora, sólo quieren
molestarla!
Miró de reojo incrédula ante
las palabras de su empleada, se acercó con curiosidad, la mujer temblaba, tenía
puesta una pequeña camisa sin mangas hecha girones sobre su desgastado pecho
maternal. El recién nacido en sus brazos no lloraba, estaba quieto, metido en
un pañal de color levemente rosado debido al desgaste, manchado con restos de comida,
mugre y barro. La mujer empezó a temblar con más fuerza; la señora se
enterneció con aquel cuadro patético y como un acto reflejo se abalanzó sobre
el bebe.
—¿Usted es un señora muy
importante? —inquirió la pequeña con un dedo en la boca, una muñeca tirada del
brazo, acompañada de un sucio perro. La señora la miró con desconfianza, apretó
el chico en sus brazos y lloró. La mujer se acurrucó adolorida, el temblor de
su cuerpo aumentaba progresivamente hasta desplomarse sobre el suelo, moribunda.
—¡Cuide a mi hija! —expresó.
—No se preocupe mujer —dijo la
señora y apretó al bebe entre sus brazos— yo se lo cuidaré —pudo exclamar antes
de descubrir su rostro morado, frío e inerte— ¡Dios! —gritó estremecida, la
criatura casi se cae de sus manos.
El cadáver yacía sobre sus
manos, se tranquilizó antes de ponerlo sobre el cuerpo de su madre.
—Señora no la va a enterrar.
—La muerte vale mucha plata, más
si no son de uno —respondió— ¡Lleva a la niña! —dijo.
—Pero señora es una india, ¿para
qué le puede servir esta mugrosa?
—Todos tenemos la posibilidad
de prestar un servicio, algún día sabremos cuál será el de ella; ¡llévala!
—¡Vamos mugrosa! ¿Cómo se
supone que te llamas? —preguntó la acompañante de la señora con una mueca de
asco en la cara.
— Gumercinda —respondió con
inocencia la niña mientras caminaba detrás de las mujeres.
—¡Vamos, vamos mocosa!