miércoles, 19 de marzo de 2025

La marea V

V

El viento arreaba el polvo en un mágico paseo ondulado, lánguido izaba las livianas basuras para elevarlas en una nube pasajera triste como la vida de los fantasmagóricos habitantes de Andinia; un pueblo abúlico, testigo de toda la de brutalidad sólo posible en los hombres.

—¡Buenas tardes patrones! —expresó Ignacio, un hombre pequeño, de grandes ocurrencias, jovial, alegre, toma trago como ninguno. Tenía siempre en el filo de la lengua un buen chisme o noticia como lo llamaba para darle un poco de elegancia a su perorata. Trabaja en el parque en una pequeña venta de dulces y cigarrillos. 

Catalino y Luis seguían en las afueras de la tienda, contemplando el paso de la polvareda.

—Ah, ¿Nacho ya me arregló la habitación? ¡No se olvide!, la tiene muy desordenada y eso cauda mala impresión en los demás inquilinos —exclamó, Catalino, mientras pasaba una pierna por encima de la otra para acomodarse mejor. Luis salió de su distracción por la curiosidad.

Nacho poco o ningún caso hizo a las palabras del tendero.

—¡Buenas tardes tocayo! ¿Cómo se siente en Andinia, patroncito? —interrogó el pequeño hombre al pensativo inquilino.

—Buenas… —alcanzó a murmurar Luis con toda la energía posible en su estado.

Nacho lo miró con atención y fingió entenderlo.

—De dónde sacó lo de tocayo —inquirió extrañado el tendero.

—¡Luis Ignacio! Me llamo Luis Ignacio, amigo —exclamó el hombrecito—. ¿Pero lo veo preocupado patrón? ¡No tiene por qué!, la finca de don Horacio necesita trabajadores, verá que pronto le llegan noticias muy buenas.

—Pero el chisme corre rápido y usted siempre quiere saber todo, todo… ¡nada puede pasar por alto! ¿Usted nunca va a cambiar?

—Don Catalino, yo sólo traigo noticias y le puedo confirmar que el señor Valencia va a contratar a varios, ahora si se tiene en cuenta la pereza de los que llegaron últimamente, ¿no los ha visto tirados por todas partes patroncito?, el trabajo es suyo, ¡por dios, no hay competencia!

Catalino se limitó a hacer una mueca de desaprobación.

—Vaya a tender la cama y no joda tanto.

—¿Otra vez con eso?

—Claro que sí, el hotel es mío, así que estoy velando por mis intereses.

—No se moleste patroncito, además ¿no sabe usted qué el orden es un acto de vergüenza?

Luis Ignacio no dio tiempo a nada y acercó una silla en donde se acomodó muy bien.

—Esto va para largo —murmuró, Catalino.

—Pues sí, no hay nada más falso que el orden que aparentan todos. Por dios, cuando llego a cualquier lugar y todo está arregladito no creo que los dueños sean ordenados. ¡Es falso patroncito! Nadie es ordenado, sólo apariencias; ¡mejor dichito, señores!, crean lo que quieran creer, pero la máscara de la limpieza es de muelas para afuera, esa máscara nada más sirve para ocultar la vergüenza, mejor dichito, es la única forma de vivir felices, patroncito, no se puede vivir avergonzados todo el tiempo, mejor esconderla… ¿no les parece, patroncitos?

—No más pendejadas, estás borracho seguramente.

—No don Catalino, ¿cómo puede decir eso de mí patrón?, pero ya que lo menciona está medio calurosos, mejor dichito, no caería mal. 

El tendero se limitó a sonreír, negando con su cabeza, en tanto Luis parecía olvidado de sus preocupaciones, su atención se había volcado sobre la habladuría del curioso personaje con sus argumentos faltos de cordura, pero todo era parte de su desenvoltura y su gusto por ser el animador de un algún coloquio en cualquier lugar.

En ese momento apareció una mujer en la puerta del negocio, era la esposa de Luis; el pequeño hombrecito parecía querer huir pues suponía haber sido oído.

—¿Mucha vergüenza Nacho? —preguntó Catalino con socarronería— quiero ver qué haces para salir del embrollo.

Luis sonrió e hizo sentar a Gertrudis a su lado.

—¿Qué puedo decir?, patrón, ¡que no hay nada como el orden! —profirió, Nacho—. ¿Qué haríamos en un mundo sin la gente ordenada?, por eso Dios nos dio mente, para ser ordenados, ¿no cree eso doña?, mejor dichito... —se detuvo titubeante.

—Gertrudis —completó casi como un murmullo la recién llegada.

—Eso, doña Gertrudis. 

Se hizo un silencio entre los contertulios; solamente el viento silbaba, sonorizando la escena de cuatro personajes hipnotizados por el mismo punto en el horizonte, opacado por la bruma ociosa que borraba a lo lejos las figuras de la naturaleza, convertidas en un manchón abstracto en las profundidades del lienzo ciano anclado en el infinito.

El ambiente se prestaba para desempolvar recuerdos, la historia de Andinia, y nadie mejor que un cronista de la vida como Nacho, el mejor de las proximidades.

—Don Luis, lo felicito por su mujer, patrón.

—A qué viene eso —preguntó, Catalino.

—Es que se me vino a la memoria un buen amigo mío que murió huraño, mejor dichito, abandonado después de vivir con una mujer, otra y otra sin unirse con ninguna; por dios, el pobre terminó olvidado por todas, patroncitos.

—Si vas a inventar una historia mejor largo de aquí —decretó Catalino.

A Luis le divertía escuchar al peculiar personaje, de esa forma alejaba los fantasmas que aún atormentaban su vida. Su mujer no decía nada, oía atentamente.

—¡No señor! Patroncitos, me dejaré de tonterías para contarles algo muy impresionante —aclaró, Luis Ignacio—, mejor dichito, que dios me condene si es un invento mío.

