viernes, 7 de noviembre de 2025

La era de la oscuridad V

 V 

Entre tanto Arturo, Vito y Corocoro se refugiaron en la casa de la loma hasta donde los había conducido el desconocido, Arturo estaba molesto por su intromisión, pero le fue imposible desconocer su fortuna con la aparición del extraño sujeto, le había salvado la vida, Andinia todavía tenía esperanza. 

El hombre salió en silencio después de instalar a Arturo en el refugio, pasada una hora volvió acompañado.

—Hola, Vito, ¿cómo estás?, ¿hola Marinela?, estaba preocupado por ustedes —exclamó, Arturo, apurado por la emoción de verlos.

—Estamos bien, este tipo nos llamó para que lo siguiéramos a un sitio seguro, no explicó nada ni sé por qué lo seguí.

—A nosotros también nos sacó del cruce Blanco y lo seguimos como si lo conociéramos, yo estaba con Didier —explicó, Arturo.

—¿Él está bien? —preguntó, Marinela.

—Sí, regresó a la tienda de Catalino, lo tienen vigilado.

—¿Quién es este tipo? —preguntó, disimuladamente Vito; Arturo se limitó a encogerse de hombros.

El desconocido apareció nuevamente.

—Traje comida —dijo.

—¿De dónde la sacaste?, si es robada no quiero nada, no vinimos a eso —reclamó, Arturo; por alguna razón sentía aversión hacia el hombre.

—Tranquilo, es cortesía de los trabajadores de Villa Helena; Miguel en persona lo trae y alguien especial lo acompaña, espero que guarden la compostura. 

Los muchachos quedaron intrigados con el anuncio: Miguel entró enseguida, llevaba una bandeja grande con tres platos de sopa y tres cafés humeantes.

—Hola, ¿cómo están? —dudó un poco sobre el saludo, un buenos días hubiera sido irónico con lo sucedido, pero no encontró otra forma, dijo la primera pregunta que se le vino a la cabeza; se sonrojó.

Después de su gesto compungido se dibujó en el rostro de los jóvenes uno de sorpresa al descubrir la visitante; la visita fue muy corta sin mediar palabras, a su salida los muchachos intentaron descansar. 

El tiempo corría, durante un rato se dedicaron a evaluar ciertos movimientos necesarios para cuidarse, no podían perder más partidarios, sin embargo, con el paso de las horas fueron decayendo en su impulso y reavivaron las imágenes terroríficas de la noche; por su juventud eran físicamente fuertes, pero los acontecimientos nocturnos acaecidos dejaron claro la debilidad de su espíritu, algo imperdonable para un perseguidor de la libertad. 

Se sentían afligidos por aquellas muertes irracionales, en su somnolencia la tristeza los achicopalaba, sumidos en un silencio compartido, exhaustos por el esfuerzo extremo con muchas imágenes dando vueltas en su cabeza, marcando sus recuerdos de forma indeleble. 

Marinela no podía olvidar la sangre emanada a borbotones del cuerpo de Benjamín, a la vez que agradecía estar viva maldecía su cobardía, daría cualquier cosa por retroceder el momento para protegerlo de los soldados; se sentía vacía, en su corazón se creía culpable y otra vez el llanto convulso la tuvo presa durante mucho tiempo. 

Vito no podía sacar de su mente la imagen del chico en el suelo, pero lo estremecía más recordar los espasmos de la mujer que peleaba con fuerza por liberarse de sus brazos a la vez aterrada e indefensa impedida de gritar, ese dibujo en su memoria le producían una sensación inigualable como si le hubiera quitado a la mujer su mayor deseo: salvar a su amigo.

 Hola cómo estás, te invito a jugar con mi balón.

—¿Cuál?

—El que tengo en la casa, ¿lo quieres ver Benjamín?

—¡Sí!, hey, Andrés ven para que conozcas el balón que me va a prestar Arturo, para que juguemos hoy.

—Vengan chicos, es verdad.

Los dos chicos se abrazaron al encontrarse.

—¡Vengan!, ¡Benjamín, Andrés!, cojan el balón, corran, corran, ¡Benjamín!, ¡Andrés!, corran, el balón es suyo, ¡corran, es suyo!, ¡corran!... 

—¡Corran!, ¡corran!, ¡sálvense por favor!

Los gritos despertaron a Vito y Marinela.

