miércoles, 5 de marzo de 2025

La marea IV

 IV

Marino era el menor de tres hijos y llevaba muy claras las palabras de su madre en el lecho de muerte:

—¡Confía en Dios y no en vos! 

Ese había sido su último consejo, algo inoficioso para un muchacho como Marino, desconfiado de sí mismo. Era indudable la buena fe de la vieja, pero su declaración no era del todo sincera porque no creía haberse beneficiaria de sus oraciones, su mala suerte así lo demostraba. Los incontables reveses en su vida la convirtieron en una mujer malograda, la desesperanza se había apoderado de ella y sólo rogaba a la muerte su feliz acontecimiento para apagar sus males. Marino tuvo que soportarla hasta los dieciocho años. 

Durante el periodo de niñez de Marino era notorio el desprecio generalizado entre los miembros de la familia; su madre había tomado la decisión de dormir en el cuarto de su esposo Bernardo, pero en cama separada, su medida la convirtió en una vieja amargada, hostigada por la culpa. El muchacho era su vida, lo adoraba convencida de su santidad por eso le insistió hasta el cansancio su vocación; con ese fin lo matriculó en el coro de la iglesia, patrocino su entrada al grupo juvenil de catequismo y hasta logró postularlo a monaguillo, pero su mala actitud con los feligreses no permitieron su ascenso. 

A pesar de todos los afanes de Graciela, su hijo no le demostraba mucho cariño, tampoco se oponía a sus caprichos, pero no por amor filial, la verdad era otra, para él su madre no tenía un mayor significado ni le importaba, estaba aburrido de su cantaleta del sacerdocio, razón suficiente para alejarla. Aparte del chico, Graciela tenía dos hijos mayores, Luis y Hernando, sin embargo, no había comunicación entre ellos, cada uno tenía sus propios pecados y no quería compartirlos con los demás. El alcoholismo del padre, la mojigatería de la madre, las trampas de Hernando, la mezquindad de Marino, eran aparentemente una mezcolanza de seres malévolos, pero en realidad sólo representaban personajes comunes y corrientes; aunque, estaba Luis, un verdadero tipo raro, resaltaba su gentileza además de su entrega por el trabajo. Si todos fueran así este mundo sería mejor, solía decir una amiga de Graciela; pero ella no creía eso, las acciones de los hombres buenos no suficientes para demostrar bondad, se necesita los actos de los seres malos para entender la grandeza de la verdadera bondad, Lucrecia, respondía Graciela ensimismada. 

En aquella casa tan golpeada por el pecado no faltaba la oración diaria; Bernardo, esposo de Graciela, esperaba a todos los miembros de la familia alrededor de un pequeño altar en su cuarto para rezar el rosario después de la siete, una vez se había alistado para acostarse. 

El quinto misterio doloroso es la muerte y crucifixión de nuestro señor Jesucristo. ¡Padre nuestro que estas en el cielo, santificado sea tu nombre… 