—Cuidado entonces.

—¡Bueno, bueno!, ¡qué importa patrón! —refunfuñó— ¡Pobre doña Berenice! Creyó que su marido era el papá de las dos hijas de Doris Santander; mejor dichito, se murió de puro dolor, ¡se murió porque amaba a Ramiro Andrade!... ¡Por dios que uno si se puede morir de amor, sino pregunten a cualquiera por Berenice de Andrade! —contaba al tiempo que besaba el crucifijo colgado en su cuello—. Ella creyó los cuentos de la gente, todos mentían, mejor dichito, Ramiro era inocente, nunca la engañó con Doris ni tuvo dos hijos de ella; eso hacen los chismes de la gente patroncito, ayudan a matar a la gente —dijo ceremonioso—. ¡Por dios, las hijas de Doris Santander son del viejo Obdulio Basante, patroncitos! El hijo del más poderoso dueño de Andinia: ¡Mariano Basante Reyes! —dijo con un respeto medroso—. ¡Mejor dichito, el esposo de la vieja Petrona Martínez!

Luis parecía sumergirse en la historia.

—¡Ojo!, no vaya a decir alguna tontería en contra de doña Petrona —recriminó, Catalino.

—Usted como todos en Andinia le tiene miedo, patrón.

—¡Miedo no, respeto! —declaró, el tendero—. Además a usted también lo asusta esa mujer, no lo niegue.

—De ella no me interesa hablar patroncito, pero si quiero aclarar que de todas las Martínez que han nacido en Andinia la única que valía la pena era la finadita Dioselina; ni la nieta, doña Petrona, con todo su poderío la iguala. Por dios, fue una lástima como murió la niña Diose —sentenció, pensativo como si le afectara el recuerdo.

—Le repito, aquí las paredes tienen oídos y usted lo sabe mejor que yo, todo el tiempo habla con ellas —precisó, Catalino. Nacho lo miró de reojo.

—Patrón, la historia de Andinia está poblada de Martínez, no se la puede contar sin tocar esa familia, así que deje de interrumpir —pidió, Nacho—. Como les decía patroncitos, la finadita Dioselina era una mujer admirable por su bondad y belleza. ¡Mejor dichito, de ella se enamoró un muchachito inocente llamado Obdulio Basante, pero sin ser correspondido! ¡Por dios, esas son las cosas del enamoramiento! —explicó con pompa, Catalino estaba sorprendido— Patroncitos, ella se hubiera casado con él de no ser por un forastero. 

—Niña Dioselina usted si quiere a ese forastero.

—Gumercinda, sólo a él puedo amar.

Lo dijo inmersa en una meditación dichosa, ajena a todo su derredor por efecto de sus remembranzas.

—¡Escúcheme!, el joven Obdulio está enamorado de usted! ¡Yo lo he visto en sus ojos!, no es hora de forasteros. Quién sabe lo que le puede esperar al lodo de él

—¡Gumercinda, yo no quiero a Obdulio!, él es muy bueno conmigo, pero sólo es un amigo. ¡Espero que lo entienda!

—Está bien, no le insisto más si me acompaña.

—Él quedó a venir, tengo que contarle un secreto.

—Guarde el secreto para mañana —dijo la india, con una mirada de escepticismo marcado en su cara.

Sólo suspiros surcaron el silencio. Uno de amor, el otro de impotencia, mientras se dirigían a Luna Blanca. 

La tarde se iba entre cuentos, Nacho no paraba mientras los otros ponían atención, concentrados en los hechos.

—Si va a contar algo que sea completo —reclamó, Catalino.

—No se enoje patroncito, ya le voy a contar todo. ¡Pero gaste algo para mojar la palabra!

—Primero escucho como inicia este cuento, no confío en su palabra.

—Mejor dichito, la finada Dioselina Martínez…

—¿Y el cuento no era de doña Berenice y Doris Santander, y de morirse de amor?

—¡Qué necio Catalino! Por dios, Andinia es la suma de sus historias, no se puede contar nada sin mezclarlas. Mejor dichito, ¡qué importa si empiezo por Doris o Dioselina!

—Es que Doris aparece mucho tiempo después de la muerte de Dioselina.

—¡Pero nació en Andinia y está marcada, patroncito!

—Hummm.

—Patrón, la finadita Dioselina Martínez era la cuarta hija de Concepción Ñañez, la única que sobrevivió después de la tragedia de las hermanitas. Doña Concepción Ñañez era la dueña de Luna Blanca y estaba casada con Macario Martínez; patroncito, por dios ese pobre hombre apareció asesinado unos días después de la desaparición del forastero que enamoró a su hijita menor, mejor dichito, el chisme del embarazo de la niña Diose se supo en todas partes y como el forastero fue asesinado lo más lógico era echarle la culpa al papá, ¡el pobre Macario!, finalmente ya no podía desmentir nada, lo encontraron bien frio y tirado en un camino.

Un aire de respeto contagió a los escuchas. 

—Ya saben qué deben hacer, Macario Martínez se va a morir esta noche; ese viejo no deja de joder y hay que aprovechar que el noviecito de la hija menor apareció muerto para echarle la culpa a él; si lo matamos todos se van a creer el cuento, ¡fijo que en este pueblos de chismosos nadie lo va a defender! Habrá mucho escándalo por todas partes, aquí lo quieren mucho, pero finalmente nadie va dudar de la culpabilidad del viejo, ¡no aguantó enterarse del embarazo de Dioselina y lo mató por venganza ¿Quién va a dudar? Con él fuera, las elecciones están ganadas.

—¡Cierto!

—Capitán, ¿cuándo lo matamos?

—Hoy mismo según las órdenes de Onésimo.

—Hoy se hará señor…

—¡Nadie debe sospechar nada!