—¿Qué pasa Arturo? —preguntó, Vito, asustado.

—No pasa nada —murmuró, Arturo— sólo que no lo ayudé, lo dejé tirado ahí, abandonado como si no fuera mi amigo. 

Arturo empezó a temblar; Marinela se acercó, nunca lo había visto llorar, para ella Arturo era un hombre fuerte sin temor a enfrentarse a cualquier cosa, pero ahí estaba entristecido necesitado de un abrazo protector.

—Yo si podía salvarlo, tenía que salir, los militares no los hubieran matado si me entregaba, era más valioso mi arresto que dos chicos inocentes, pero en cambio vi cómo se abrazaban, los vi llorar, sentí su miedo, su terror y no fui capaz de arriesgarme por ellos, lo merecían, ¡maldita sea, soy un cobarde!, no merecían morir, los dejé morir, los mataron por mi culpa, los mataron, los mataron, es mi culpa. 

Arropado por el cuerpo de Marinela, Arturo fue cediendo a su crisis hasta que por fin se calmó y pudo descansar un rato. 

Por su parte, Didier había regresado a la tienda para cumplir el compromiso con la PJB acordado por Catalino la noche anterior; después de mediodía todo estaba dispuesto para la comparecencia de los dos hombres ante los funcionarios de la oficina de la administración.

—¡Didier!, ¡Didier! —gritó, el tendero— vamos, entre más pronto mejor.

—Bueno, señor.

 Las calles estaban solas, nadie se atrevía a salir después de los sucesos nocturnos, el miedo cundía por el pueblo; junto a la publicación de las fotografías se leía en números muy grandes una suma de dinero como recompensa a quién diera cualquier información aun si era insignificante, eso ponía en riesgo a todos por la costumbre perversa de inculpar el primer aparecido en la calle por el dinero, aprovechando la falta de confirmación de parte de la PJB, para los agentes era suficiente la palabra del denunciante desconocido para encarcelar a quien fuera. 

Los dos hombres recorrían las calles inquietos ante tanta soledad.

—Buenas tardes.

—¿Qué necesita?

—Buenas tardes, le dije —insistió, Catalino— podría ser tan amable de saludar.

—A mi qué me importa si son buenas o no, usted es un civil y esta es una edificación militar así que limítese a preguntar lo que necesita.

Didier se sintió molesto, su sangre hervía e invadió su rostro, no podía soportar el maltrato al que estaban sometidos los habitantes de Andinia diariamente.

—Necesito al comandante de la PJB.

—Él está ocupado para atenderlos.

—En ese caso dígale que Catalino está aquí para cumplir su promesa y viene acompañado de Didier Morales, el joven a quien quiere entrevistar.

El hombre en la puerta de la oficina de administración los miró con desdén.

—Igual, está ocupado.

—Bien, que tenga buena tarde.

Cuando salían se encontraron con el comandante de la PJB de la noche anterior.

—¡Oh!, me parece muy bien que enseñe a su ayudante a cumplir sus compromisos.

—Ya nos íbamos.

—¿Cómo, sin entrevistarse conmigo?, eso le hubiera traído consecuencias indeseadas.

—No era culpa nuestra, el señor en la puerta dijo que nadie podía atender a civiles en esta oficina.

—¿Quién fue el imbécil?

—Señor, señor, pensé que estaba ocupado por eso le pedí amablemente al señor que volviera más tarde, no sé porque se queja.

—Una sola cosa Catalino —exclamó, el comandante, sin quitar la mirada del agente encargado de la puerta— ¿este idiota lo saludo?

Catalino lo pensó un momento.

—Sí.

—No estoy muy convencido de esto, pero lo acaban de salvar agente —explicó— ¡síganme señores! —agregó, dirigiéndose a los dos hombres.

El tendero y el ayudante entraron detrás del tipo, en la antesala de la oficina otro agente estaba detrás de un viejo escritorio.

—Agente, inmediatamente me reemplaza al de la puerta —dijo, el comandante de la PJB— quiero que lo mande a El Progreso a encontrar a los sospechosos del ataqué.

—Señor, allá lo pueden matar.

—Esa es la idea, esa es la idea, así que cumpla la orden sino quiere ir con él.

Todo fue inundado por un absoluto silencio. 

Didier iba algo temeroso, llevaba puesta una bufanda sobre una camiseta de manga corta.

—Siéntese y responda con la verdad —inició, el comandante— ¿dónde estaba anoche?