Antes del rezo Bernardo se preparaba con toda dedicación para asistir al evento, se alistaba como de costumbre sin olvidar ningún detalle de su ritual riguroso. Una vez se encontraba solo entre las cuatro paredes desaliñadas de su pieza se levantaba muy despacio del sillón para dirigirse al viejo baño por el angosto espacio entre la cama y un gran cajón de guardar zapatos; con dificultad llegaba hasta el cuarto del sanitario tan agotado que necesitaba recostarse sobre la pared para reponerse, frente a un pequeño cajón adornado por un espejo compuesto de tres gavetas en su interior; al abrirlo encontraba un desgastado cepillo dental, después de tomarlo en sus manos ubicaba con sus ávidos ojos una diminuta caja con bicarbonato de sodio, de ella sacaba una bolsa plástica con una esquinas perforada, después aplicaba el polvo sobre la amarillenta pieza dental extraída de su boca y con gran fuerza la restregaba como si quisiera eliminar su percudida apariencia, algo imposible; para terminar su limpieza bucal, con especial rigurosidad empacaba el bicarbonato en su pequeña caja, acomodaba su viejo cepillo de dientes en un porta cepillos plástico sobre una de las gavetas junto al puente dental metido en un vaso de cristal lleno de agua turbia y a su lado ponía la diminuta caja. Regresaba al cuarto mientras aflojaba el nudo de su corbata hasta soltarlo en su totalidad, la doblaba con sutileza para no provocar ninguna arruga, porque era muy cuidadoso con sus corbatas, su caja de dientes y su hernia. Parado al lado de la cama se quitaba el saco del vestido, con suma delicadeza lo dejaba sobre la cama en tanto se quitaba el pantalón, cuando lo había doblado en el espaldar de la silla instalada frente a su cama colocaba el saco del vestido encima, bien alisado en el espaldar. Su esmero en el vestir era cosa de elogiar para los recursos que poseía. Le avergonzaba no estar bien vestido cuando alguien lo visitaba, sin embargo, no pudo recibir la visita de la muerte con elegancia, sus males no se lo permitieron, por eso murió avergonzado. 

Sin los pantalones se sentaba en el lado derecho de la cama delante de una gran ventana con vista a la calle, llamaba a Marino con un gruñido, el muchacho penetraba en el cuarto para cortar la entrada de la luz con una cortina oscura colgada a diario, creando un ambiente de penumbra perfecto para el sueño del viejo; después de cumplir con su cometido salía de inmediato no sin antes asegurar la puerta. Bernardo se colocaba su pijama azul rota, se sacaba la camisa para ubicarla en la misma silla donde reposaba el vestido y procedía a soltar su venda. Estacionado en el filo de la cama recibía la hernia testicular en su mano diestra entre tanto su siniestra acababa de sacar toda la venda para dejarla a un lado de la pata trasera de la cama. Con el pijama a la altura de los tobillos, sentado todo el tiempo, se preparaba para acostarse, lo hacía despacio para no gritar por el dolor ocasionado por sus movimientos bruscos; a pesar de la dificultad del ejercicio lograba subir el pantalón del pijama, descansaba por todo el esfuerzo realizado y finalmente se acostaba. Su asquienta mujer después de ayudarlo a ponerse las medias recogía la venda para lavarla. 

Cuando terminaba todo el proceso Bernardo daba la autorización a toda la familia para ingresaba al cuarto. El niño Marino ocupaba su ilustre lugar de orador, cogía el rosario en sus dedos, entiesaba su brazo, llevaba la mano derecha hasta la altura de la clavícula y ahí la conservaba hasta el final de su perorata nocturna. Después del rosario seguía la letanía acompañada de coros poco angelicales muy grotescos al oído; con ávida memoria iniciaba la letanía sin errores porque el padre no los aceptaba al rezar, recitando maquinalmente su ofrenda guiado por la respuesta de los acompañantes para mayor seguridad. 

Señor exclamaba ante la mirada fija de su padre.

¡Ten piedad de nosotros! coreaban todos.

¡Cristo!

¡Ten piedad de nosotros!

¡Señor!

¡Óyenos!

Lentamente se agotaba la larga la súplica con gran disfrute del chico. 

A pesar de su posición de rezandero dedicado nunca pudo concentrarse en su oración, constantemente lo perseguía la mirada morbosa del viejo Bernardo, ejerciendo una presión torturante razón por la cual Marino aborrecía a su padre. Aquel viejo de rostro duro era alto, de buena apariencia física e imponente por su presentación impecable, las arrugas en su rostro le daban un aire de sombría perversidad; sin embargo, detrás de esa recia personalidad se ocultaba un hombre desengañado por la vida, cabeza de una familia triste llena de individuos perdidos en la infortunio de tener la misma sangre. 