—Usted conoce como trabajamos, señor; no es nuestro primer muerto ni será el último.

—Sólo lo digo por Obdulio, estos son negocios son suyos, yo no me meto en líos de faldas, mis asuntos con Macario terminaron con la muerte de sus hijas.


—¡Por dios, era muy hermosa! —dijo, Nacho inspirado— lástima que tuviera dos hombre enfrentados por ella, mejor dichito, como toda una novela, pero qué son las novelas patroncito, la purita realidad, los escritores dicen que inventa esas historias, pero qué va, pura mentira, eso que cuentan pasa en cualquier parte, puro chisme patroncito. El caso es que Obdulio Basante se enamoró como un niño de Dioselina Martínez. ¡Por dios, jamás logró que ella sintiera lo mismo por él! Patroncito, la niña Diose nunca lo aceptó como novio, para ella él representaba el hermano que no tenía; ese joven se llenó de purito odio.

—¿Cómo sabe eso con tanta seguridad? —interrumpió, Catalino.

—Así tiene que ser: imagínese como sufriría, al fin y al cabo estaba enamorado, mejor dichito, de pura suerte no la mató, ¡Obdulio si alguien de tener miedo!. ¿Pero va a dejar contar?

—Carajo, Nacho, pero si es exigente, siga pues…

—Patrón, ¿qué hubo del aguardientico?, por dios, no me caería mal en este momento.

—Si ayuda a pagar —exclamó, Catalino, algo molesto. El relator al ver a todos estáticos ante sus reclamos sacó algo de plata, el tendero al ver los billetes se paró de donde estaba sentado.

—Yo pongo el resto —confesó, ordenando a su ayudante acercar una mesa y servir una botella con cuatro copas.

El narrador vio con ganas inocultables el aguardiente, cogió la botella con sus manos, con la izquierda cubrió el pico y con la derecha golpeó el asiento del envase de vidrio. Unas ligeras burbujas brotaron del líquido, desvaneciéndose de inmediato, después abrió la tapa y levantó su mirada atenta.

—El primero es para las ánimas y que Dios provea si nos hace falta —dijo.

Una vez culminado el ritual sirvió a todos. Gertrudis agradeció, pero no brindó con ellos. Nacho se tomó el trago sin dudarlo, saboreo como gran catador, cuando se sintió satisfecho, ¡qué rico!, dijo con un suspiro, se secó los labios con la manga de su saco y prosiguió. 

—Patroncitos, Ramiro Andrade era el guardián de Mariano Basante Reyes. Un buen día acompañó al viejo al pueblo de Pacífico a cobrar unas deudas, Obdulio los acompañaba; por dios esto es bien cierto; mejor dichito, cuando ya regresaban con las ganancias fueron emboscados por las serpientes plateadas; el viejo resistió un rato, pero no pudo hacer nada, le robaron todo. De todos modos, el viejo se cargó varios cuando corrían lo muy cobardes. Ramiro mató otros. 

—Don Mariano vienen las serpientes, mejor volvamos y mañana reiniciamos el viaje.

—¡Ningún hijueputa por más armado que esté me va a correr!

Ramiro no dijo nada, sabía que era una locura, pero el viejo era muy orgulloso para volver.

—¡Obdulio! —gritó Mariano. El joven iba algo alejado.

—¡Señor, su hijo no tiene arma!

—¿Y la tuya?

—Sólo tengo una.

El viejo quedó pensativo, después de un instante se acordó del arma que llevaba en el caballo y mando a Ramiro por ella.

—Su papá le envía esta arma para que se pueda defender.

—¡Obdulio coja esa arma!, ¡ahora las cosas no están para dudas, nadie lo va a defender!, ¡es hora que demuestre de qué está hecho! —Sentenció, Mariano— ¡Ramiro!, ¡lo espero acá cuando esos desgraciados se aparezcan!

Los tres hombres se juntaron, estaban alerta para repeler cualquier ataque. 

—Por dios, después de ese día las vidas de Ramiro Andrade y Obdulio Basante quedaron cruzadas, patroncitos dijo, Nacho, moviendo la cabeza hacia arriba con presunción— Dicen que se encontraron en la loma donde estaban los corrales de Villa Victoria, muy lejos de Andinia para que alguien pudiera ayudarlos, es la purita verdad; el Juancho era el único por allá arribo, escondido presenció todo. ¡Por dios, él me contó todo de primera mano! Mejor dichito, las cosas fueron así, primero las serpiente le pidieron las ganancias sin amenazarlo, pero el viejo los enfrentó; según el Juancho los amenazó con matarlos si no lo dejaban pasar, ¡ellos eran tres contra siete, todos armados!; cuando las serpientes quisieron coger las maletas Mariano respondió con un disparo, matando a uno. ¡Por dios, todos se fueron a los lados y empezó la balacera! Claro que no duró mucho, nadie pensó que todo se volvería un infierno, rápidamente se quedaron sin balas. Mientras don Mariano y Ramiro desandaban para resguardarse dos serpientes se fueron por ayuda; el viejo aprovechó el descuido y mató al comandante, por eso el resto de las serpientes llegaron a auxiliar a su jefe, esa es la purita verdad. 

—Don Mariano, viene un grupo muy grande, nos van a acabar.

—¡No! —gritó, el viejo— Ramiro, ¿ha visto a mi hijo?

—Debe estar resguardándose entre los árboles.

—Vaya a buscarlo y manténgalo vivo, confío en usted. 

Nacho respiró un poco y tomó una copa servida para él.