—Recostado, señor; me dolía la garganta y preferí esconderme del frío explicó el joven; el agente lo miró de pies a cabeza.

—Pero lo veo sin chaqueta, ¡¿es que está haciendo mucho calor y no me he dado cuenta?!

—No señor, el clima del día está tibio y pensé que no me haría falta, pero apenas llegue a la tienda me la pongo para evitar alguna recaída.

El comandante de la PJB lo miró con muchas dudas, pero se conformó con la expllicación.

—De ahora en adelante así se esté muriendo debe salir cuando lo llamamos, entendido.

—Si señor.

—Queda advertido, si no sale la próxima vez que lo requieran mis agentes mejor desaparezca por el bien de Catalino que se arriesgó por usted, ¿entiende lo que quiero decir?

—Claro —respondió, Didier.

—Bueno señor, todo parece que quedó claro —exclamó, Catalino— como le prometí anoche hoy nos presentamos; otra cosa, lo que ayer dije era verdad, ¿cómo se le ocurre que yo le voy a mentir a un representante de la Asamblea.

—Ahórrese sus explicaciones y váyase. 

Los dos hombres se retiraron, una vez en la calle caminaron pensativos, de pronto Catalino rompió el silencio.

—Oyó bien, lo tienen fichado como parte del grupo de subversivos como los llaman ellos, sólo esperan un error y lo encierran; hasta aquí lo pude ayudar, la próxima queda solo.

—No se preocupe Catalino, yo no voy a dañarle su vida, siempre estaré agradecido por lo de anoche y le aseguro que la próxima vez usted quedará por fuera de cualquier cosa.

Cuando llegaron a la tienda se vieron a los ojos, agradecimiento y comprensión se mezclaron, se hicieron una leve venia y cada uno regresó a su trabajo.

—No me vaya a romper esos envases, no sea guevón —reclamó, Catalino; los dos rieron, finalmente la vida continuaba. 

En ese momento Miguel entró en la casa de la loma, iba a retirar los platos de comida.

—La señorita Helena pregunta si puede hablar con ustedes.

—Y la señora Teresa —preguntó, Vito; se oía temeroso por la respuesta, esperaba verla, la admiraba por su temple.

—De ella no se preocupe; mientras sus intenciones sean sinceras ni ella ni Alberto Ramírez atentarán contra ustedes —dijo, Helena apenas ingresó en la casa, se veía hermosa con sus cabellos rizados, jugando coquetos sobre su rostro de mirada profunda y atemorizante sin perder su encanto. 

El ingreso de la muchacha fue crucial, su aire de extraña grandeza fortaleció el espíritu decaído después de los sucesos funestos; la habían visto en la mañana sin dirigirse palabra, ahora por fin podían relacionarse.

—Me llamo Helena.

Al escuchar el nombre les fue imposible sentir un escalofrío, conocer a la chica de las maldiciones de Villa Helena no era para menos.

—Yo sé que sus intenciones con Andinia son buenas, Miguel ha sido claro, mientras sus acciones nos lleven a derrocar a la Asamblea nadie los molestará en Villa Helena; esta casa será su lugar de reunión, el más seguro de Andinia —explicó, entusiasmada— ustedes ya saben quién soy yo, pero por mi parte no los conozco así que de alguna forma los debo llamar.

Todos se quedaron pensativos.

—Nos puedes llamar los Blanco —exclamó, emocionado, Vito.

—Entonces, la casa de la loma será el fortín de los Blanco —concluyó, Helena. 

A pesar del afán de Arturo por salir prefirió hacer una deferencia con su anfitriona y se sentó a escucharla; Helena indagó sobre la organización, estaba decidida a involucrarse en el plan de los Blanco, con sus argumentos esperaba convencerlos de la importancia que podía tener al unirse a la causa.

—¿Cuántos son? —preguntó.

Nadie quiso responder.

—Todavía desconfían de nosotros, Villa Helena solo abrirá sus puertas a los salvadores de Andinia y hemos apostado por ustedes, aquí tenemos más que perder; Villa Helena es respetada y temida, no requiere ninguna demostración ante la Asamblea, a pesar de ello estamos con los descontentos, con esos que pueden hacer diferencia para la historia del pueblo, deseamos su victoria, al menos nos merecemos su confianza por les aclaro: Villa Helena seguirá como ahora aunque triunfen, nuestro afán es apoyarlos, no buscamos nada especial, tomamos partido por ustedes y sólo les pedimos lo que todos nos tienen: respeto. 