Una vez terminado el rezo Graciela ingresaba con un termo lleno de agua caliente, lo ubicaba sobre la mesa de noche y apagaba la tenue luz de la pieza en absoluto silencio, antes de sepultarse entre las frazadas de su cama. Soportaba toda la noche los ronquidos de Bernardo, también sus continuos lamentos cada vez que intentaba voltearse de lado, cubierta de pies a cabeza con sus cobijas para menguar el escándalo y el mal olor. 

Cierto día Bernardo trataba de reponerse de su reciente borrachera, no soportaba ningún ruido ajeno al rezo ni esperaba la más mínima equivocación, en eso Marino tartamudeo un par de veces al leer los misterios; el viejo empezó a rabiar

—¡Maldición! ¿En qué pensabas? —balbuceó entre la saliva aglomerada en su boca de aliento alcohólico— ¡Cuando se reza se piensa en Dios! —refunfuñó, mostrando lentitud a causa del guayabo cuando trataba de manotear como gesto de protesta. 

El pobre muchacho estaba aturdido, se sentía perdido, abandonado por el Dios protector promocionado por su madre; según la vieja el mundo y sus males no existían en el paraíso de bondades prometido en agradecimiento por su plegaria diaria. La diatriba de Bernardo dirigida a Marino lo dejaba como un pecador incapaz de proclamar una alabanza a Dios de forma correcta; corría el riesgo de recibir una terrible mancha por su falla, sin poder entenderlo después de tanto tiempo al frente de las oraciones de la familia; enterarse de un momento a otro del poco servicio de sus oraciones nocturnas lo colocaron en un precipicio en el que no debía caer, agarrándose como fuera para conservar la vida de contrición diseñada por su madre; sin embargo, el problema del hombre no radica en encontrar la forma de salvarse de sus abismos, está en el deseo inexplicable de lanzarse en ellos y Marino lo anhelaba. 

Durante la grotesca reconvención del viejo, la madre asistió en silencio, demostrando la ternura y la resignación del sacrificio maternal, bastante inoficioso; en un momento dado se acercó al joven para confirmarle tristemente el mandato de Bernardo, sugiriendo con su mirada la obligación del chico de guardar obediencia; pero como los oprimidos reaccionan cuando las pruebas son extremas, eso les da la posibilidad de sobrevivir a los avatares de la vida, Graciela se envalentonó, botó a un lado su eterno estado de sumisión, se alzó en protesta impulsada por el orgullo de los humillados, la envidia del poder de su marido y el terror de que su hijo despertara del letargo. 

Era tiempo de una reacción por el bienestar de su hijo, de paso se sentaría en el puesto de poder de su viejo marido así fuera por unos segundos.

—¿Cómo le va a decir eso al niño? —dijo de pronto la espantada mujer, sin creer que era ella quien había hablado—. Él nos ha ayudado a rezar durante estos años y en vez de agradecerle lo maltrata.

—¡Solamente digo que es un vago distraído! —gritó el viejo.

—¿Cómo se atreve a decir eso? ¡El niño no tiene la culpa de nada!

—Yo no lo culpo de nada, además es bueno que conozca el mundo de verdad, el de afuera, no todo el tiempo va a estar detrás de sus faldas…

—¡Ese es mi problema y de él! —lo interrumpió enfurecida. Estaba dolida por las palabras de su marido—. ¡Yo veré si lo tengo hasta viejo debajo de mis enaguas! —recalcó e hizo una mueca de desprecio nada convincente.

El viejo observó sorprendido la fortaleza demostrada por su mujer y prefirió el silencio sin quitarle la mirada a su hijo. 

La madre de Marino había logrado detener la arremetida, controlando la deteriorada situación. El muchacho se limitó al llanto sin decir palabra acurrucado cerca de la vieja, odiándola por aquella defensa. Al final el molesto padre dio la orden de apagar la luz, la patética vieja fue a rezar a la santísima cruz por el genio cambiante de su marido, por su parte, Marino se encerró en su cuarto a la espera de la metamorfosis que le permitiera salir al mundo. 