—Cuando los rodearon hirieron al viejo, Ramiro también recibió un disparo. ¡Por dios, esos dos eran verdaderos machos, pocos se atrevían a enfrentarlos! —exclamo con aire de nostalgia por la ausencia de dos hombres como ellos— Finalmente fueron acorralados y les quitaron todo, créame patroncito que es pura verdad; de todos modos los dejaron vivos y todo hubiera terminado ahí si no fuera por Obdulio —todos abrieron los ojos— mejor dichito, cuando retrocedían, Mariano encontró el arma que le había entregado a su hijo, furibundo ante la cobardía de Obdulio recogió el arma y empezó a disparar a los últimos hombres que se alejaban. ¡Por dios, Obdulio fue el final de Mariano! Con la puntería del viejo cayeron cuatro serpientes, el caos total invadió toda la escena; antes de huir Mariano recibió otros dos disparos. Ramiro al verse sin balas arrastro a don Mariano hasta los matorrales. ¡No lo dude, es verdad! 

El silencio era intenso, después de cesar los silbidos de las balas dos hombres surcaban el barro debajo de los matorrales. Al fin salieron a la carretera, uno de ellos halaba al otro que parecía muerto. Un muchacho corrían hacía la maleza. 

—¿Qué se hizo ese joven? —inquirió, Gertrudis.

—Desapareció un tiempo doñita. ¿Qué más se podía esperar de un muchacho de diecinueve años poco recorrido en la vida? ¡Mariano era cosa seria!, Obdulio… ¡no, para nada!, patroncita.

—¿Por eso Andinia entera lo señaló de cobarde? —preguntó el tendero.

—Sí, patrón, esa fue la razón, desde ese momento se le llamó cobarde por todos; Por dios, dos años desapareció para acallar al pueblo con la esperanza de que lo olvidaran, pero no fue posible, mejor dichito, esa fue la razón para que naciera el odio contra Ramiro Andrade, el fiel trabajador de su padre.

—¿Por qué?

Nacho observó escrutador, a Luis.

—Patroncito, usted todavía no entiende a Andinia —declaró, medio borracho—. Mejor dichito: Ramiro no huye como él, defiende al viejo Basante y medio herido casi lo logra salvar, porque esté seguro, el viejo Mariano llegó vivo al pueblo, aquí se murió, es la purita verdad; total el esfuerzo de Ramiro fue en vano. Patroncito, ¡cuatro días con fiebre y especialmente rabia contra su hijo a quien maldijo, lo mataron! Como el viejo no tenía mujer conocida ni otro hijo sus tierras quedaron en manos de Ramiro Andrade. Pero dos años después regresó Obdulio, tomó posesión de Villa Victoria, su herencia; para entonces se encontró con la mala noticia que su Dioselina se había enamorado de un aparecido, un forastero que había llegado a Andinia por negocios. Por dios, Obdulio Basante se sintió traicionado, prometió apoderarse de Luna Blanca que era la propiedad de doña Concepción Ñañez de Martínez, madre de Dioselina. 

—Supe que usted es el forastero que engañó a Dioselina Martínez.

—¿Y quién es usted? — preguntó el hombre algo asustado.

La noche era hermosa, aquel forastero del que hablaba la gente solía caminar por los alrededores del pueblo antes de regresar al pobre hotel de Catalino.

—¡Me llamo Obdulio Basante y esa mujer es mía! —aseguró.

El forastero lo miraba con atención; dejó escapar una leve sonrisa.

—Su dueño, usted no es dueño de nada, hasta sus tierras son ajenas, dicen que usted dejo a su papá en medio de una balacera y huyó.

—¿Eso que importa aquí?

—Pues que si la gente habla de mí por ser forastero de usted dicen que es un cobarde. Igual el chisme no pasará desapercibido no importa quién muera aquí: el forastero o el cobarde.

— ¿Usted cree que soy un cobarde?

— ¡No lo sé! En cuanto a Dioselina dudo mucho que sea su mujer. Ella lo quiere mucho, pero como un amigo, sino pregúntele a quien escogió.

Obdulio no resistió más.

Esa noche Dioselina estuvo hasta tarde en el hospedaje de Catalino, pero nadie llegó. Ella sólo quería confesar su secreto, pero no encontró a quien debía escucharla.

Al día siguiente una nota fue recibida en Luna Blanca por la india Gumercinda dirigida a Dioselina Martínez.

La muerte rondaba. 

—Patroncito, después del regreso Obdulio fue a visitar a Dioselina, por dios, salió de Luna Blanca rechazado por ella, entonces decidió apoderarse de todo ese territorio.

—¿Y Petrona y sus cinco hijas? —preguntó Catalino más confundido que nunca.

—Poco a poco entenderá patrón; mejor dichito: Dioselina se enamoró del aparecido y quedó embarazada de él. ¿No me diga que no se acuerda, patroncito? La víspera de conocerse la noticia del asesinato de ese hombre la niña Dioselina lo esperó aquí mismo hasta muy tarde.

Catalino recapacitó, trató de recordar qué pasó ese día en su vetusto hotel.

—Cierto, la última vez que la vi fue esa noche, era muy tarde cuando llegó la india Gumercinda y se la llevó. Pero yo no sabía que estaba embarazada de doña Petrona. 

Catalino movió la cabeza, su aspecto era reflexivo, Luis servía, el polvo rondaba el parque de Andinia; las copas de aguardiente no eran más que otra excusa de la vida para hablar de ella, aunque fuera un sonsonete repetido.

—¡Salud! —dijo, Catalino.

—¡Salud! —replicó, Luis.

—¡Salud patroncitos! —exclamó, Nacho, muy animado— como ven este cuento es largo, muy largo… Mejor dichito, es la historia de Andinia la que voy a narrar...


miércoles, 5 de marzo de 2025

La marea IV

 IV

Marino era el menor de tres hijos y llevaba muy claras las palabras de su madre en el lecho de muerte:

—¡Confía en Dios y no en vos! 