Cuando terminó de hablar sólo se escuchó un suspiro unísono, al rato Vito habló:

—Somos diez —confesó— él es Arturo.

—Mucho gusto —dijo, el joven.

—Ella, Marinela.

—Hola, me puedes decir Corocoro.

—Yo me llamo Vito, gusto en conocerte.

—Gracias por presentarse.

—Faltan Didier, Teseo, Álvaro y el locutor, ellos fueron los primeros; también participan Lidia, Amalia e Ícaro, pero todos los días hay nuevos… —en ese momento se le quebró la voz— Andrés y Benjamín eran nuevos y fueron asesinados, es el riesgo de enfrentar a la Asamblea y todos lo aceptamos.

—¡Falto yo! —rompió el silencio, el desconocido— me uno a ustedes y voy a pelear hasta ganar o morir —cuando terminó lanzó una risa estridente como enajenada— ¡cuenten conmigo! 

Hablaba con susurros como si temiera ser escuchado, meneaba constantemente la cabeza alerta a cualquier señal de peligro, mantenía la boca medio abierta entre cada carcajada estrepitosa que lanzaba, dibujando en su rostro de ojos inquisidores una imagen de extravío. 

Mientras los Blanco planeaban sus movimientos, desde Andinia llegaban noticias de las fotografías publicadas en el parque; Helena sintió mucho la información, no era muy cercana a Luna Blanca, pero tenía la certeza de su influencia en la libertad de Andinia junto a Petrona; era hora de hablar con ella por eso envió un mensaje a Luna Blanca.

—Lleva esta nota a Gumercinda, sólo ella puede recibirla, que la niña Petrona no sepa nada, entendido —advirtió, Helena; el mensajero asintió con un movimiento de cabeza— ni Marcia ni Petrona, si se enteran será por la señora Gumercinda.

Las indicaciones estaban claras, el encomendado ya salía de la casa.

—Luis, ve rápido, mejor por el camino viejo por si acaso la PJB está vigilado el cruce Blanco. 

Cuando salió revisó sus manos, tenía dos papeles separados cada uno con una destinataria, el primero decía Gumercinda, el segundo Petrona; cuando llegó a Luna Blanca buscó a la señora y entregó el recado sin mayores explicaciones, le envían esta nota desde Villa Helena, dijo simplemente, luego se retiró en busca de la segunda receptora para hacerle la entrega personalmente, conocía a la niña Helena, aunque no le había dicho nada seguramente esperaba su decisión; cuando por fin la encontró se limitó a entregársela, de la niña Helena, murmuró, luego se marchó, Petrona tomó el trozo de papel y lo ocultó en su bolsillo. 

Al atardecer Helena y Miguel volvieron; los Blanco seguían con la inquietud sobre su salvador, era un hombre extraño, querían saber de dónde venía.

—¿Quién es el desconocido que nos trajo aquí? —inquirió, Vito.

—El desconocido, buen nombre para ese loco que aún no se presenta ante nadie.

—No lo conoces, entonces.

—Pues un día apareció, según dijo Teresa lo había rescatado de Puerto Tristeza y le debía su lealtad.

—¿De dónde?

Helena sonrió.

—Puerto Tristeza —repitió, Miguel.

La muchacha miró fijamente al administrador de la Villa.

—Mejor cuéntales tú.

Miguel mostró un aspecto jovial antes de sentarse para contar la historia.

—Según se sabe hay un cuento sobre Puerto Tristeza, es muy viejo y ahora relució otra vez con el recién llegado quien reclama la historia como propia; nadie puede asegurarlo como lo hace él, aunque es posible cualquier cosa con un loco así —explicó— el asunto es que había un hombre perdido en un caserío triste, desesperado por huir, apresado por las torrenciales lluvias que no paraban ni de noche ni de día… 

Era inmensa su desmoralización por el entorno sombrío a su derredor, su única idea era escabullirse del caserío donde se encontraba atrapado, entonces le pidió a la luna su ayuda para disminuir las lluvias en su próxima fase, ella aceptó e inició su cuarto creciente con la promesa de menguar el agua que caía del grisáceo cielo; efectivamente en el inicio del cuarto lunar las precipitaciones desaparecieron, el hombre se llenó de dicha, quiso compartirla con la luna dedicándose a conversar durante las noches secas, ella alborozada se entretenía con su admirador, nunca había pasado noches tan acogedoras. 