Los dos hombres ajenos al paso del tiempo se vieron enfrentados a nuevos retos sin poder desprenderse de sus lazos familiares

Algunos años después el viejo Bernardo tomaba unos tragos en su vetusta a casa, impedido de salir a la calle por culpa de sus achaques, solitario alrededor de la hornilla sin un solo amigo de los tantos inseparables cuando era un hombre influyente; había terminado la época de los sitios prestigiosos, los mejores colegas a su lado y las putas más cotizadas del pueblo.

Cuando vio llegar a Marino lo llamó.

—Marino siéntese —dijo el viejo.

El joven no hizo caso al principio; Graciela gesticulaba con disimulo en busca de advertir a su hijo.

—Yo sé que muchas veces lo he tratado mal, pero eso no cambia nada las cosas, sigo siendo su padre —explicó— y lo quiero. 

Graciela no dejaba de caminar nerviosa entre la hornilla y la pared, por momentos desfogaba su ira con la leña que no prendía, por momentos guardaba silencio. Marino al principio sostuvo desafiante la mirada de su padre, aunque, no duró mucho su proeza, pronto bajó su cabeza igual que en aquellos días cuando rezaba.

Mientras su madre continuaba su eterna pelea contra el humo, Bernardo levantaba la botella.

—Esto lo hago con sinceridad, quiero hablarle, pedirle que no pienses mal de este su viejo padre; ¡estoy muriendo!, sólo busco perdón como mi último deseo. 

El fuego era más arisco entre más se aventaba, Graciela ya se daba por vencida. A pesar del lloriqueo de sus ojos cruzados por rojas rayas hechas al azar por los infortunios vividos y el humo pudo descubrir la brillante copa ondear por los aires. El viejo había extendido el vaso con su mano firme de buen bebedor, Marino se limitaba a mirarlo, Graciela asustada no quitaba la mirada de los dos hombres.

—¿Cómo le va a ofrecer aguardiente al muchacho? —chilló— ¿No se da cuenta que ya se caliente el café si prende esta mugre candela?

Manoteaba con el aventador en la mano.

—Así que me dejas con la mano extendida —reclamó Bernardo a su hijo.

Graciela volvió a su caminata nerviosa, detrás se encontraba colgada una imagen de Jesucristo lleno de llagas, con el pecho adornado por una gran herida así como el hombro y el codo izquierdos; tenía las rodillas sangrantes, el rostro maltrecho adornado con una triste mirada de sufrimiento, dándole un aire fantasmal; la estampa resaltaba detrás de las grandes llamas ondeantes encendidas después de una lucha descomunal entre la mujer contra y la madera húmeda; debajo del tizne de la litografía se alcanzaba a leer Señor de la Peña Ayúdanos. La idólatra mujer estaba convencida del poder sanador de aquel personaje agobiado, tristemente deshecho; su fe era inquebrantable respecto a la protección de Marino. 

La vieja estaba afanada por brindar café a su hijo e interponerse a la intención de su marido de emborracharlo; para terminar la preparación se volteó con agilidad, alcanzando de la segunda tabla pegada a la pared de la cocina un pedazo de panela para endulzar el líquido porque azúcar solamente se usaba cuando había visitas; enseguida se dispuso a servirlo. 

Marino reaccionó.

—¡No! No se va a quedar con la mano estirada —dijo y se sentó frente a él.

Era un combate de orgullos: el de un hijo herido, el de un padre despreciado. 

Graciela alcanzó a servir el brebaje en una taza medio desportillada con dos panes ubicados en un plato, pero fue tarde, Marino había recibido la copa, vaciándola sin dudarlo de un solo trago. La madre se indignó, sólo atinó a fruncir su cara con desencanto antes de la huida; no quería estar en aquel lugar. Cogió su chalina y dio media vuelta. 

Bernardo disfrutó cuando su hijo le recibió la copa de aguardiente, con respecto a su mujer no dijo nada por su actitud, sólo la siguió con la mirada mientras corría afuera, a lo mejor sin identificarla porque su interés estaba volcado sobre Marino.