Ese había sido su último consejo, algo inoficioso para un muchacho como Marino, desconfiado de sí mismo. Era indudable la buena fe de la vieja, pero su declaración no era del todo sincera porque no creía haberse beneficiaria de sus oraciones, su mala suerte así lo demostraba. Los incontables reveses en su vida la convirtieron en una mujer malograda, la desesperanza se había apoderado de ella y sólo rogaba a la muerte su feliz acontecimiento para apagar sus males. Marino tuvo que soportarla hasta los dieciocho años. 

Durante el periodo de niñez de Marino era notorio el desprecio generalizado entre los miembros de la familia; su madre había tomado la decisión de dormir en el cuarto de su esposo Bernardo, pero en cama separada, su medida la convirtió en una vieja amargada, hostigada por la culpa. El muchacho era su vida, lo adoraba convencida de su santidad por eso le insistió hasta el cansancio su vocación; con ese fin lo matriculó en el coro de la iglesia, patrocino su entrada al grupo juvenil de catequismo y hasta logró postularlo a monaguillo, pero su mala actitud con los feligreses no permitieron su ascenso. 

A pesar de todos los afanes de Graciela, su hijo no le demostraba mucho cariño, tampoco se oponía a sus caprichos, pero no por amor filial, la verdad era otra, para él su madre no tenía un mayor significado ni le importaba, estaba aburrido de su cantaleta del sacerdocio, razón suficiente para alejarla. Aparte del chico, Graciela tenía dos hijos mayores, Luis y Hernando, sin embargo, no había comunicación entre ellos, cada uno tenía sus propios pecados y no quería compartirlos con los demás. El alcoholismo del padre, la mojigatería de la madre, las trampas de Hernando, la mezquindad de Marino, eran aparentemente una mezcolanza de seres malévolos, pero en realidad sólo representaban personajes comunes y corrientes; aunque, estaba Luis, un verdadero tipo raro, resaltaba su gentileza además de su entrega por el trabajo. Si todos fueran así este mundo sería mejor, solía decir una amiga de Graciela; pero ella no creía eso, las acciones de los hombres buenos no suficientes para demostrar bondad, se necesita los actos de los seres malos para entender la grandeza de la verdadera bondad, Lucrecia, respondía Graciela ensimismada. 

En aquella casa tan golpeada por el pecado no faltaba la oración diaria; Bernardo, esposo de Graciela, esperaba a todos los miembros de la familia alrededor de un pequeño altar en su cuarto para rezar el rosario después de la siete, una vez se había alistado para acostarse. 

El quinto misterio doloroso es la muerte y crucifixión de nuestro señor Jesucristo. ¡Padre nuestro que estas en el cielo, santificado sea tu nombre… 

Antes del rezo Bernardo se preparaba con toda dedicación para asistir al evento, se alistaba como de costumbre sin olvidar ningún detalle de su ritual riguroso. Una vez se encontraba solo entre las cuatro paredes desaliñadas de su pieza se levantaba muy despacio del sillón para dirigirse al viejo baño por el angosto espacio entre la cama y un gran cajón de guardar zapatos; con dificultad llegaba hasta el cuarto del sanitario tan agotado que necesitaba recostarse sobre la pared para reponerse, frente a un pequeño cajón adornado por un espejo compuesto de tres gavetas en su interior; al abrirlo encontraba un desgastado cepillo dental, después de tomarlo en sus manos ubicaba con sus ávidos ojos una diminuta caja con bicarbonato de sodio, de ella sacaba una bolsa plástica con una esquinas perforada, después aplicaba el polvo sobre la amarillenta pieza dental extraída de su boca y con gran fuerza la restregaba como si quisiera eliminar su percudida apariencia, algo imposible; para terminar su limpieza bucal, con especial rigurosidad empacaba el bicarbonato en su pequeña caja, acomodaba su viejo cepillo de dientes en un porta cepillos plástico sobre una de las gavetas junto al puente dental metido en un vaso de cristal lleno de agua turbia y a su lado ponía la diminuta caja. Regresaba al cuarto mientras aflojaba el nudo de su corbata hasta soltarlo en su totalidad, la doblaba con sutileza para no provocar ninguna arruga, porque era muy cuidadoso con sus corbatas, su caja de dientes y su hernia. Parado al lado de la cama se quitaba el saco del vestido, con suma delicadeza lo dejaba sobre la cama en tanto se quitaba el pantalón, cuando lo había doblado en el espaldar de la silla instalada frente a su cama colocaba el saco del vestido encima, bien alisado en el espaldar. Su esmero en el vestir era cosa de elogiar para los recursos que poseía. Le avergonzaba no estar bien vestido cuando alguien lo visitaba, sin embargo, no pudo recibir la visita de la muerte con elegancia, sus males no se lo permitieron, por eso murió avergonzado. 

Sin los pantalones se sentaba en el lado derecho de la cama delante de una gran ventana con vista a la calle, llamaba a Marino con un gruñido, el muchacho penetraba en el cuarto para cortar la entrada de la luz con una cortina oscura colgada a diario, creando un ambiente de penumbra perfecto para el sueño del viejo; después de cumplir con su cometido salía de inmediato no sin antes asegurar la puerta. Bernardo se colocaba su pijama azul rota, se sacaba la camisa para ubicarla en la misma silla donde reposaba el vestido y procedía a soltar su venda. Estacionado en el filo de la cama recibía la hernia testicular en su mano diestra entre tanto su siniestra acababa de sacar toda la venda para dejarla a un lado de la pata trasera de la cama. Con el pijama a la altura de los tobillos, sentado todo el tiempo, se preparaba para acostarse, lo hacía despacio para no gritar por el dolor ocasionado por sus movimientos bruscos; a pesar de la dificultad del ejercicio lograba subir el pantalón del pijama, descansaba por todo el esfuerzo realizado y finalmente se acostaba. Su asquienta mujer después de ayudarlo a ponerse las medias recogía la venda para lavarla. 