El cambio de luna nos ha dado una buen clima, mañana puedo viajar, no quiero quedarme un momento más aquí, el tiempo está bueno, voy a prepararme para el viaje, mi maleta tiene que estar lista en la mañana. 

Cuando salió del cuchitril donde comía encontró la calle completamente iluminada, levantó la cabeza y contempló la luna, hola, le dijo, pero no se detuvo mucho tiempo porque tenía afán por alistar su equipaje; la luna se sintió desplazada, se enfureció, sintió una dolor profundo sobre todo cuando lo escuchó confesar su deseo de no permanecer un día más en el caserío, en especial por el tiempo seco de los últimos días que le facilitaba su fuga; ella no pudo resistir, con su cambio era cómplice de su soledad, se quedaría aislada nuevamente, perdería su admirador; mientras el hombre caminaba a su habitación de arrendamiento la luna fue despareciendo, en medio del cada vez más sombrío pueblo se oían los pasos del hombre acompasados, pronto estaría frente a la puerta de su habitación, la luna casi se perdía en el oriente, cuando entró sólo la negrura de la noche invadía la tierra, él no lo notó así que se fue a dormir tranquilo, soñando con su escape; a media noche el llanto de la luna se hizo notar, un escándalo producido por el golpeteo de las grandes gotas lo despertaron, pensó que sería un momento, pero no fue así, entre más oscura la noche, más cerca la madrugada y más fuerte la lluvia.

 ¿Dónde estás luna? 

El agua seguía cayendo como nunca había visto, salió a la calle para buscar a su amiga, alzó la mirada, no la encontró, sólo el atemorizante horizonte oscuro lo sobrecogió. 

¡Luna me traicionaste, ¡tu cambio fue una mentira!, ¡te escondiste y las lluvias se han apoderado de todo!, ¡maldito este lugar que produce tristeza, maldito todo su entorno!, ¡maldita tu por abandonarme! 

El hombre se encerró en su casa, buscaba la muerte, pero pudo primero la locura; enajenado salió a la calle sin luz en sus ojos extraviados, sobre su cuello tembloroso se tambaleaba sin dejar su monólogo, albureando con diatribas sin sentido; se lo veía caminar sin descanso con la mirada clavada al piso porque había prometido nunca más ver hacia lo alto; la luna vio desde su escondite, fue consciente de aquella locura, se dio cuenta de su pérdida, otra vea se hallaba solitaria después del maleficio que afectó a su admirador y desapareció avergonzada, mientras tanto el hombre todas las noches deambulaba con su mirada dirigida al piso. 

Paraje maldito, me atrapas en tu seno, pero finalmente huiré, no me podrás retener. 

Noche a noche repetía sus caminatas sin fin emitiendo un grito desesperado, ¡no me podrás retener!; no se detuvo hasta cuando una sombra montada a caballo lo levanto sobre el lomo del animal y lo liberó para siempre; ante su ausencia la luna reapareció, el llanto la acompañaba, la tristeza la sobrecogía, desde entonces se conoce Puerto Tristeza eternamente sumido en la oscuridad porque la luna nunca volvió a brillar. 

Todos se miraron entre sí.

—¿Qué pasó con el hombre?

—¡Aquí estoy!, al fin pude escapar y nunca volveré, la libertad de Andinia es mi lucha y prefiero la muerte en esta pelea que el regreso.

—Quién cabalgaba el caballo.

—Mi señora Teresa, ella me salvó y me ordenó que fuera su guardián —explicó con mohín frenético dibujado en su rostro.

Los Blanco estaban intrigados, eran las palabras de un loco o la sensata confesión de un maniático para infundirles el valor necesario en su cruzada.

—No se preocupen —murmuró— vamos a ganar; Teresa me lo dijo, por eso los traje aquí, ella me lo pidió, pero como todo triunfo traerá dolor constante. 

De pronto la puerta se abrió completamente, el viento invadió la casa, era Didier con la zozobra de ser detectado por los agentes de la Asamblea en su carrera desde la tienda de Catalino.

—¡No salgan de aquí!, encontraron muertos a los tres muchachos que arrestaron anoche en El Progreso; ¡la PJB está decidida a eliminarnos!


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