—¿Qué busca con esta invitación señor? —preguntó el muchacho. 

El fuego se avivaba cada vez más, las llamas subían, luego menguaban, dibujaban representaciones sin forma en la pared, desfigurados gigantes ante el mayor fulgor, alterados monstruos al ahogarse el poder de la candela en un minúsculo lapso de tiempo, proyectando una imaginaria lucha entre dos titanes furibundos e inmortales, así lo creía Graciela en su cabeza; el bien y el mal en su eterna lucha otra vez se enfrentaban, su tarea era encomendar su hijo porque quería el final de Bernardo. 

—¿Qué busca? —insistió Marino, algo confuso, persuadido de dominar la mirada perturbadora del viejo; pero no fue necesario, cuando lo observó detenidamente no encontró ni rastro, en su lugar solo brillaba la fracaso; entonces extrañó la perversa mirada de antaño. No supo cómo actuar ante un ser indefenso. 

—¿Qué quiere que le responda? —inquirió el viejo, mientras levantaba la botella para servir a Marino un nuevo trago— ¡Espera acaso escuchar que lo odio por no ser como yo o algo sobre su madre, cansada de verme una hernia que le produce asco y encontró en Dios al hombre de su vida! ¡No! Todo eso lo sabe —explicó el padre. El joven lo escuchaba sin quitarle la vista de encima— Marino yo soy su papá, siempre lo he sido, no puede desconfiar tanto de mí —aseguró, mientras tomaba el trago de su copa muy concentrado en su disertación, olvidando servirle a su hijo, quien se mostraba indiferente a todo—. Yo pude haberlo molestado, tal vez reprimido en muchas ocasiones, pero no cree qué es la hora de hacer las paces.

El aire calmado, intempestivamente agradable sobresaltó a Marino.

—¿Cómo…? —preguntó desconcertado. 

El viejo estaba perdido en la nostalgia, apresado en el despecho de pertenecer una familia absurda, humillado por sus propios hijos al olvidarlo: Hernando no vivió para ayudarle, lo odiaba por su estupidez, sólo a este imbécil se le ocurre hacer negocios con gente peligrosa y quedar mal, no lo puedo considerar mi hijo, es el colmo de la estupidez creer que los demás son igual de idiotas para estafarlos, hijos como él no valen la pena, ¡fuera de mi casa todos los idiotas como él!, gritaba cuando lo recordaba en sus borracheras. Luis poco le interesaba hablarle, prefería sumergirse en su trabajo para olvidar la casa paterna aunque estaba condenado al retorno diario, por eso se marchó. Sólo quedaba Marino con quien tenía una lucha sin cuartel a pesar de no desearlo, por más intentos nunca pudo enderezar su relación. En cuanto a Graciela también sentía su abandono, si alguna vez la amo fue fugaz, suficiente para unirse a ella y olvidarla para siempre, suponía lo mismo de los sentimientos de su mujer; nunca lograron alcanzar la costumbre, única forma de blindar el amor. 

De pronto sin explicación alguna Marino no quiso tomar más, estaba alelado por tanta tribulación de su padre; había aceptado la invitación con el único fin de llevar a cabo su venganza, pero el momento no se presentó. La mirada siempre perversa que lo desnudaba en esta ocasión no pasaba de ser un leve destello de ojos hundidos entre unos párpados caídos. Tenía en frente el viejo objeto de su odio, temido desde siempre, considerado su enemigo, borracho, babeante con un hilo de saliva colgando de su seca boca. Marino miró fijamente a su padre, el viejo trataba de no caerse con su hernia en la mano derecha, mientras la izquierda estaba ocupada con la botella. Hacía mucho rato se había olvidado de él, supuso con pesar; un raro sentimiento enredado e incierto lo obligó a salir. No entendía la forma tan patética como terminaba la historia de su padre, él únicamente quería vengarse, pero sólo logró sentir lástima por un viejo enfermo roído por el tiempo.