Cuando terminaba todo el proceso Bernardo daba la autorización a toda la familia para ingresaba al cuarto. El niño Marino ocupaba su ilustre lugar de orador, cogía el rosario en sus dedos, entiesaba su brazo, llevaba la mano derecha hasta la altura de la clavícula y ahí la conservaba hasta el final de su perorata nocturna. Después del rosario seguía la letanía acompañada de coros poco angelicales muy grotescos al oído; con ávida memoria iniciaba la letanía sin errores porque el padre no los aceptaba al rezar, recitando maquinalmente su ofrenda guiado por la respuesta de los acompañantes para mayor seguridad. 

Señor exclamaba ante la mirada fija de su padre.

¡Ten piedad de nosotros! coreaban todos.

¡Cristo!

¡Ten piedad de nosotros!

¡Señor!

¡Óyenos!

Lentamente se agotaba la larga la súplica con gran disfrute del chico. 

A pesar de su posición de rezandero dedicado nunca pudo concentrarse en su oración, constantemente lo perseguía la mirada morbosa del viejo Bernardo, ejerciendo una presión torturante razón por la cual Marino aborrecía a su padre. Aquel viejo de rostro duro era alto, de buena apariencia física e imponente por su presentación impecable, las arrugas en su rostro le daban un aire de sombría perversidad; sin embargo, detrás de esa recia personalidad se ocultaba un hombre desengañado por la vida, cabeza de una familia triste llena de individuos perdidos en la infortunio de tener la misma sangre. 

Una vez terminado el rezo Graciela ingresaba con un termo lleno de agua caliente, lo ubicaba sobre la mesa de noche y apagaba la tenue luz de la pieza en absoluto silencio, antes de sepultarse entre las frazadas de su cama. Soportaba toda la noche los ronquidos de Bernardo, también sus continuos lamentos cada vez que intentaba voltearse de lado, cubierta de pies a cabeza con sus cobijas para menguar el escándalo y el mal olor. 

Cierto día Bernardo trataba de reponerse de su reciente borrachera, no soportaba ningún ruido ajeno al rezo ni esperaba la más mínima equivocación, en eso Marino tartamudeo un par de veces al leer los misterios; el viejo empezó a rabiar

—¡Maldición! ¿En qué pensabas? —balbuceó entre la saliva aglomerada en su boca de aliento alcohólico— ¡Cuando se reza se piensa en Dios! —refunfuñó, mostrando lentitud a causa del guayabo cuando trataba de manotear como gesto de protesta. 

El pobre muchacho estaba aturdido, se sentía perdido, abandonado por el Dios protector promocionado por su madre; según la vieja el mundo y sus males no existían en el paraíso de bondades prometido en agradecimiento por su plegaria diaria. La diatriba de Bernardo dirigida a Marino lo dejaba como un pecador incapaz de proclamar una alabanza a Dios de forma correcta; corría el riesgo de recibir una terrible mancha por su falla, sin poder entenderlo después de tanto tiempo al frente de las oraciones de la familia; enterarse de un momento a otro del poco servicio de sus oraciones nocturnas lo colocaron en un precipicio en el que no debía caer, agarrándose como fuera para conservar la vida de contrición diseñada por su madre; sin embargo, el problema del hombre no radica en encontrar la forma de salvarse de sus abismos, está en el deseo inexplicable de lanzarse en ellos y Marino lo anhelaba. 

Durante la grotesca reconvención del viejo, la madre asistió en silencio, demostrando la ternura y la resignación del sacrificio maternal, bastante inoficioso; en un momento dado se acercó al joven para confirmarle tristemente el mandato de Bernardo, sugiriendo con su mirada la obligación del chico de guardar obediencia; pero como los oprimidos reaccionan cuando las pruebas son extremas, eso les da la posibilidad de sobrevivir a los avatares de la vida, Graciela se envalentonó, botó a un lado su eterno estado de sumisión, se alzó en protesta impulsada por el orgullo de los humillados, la envidia del poder de su marido y el terror de que su hijo despertara del letargo. 

Era tiempo de una reacción por el bienestar de su hijo, de paso se sentaría en el puesto de poder de su viejo marido así fuera por unos segundos.

—¿Cómo le va a decir eso al niño? —dijo de pronto la espantada mujer, sin creer que era ella quien había hablado—. Él nos ha ayudado a rezar durante estos años y en vez de agradecerle lo maltrata.

—¡Solamente digo que es un vago distraído! —gritó el viejo.

—¿Cómo se atreve a decir eso? ¡El niño no tiene la culpa de nada!

—Yo no lo culpo de nada, además es bueno que conozca el mundo de verdad, el de afuera, no todo el tiempo va a estar detrás de sus faldas…

—¡Ese es mi problema y de él! —lo interrumpió enfurecida. Estaba dolida por las palabras de su marido—. ¡Yo veré si lo tengo hasta viejo debajo de mis enaguas! —recalcó e hizo una mueca de desprecio nada convincente.

El viejo observó sorprendido la fortaleza demostrada por su mujer y prefirió el silencio sin quitarle la mirada a su hijo. 

La madre de Marino había logrado detener la arremetida, controlando la deteriorada situación. El muchacho se limitó al llanto sin decir palabra acurrucado cerca de la vieja, odiándola por aquella defensa. Al final el molesto padre dio la orden de apagar la luz, la patética vieja fue a rezar a la santísima cruz por el genio cambiante de su marido, por su parte, Marino se encerró en su cuarto a la espera de la metamorfosis que le permitiera salir al mundo. 

Los dos hombres ajenos al paso del tiempo se vieron enfrentados a nuevos retos sin poder desprenderse de sus lazos familiares

Algunos años después el viejo Bernardo tomaba unos tragos en su vetusta a casa, impedido de salir a la calle por culpa de sus achaques, solitario alrededor de la hornilla sin un solo amigo de los tantos inseparables cuando era un hombre influyente; había terminado la época de los sitios prestigiosos, los mejores colegas a su lado y las putas más cotizadas del pueblo.