—Marino… —dijo de pronto—, yo lo quiero, sabe… —se detuvo, intentó escupir, pero no pudo; volvió a tragar su propia saliva—. Hijo… a tu mamá la quiero mucho… pero ella siente asco de mí. ¡Lo sé! —intentó gritar nublado por el alcohol; encandilado por el fuego de la hornilla exclamó algunas cosas inentendibles, se llevó las manos a la boca—. ¡Marino usted es mi hijo menor y lo quiero! —dicho esto dejó caer pesadamente su cabeza entre los hombros. La botella rodó por el piso hasta sus pies, donde se derramó.

Marino evadió al viejo, lo dejó atrás postrado ante el fuego. 

Y postrado vivió los últimos siete años de su vida. No dejaba de hablar solitario, pendiente de la visita de la muerte en el cuarto de paredes desaliñadas donde no entraba nadie. Hubo momentos de esparcimiento cuando la vecina lo visitaba para conversar un rato, pero el resto del tiempo permanecía con el radio prendido, golpeando sus manos como último ruego a la casa para que notara su presencia.

—Yo me voy a morir… —decía un día antes del suceso—, este viejo ya no sirve para nada.

—No don Bernardo, no diga eso, usted es fuerte, usted aguanta mucho tiempo todavía.

El viejo miraba a su vecina agradecido, con ternura senil, pero bajaba la cabeza, estaba convencido del desenlace.

Ninguno de sus hijos estaba en la casa.

—No, esta vez no hay quien me salve —dijo y trató de apagar a su eterno compañero, el radio. El fiel aparato estaba al lado derecho cerca de la ventana, sin sentir amor, sin sentir asco, simplemente a su lado. 

Bernardo se quedó observando con atención la vieja calle que muchas veces transitó. El recuerdo aguaba sus ojos, sin embargo prefirió ocultarlo a pesar de estar rendido. En ese instante recorrió su vida: el pequeño carro que llevó sus cosas a su nueva casa, los días celebrados en familia, las borracheras con sus amigos, el sufrimiento de su mujer; Marino en el altar cuando balbuceaba la primera lectura, el amor a Graciela esquivo y fugaz, pero verdadero, la llegada a su primer trabajo… La vida había pasado, era hora de acabar.

—Doña Carmencita gracias por venir a acompañarme en estas últimas horas.

—¡Pero si usted no se va a morir! Mire que en poco tiempo será navidad, vamos a celebrar todos.

—No Carmencita, este viejo se muere aborrecido por mi mujer y odiado por mis propios hijos —murmuró, en medio de la nostalgia por el pasado, con inocultables lagrimones rodando por sus mejillas ablandadas por el paso del tiempo, con ojos que miraban con una perversidad inocente y algo de ternura. Bernardo producía compasión. 

Intempestivamente entró Graciela a llevarle algo de tomar a la visita.

—Tome Carmencita un café.

El viejo sonrió. 

Graciela nunca pudo olvidar el instante cuando se cruzaron sus miradas, fueron segundos, estaba expuesto. Se reprochó por siempre el no haber hecho algo diferente por ese viejo mal oliente, muy rígido, aparentemente inmutable, pero un viejo al fin y al cabo. En su mente se confundieron muchos recuerdos, no atinó a descifrar sus sentimientos. Nunca supo si se trataba de compasión o rabia, con él o con ella misma.

El viejo se moría. Bernardo no mereció tanto desprecio. 

Postrado como los últimos siete años escuchó a Carmencita, luego la despidió. Esa noche comió sin darse cuenta tanto como no lo había hecho en siete años de gruñidos: se sentó en la cama, pidió que colocaran la cortina, después de acomodar su hernia con la mano derecha y subirse la pijama azul con la izquierda roncó hasta cerca de las tres de la mañana cuando una gran convulsión lo llevó a su fin. Graciela no estuvo presente, prefirió dormir en un cuarto aparte porque adivinaba los sucesos de esa noche.

El día amaneció como todos, pero sin el viejo Bernardo que ya no gruñía postrado en su cama.

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