Cuando vio llegar a Marino lo llamó.

—Marino siéntese —dijo el viejo.

El joven no hizo caso al principio; Graciela gesticulaba con disimulo en busca de advertir a su hijo.

—Yo sé que muchas veces lo he tratado mal, pero eso no cambia nada las cosas, sigo siendo su padre —explicó— y lo quiero. 

Graciela no dejaba de caminar nerviosa entre la hornilla y la pared, por momentos desfogaba su ira con la leña que no prendía, por momentos guardaba silencio. Marino al principio sostuvo desafiante la mirada de su padre, aunque, no duró mucho su proeza, pronto bajó su cabeza igual que en aquellos días cuando rezaba.

Mientras su madre continuaba su eterna pelea contra el humo, Bernardo levantaba la botella.

—Esto lo hago con sinceridad, quiero hablarle, pedirle que no pienses mal de este su viejo padre; ¡estoy muriendo!, sólo busco perdón como mi último deseo. 

El fuego era más arisco entre más se aventaba, Graciela ya se daba por vencida. A pesar del lloriqueo de sus ojos cruzados por rojas rayas hechas al azar por los infortunios vividos y el humo pudo descubrir la brillante copa ondear por los aires. El viejo había extendido el vaso con su mano firme de buen bebedor, Marino se limitaba a mirarlo, Graciela asustada no quitaba la mirada de los dos hombres.

—¿Cómo le va a ofrecer aguardiente al muchacho? —chilló— ¿No se da cuenta que ya se caliente el café si prende esta mugre candela?

Manoteaba con el aventador en la mano.

—Así que me dejas con la mano extendida —reclamó Bernardo a su hijo.

Graciela volvió a su caminata nerviosa, detrás se encontraba colgada una imagen de Jesucristo lleno de llagas, con el pecho adornado por una gran herida así como el hombro y el codo izquierdos; tenía las rodillas sangrantes, el rostro maltrecho adornado con una triste mirada de sufrimiento, dándole un aire fantasmal; la estampa resaltaba detrás de las grandes llamas ondeantes encendidas después de una lucha descomunal entre la mujer contra y la madera húmeda; debajo del tizne de la litografía se alcanzaba a leer Señor de la Peña Ayúdanos. La idólatra mujer estaba convencida del poder sanador de aquel personaje agobiado, tristemente deshecho; su fe era inquebrantable respecto a la protección de Marino. 

La vieja estaba afanada por brindar café a su hijo e interponerse a la intención de su marido de emborracharlo; para terminar la preparación se volteó con agilidad, alcanzando de la segunda tabla pegada a la pared de la cocina un pedazo de panela para endulzar el líquido porque azúcar solamente se usaba cuando había visitas; enseguida se dispuso a servirlo. 

Marino reaccionó.

—¡No! No se va a quedar con la mano estirada —dijo y se sentó frente a él.

Era un combate de orgullos: el de un hijo herido, el de un padre despreciado. 

Graciela alcanzó a servir el brebaje en una taza medio desportillada con dos panes ubicados en un plato, pero fue tarde, Marino había recibido la copa, vaciándola sin dudarlo de un solo trago. La madre se indignó, sólo atinó a fruncir su cara con desencanto antes de la huida; no quería estar en aquel lugar. Cogió su chalina y dio media vuelta. 

Bernardo disfrutó cuando su hijo le recibió la copa de aguardiente, con respecto a su mujer no dijo nada por su actitud, sólo la siguió con la mirada mientras corría afuera, a lo mejor sin identificarla porque su interés estaba volcado sobre Marino.

—¿Qué busca con esta invitación señor? —preguntó el muchacho. 

El fuego se avivaba cada vez más, las llamas subían, luego menguaban, dibujaban representaciones sin forma en la pared, desfigurados gigantes ante el mayor fulgor, alterados monstruos al ahogarse el poder de la candela en un minúsculo lapso de tiempo, proyectando una imaginaria lucha entre dos titanes furibundos e inmortales, así lo creía Graciela en su cabeza; el bien y el mal en su eterna lucha otra vez se enfrentaban, su tarea era encomendar su hijo porque quería el final de Bernardo. 

—¿Qué busca? —insistió Marino, algo confuso, persuadido de dominar la mirada perturbadora del viejo; pero no fue necesario, cuando lo observó detenidamente no encontró ni rastro, en su lugar solo brillaba la fracaso; entonces extrañó la perversa mirada de antaño. No supo cómo actuar ante un ser indefenso. 

—¿Qué quiere que le responda? —inquirió el viejo, mientras levantaba la botella para servir a Marino un nuevo trago— ¡Espera acaso escuchar que lo odio por no ser como yo o algo sobre su madre, cansada de verme una hernia que le produce asco y encontró en Dios al hombre de su vida! ¡No! Todo eso lo sabe —explicó el padre. El joven lo escuchaba sin quitarle la vista de encima— Marino yo soy su papá, siempre lo he sido, no puede desconfiar tanto de mí —aseguró, mientras tomaba el trago de su copa muy concentrado en su disertación, olvidando servirle a su hijo, quien se mostraba indiferente a todo—. Yo pude haberlo molestado, tal vez reprimido en muchas ocasiones, pero no cree qué es la hora de hacer las paces.

El aire calmado, intempestivamente agradable sobresaltó a Marino.

—¿Cómo…? —preguntó desconcertado. 

El viejo estaba perdido en la nostalgia, apresado en el despecho de pertenecer una familia absurda, humillado por sus propios hijos al olvidarlo: Hernando no vivió para ayudarle, lo odiaba por su estupidez, sólo a este imbécil se le ocurre hacer negocios con gente peligrosa y quedar mal, no lo puedo considerar mi hijo, es el colmo de la estupidez creer que los demás son igual de idiotas para estafarlos, hijos como él no valen la pena, ¡fuera de mi casa todos los idiotas como él!, gritaba cuando lo recordaba en sus borracheras. Luis poco le interesaba hablarle, prefería sumergirse en su trabajo para olvidar la casa paterna aunque estaba condenado al retorno diario, por eso se marchó. Sólo quedaba Marino con quien tenía una lucha sin cuartel a pesar de no desearlo, por más intentos nunca pudo enderezar su relación. En cuanto a Graciela también sentía su abandono, si alguna vez la amo fue fugaz, suficiente para unirse a ella y olvidarla para siempre, suponía lo mismo de los sentimientos de su mujer; nunca lograron alcanzar la costumbre, única forma de blindar el amor. 

De pronto sin explicación alguna Marino no quiso tomar más, estaba alelado por tanta tribulación de su padre; había aceptado la invitación con el único fin de llevar a cabo su venganza, pero el momento no se presentó. La mirada siempre perversa que lo desnudaba en esta ocasión no pasaba de ser un leve destello de ojos hundidos entre unos párpados caídos. Tenía en frente el viejo objeto de su odio, temido desde siempre, considerado su enemigo, borracho, babeante con un hilo de saliva colgando de su seca boca. Marino miró fijamente a su padre, el viejo trataba de no caerse con su hernia en la mano derecha, mientras la izquierda estaba ocupada con la botella. Hacía mucho rato se había olvidado de él, supuso con pesar; un raro sentimiento enredado e incierto lo obligó a salir. No entendía la forma tan patética como terminaba la historia de su padre, él únicamente quería vengarse, pero sólo logró sentir lástima por un viejo enfermo roído por el tiempo.

—Marino… —dijo de pronto—, yo lo quiero, sabe… —se detuvo, intentó escupir, pero no pudo; volvió a tragar su propia saliva—. Hijo… a tu mamá la quiero mucho… pero ella siente asco de mí. ¡Lo sé! —intentó gritar nublado por el alcohol; encandilado por el fuego de la hornilla exclamó algunas cosas inentendibles, se llevó las manos a la boca—. ¡Marino usted es mi hijo menor y lo quiero! —dicho esto dejó caer pesadamente su cabeza entre los hombros. La botella rodó por el piso hasta sus pies, donde se derramó.

Marino evadió al viejo, lo dejó atrás postrado ante el fuego. 

Y postrado vivió los últimos siete años de su vida. No dejaba de hablar solitario, pendiente de la visita de la muerte en el cuarto de paredes desaliñadas donde no entraba nadie. Hubo momentos de esparcimiento cuando la vecina lo visitaba para conversar un rato, pero el resto del tiempo permanecía con el radio prendido, golpeando sus manos como último ruego a la casa para que notara su presencia.

—Yo me voy a morir… —decía un día antes del suceso—, este viejo ya no sirve para nada.

—No don Bernardo, no diga eso, usted es fuerte, usted aguanta mucho tiempo todavía.

El viejo miraba a su vecina agradecido, con ternura senil, pero bajaba la cabeza, estaba convencido del desenlace.

Ninguno de sus hijos estaba en la casa.

—No, esta vez no hay quien me salve —dijo y trató de apagar a su eterno compañero, el radio. El fiel aparato estaba al lado derecho cerca de la ventana, sin sentir amor, sin sentir asco, simplemente a su lado. 

Bernardo se quedó observando con atención la vieja calle que muchas veces transitó. El recuerdo aguaba sus ojos, sin embargo prefirió ocultarlo a pesar de estar rendido. En ese instante recorrió su vida: el pequeño carro que llevó sus cosas a su nueva casa, los días celebrados en familia, las borracheras con sus amigos, el sufrimiento de su mujer; Marino en el altar cuando balbuceaba la primera lectura, el amor a Graciela esquivo y fugaz, pero verdadero, la llegada a su primer trabajo… La vida había pasado, era hora de acabar.

—Doña Carmencita gracias por venir a acompañarme en estas últimas horas.

—¡Pero si usted no se va a morir! Mire que en poco tiempo será navidad, vamos a celebrar todos.

—No Carmencita, este viejo se muere aborrecido por mi mujer y odiado por mis propios hijos —murmuró, en medio de la nostalgia por el pasado, con inocultables lagrimones rodando por sus mejillas ablandadas por el paso del tiempo, con ojos que miraban con una perversidad inocente y algo de ternura. Bernardo producía compasión. 

Intempestivamente entró Graciela a llevarle algo de tomar a la visita.

—Tome Carmencita un café.

El viejo sonrió. 

Graciela nunca pudo olvidar el instante cuando se cruzaron sus miradas, fueron segundos, estaba expuesto. Se reprochó por siempre el no haber hecho algo diferente por ese viejo mal oliente, muy rígido, aparentemente inmutable, pero un viejo al fin y al cabo. En su mente se confundieron muchos recuerdos, no atinó a descifrar sus sentimientos. Nunca supo si se trataba de compasión o rabia, con él o con ella misma.

El viejo se moría. Bernardo no mereció tanto desprecio. 

Postrado como los últimos siete años escuchó a Carmencita, luego la despidió. Esa noche comió sin darse cuenta tanto como no lo había hecho en siete años de gruñidos: se sentó en la cama, pidió que colocaran la cortina, después de acomodar su hernia con la mano derecha y subirse la pijama azul con la izquierda roncó hasta cerca de las tres de la mañana cuando una gran convulsión lo llevó a su fin. Graciela no estuvo presente, prefirió dormir en un cuarto aparte porque adivinaba los sucesos de esa noche.

El día amaneció como todos, pero sin el viejo Bernardo que ya no gruñía postrado en su cama.