sábado, 13 de septiembre de 2025

La era de la oscuridad II

 II

Apenas terminó la invasión de Andinia la bota estableció su ejército por todas partes, también dispuso de la creación de la policía judicial encargada de solucionar los problemas más graves sin restricciones ni censura por sus métodos. 

El comandante Miller a cargo de la toma se ubicó en la mejor casa y desde ahí empezó a dar órdenes; lo primero que hizo fue decretar la construcción del palacio de administración para el establecimiento de la Asamblea del nuevo gobierno conformado en Andinia, después decidió imponer la ley para todos. 

—Es hora de que sepan quien está a cargo; ¡soldado necesito que llame a los cabos! —ordenó fríamente el comandante Miller.

El soldado se dirigió al parque donde estaban los combatientes para dejar la razón; de inmediato todos los cabos disponibles se presentaron ante el comandante.

—Señores, ¡Andinia ya es nuestra!, ahora es momento de informarle a todo el mundo quién manda y qué exige —exclamó con rigidez militar— pero llame unos dos sargentos para darle altura a este asunto.

Los soldados se pusieron firmes a la espera de los planes del comandante Miller; no era un tipo muy versado en la política así que algunos colegas suyos dudaron de la posible orden.

—Necesito que cada uno de ustedes tome quince hombres y vayan a imponer nuestras condiciones a todas las propiedades, deben dejar claro que desde ahora la mitad de la tierras se expropiarán por tanto el día de mañana los soldados irán a alambrar la mitad correspondiente al nuevo gobierno.

—En El Progreso no hay nada que expropiar —intervino uno de los cabos; el comandante Miller lo miró con desconfianza.

—Si no hay tierras para expropiar la cuota del barrio serán los jóvenes, eso debe haber por montones, son desplazados, esa gente le gusta parir sin pereza, eso les asegura una razón para mendigar.

—¿Cuántos traemos para cumplir con la cuota?

—Con que me traigan uno por cabeza estará bien, encierren quince para interrogarlos; la PJB está por llegar y necesita estrenarse inmediatamente.

—¡Señor!, ¿por qué delito los arrestamos?

—¡Carajo!, ¿es que ustedes no pueden hacer nada por iniciativa propia? —renegó, el hombre al mando— ¡pues arréstenlos por ser pobres!, ¿qué más delito que ese para la nueva sociedad que va a organizar la Asamblea? 

Cada grupo cumplió con su cometido, llegaban a cada propiedad con buenas maneras, pero mostrando el fusil, informaban a los propietarios la llegada de un grupo de soldados a encerrar con alambre la mitad de la propiedad que pasaba a manos del gobierno, por su parte, los del El Progreso llegaron con sus respectivos prisioneros, solamente faltaba el grupo enviado a Villa Helena. 

Los quince hombres encargados de llevar el mensaje a Villa Helena aparecieron muy temprano en la puerta de la propiedad vacilantes ante los comentarios malignos sobre ella, durante mucho tiempo se llevaron haciendo intentos infructuosos para sobrepasar la puerta, deliberando si entrar o no, debían cumplir con la orden, pero era un lugar extraño, se sentía en el ambiente, ahí sucedieron hechos escalofriantes; para reforzar el desconfianza todo vecino de Andinia relacionado con sus habitantes había quedado envuelto en una maldición: el suicidio, el bautizo, la locura, la maldición del cura ardiendo en la hoguera de la sanación, todo era escalofriante.

—Mierda por qué nos vino a tocar este manicomio —murmuraban todos para sí mismos. 

Tanto se demoraron que llegó uno de los sargentos más temidos de las FMA Fuerzas Militares de la Asamblea.

—Qué hacen aquí partida de imbéciles, me resultaron cobardes estos soldaditos —gritó y entró a la propiedad sin titubeos, al ver que ninguno lo quiso seguir se enfureció, regreso donde estaba el cabo y le dio una orden perentoria.

—¡Soldado llame a cinco hombres armados y fusila a todo el que no quiera entrar!

—¡Sí señor! 

La orden se cumplió al instante, el mensajero se fue con la solicitud al cuartel, media hora después llegaron cinco hombres bien armados dispuestos a disparar contra los sublevados; los rasos emprendieron la marcha hacia su destino al confirmar el futuro mortífero preparado para los desobedientes; uno prefirió el fusilamiento por cuestiones de sus creencia, su culto estaba en contra de la violencia y no iba a participar de la posible masacre en Villa Helena, los demás entraron meditando qué era peor: fuera de las puerta el fusilamiento, adentro alguna maldición extraña. 

Una vez el pelotón estuvo listo la puerta se abrió a un empujón del sargento.

—¿Quién está a cargo? —inquirió con dureza.

—Yo soy Miguel y administro la propiedad.

—¿En serio?, usted es un pelele, un pobre esclavo dijo el sargento Cruz a los soldados vamos a tomar posesión de estas tierras. 

Miguel no dijo nada, se limitó a mirarlos con cierta burla, después decidió escoltarlos hasta el patio de la casa.

—Su presencia no va a gustarle mucho a la señora.

—A quién le importa lo que piense la dueña de estas tierras, según entiendo está loca, no creo que se ponga peor, lo más seguro es que debido a su mal no ponga objeciones.

El administrador se encogió de hombros, limitándose a seguirlos sin decir una palabra. 

Cuando llegaron frente a la casa no sintieron ningún ruido ni movimiento, tampoco se observó a nadie correr a su encuentro.

—¡Señores! —gritó, el sargento Cruz, después de un rato de incertidumbre— vengo a informarles que tomo como propiedad del régimen la mitad de sus tierras.

—¿Quién dice eso? —respondió una voz fantasmal desde la casa.

—La Asamblea que acaba de tomar el poder en Andinia.

—Andinia es una cosa y es de ustedes, no voy a pelear por eso, pero Villa Helena es otra; lárguense si no quieren problemas —aulló, Teresa, saliendo a la puerta. 

A partir del momento cuando decidió su encierro, el ayuno y la desnudez no se le había visto por Villa Helena más allá de sus cabalgatas nocturnas, sin embargo, ahora estaba decidida a proteger sus tierras; desde la oscuridad de la casa apareció lentamente el cuerpo perfecto de una mujer trigueña de cabellos largos y brillantes, con ojos encendidos; cuando estuvo afuera se paró al lado de la reja que rodeaba la casa, por único vestido llevaba una gran escopeta.

—¡Oh! —exclamó sorprendido, Cruz— no es mentira, usted es tan hermosa como dicen, ahora quiero comprobar si su locura es tan cierta.

Teresa no se inmutó ante las palabras del soldado, sólo lo vigilaba con atención, entre tanto los otros estaban tan asustados que no se dieron cuenta del cuerpo sin ropas delante de ellos.

—Teresa, así se llama, ¿verdad?

—Así dicen.

—Mire señora, conozco sus historias y no me asustan, me tiene sin cuidado la muerte en la forma que sea, pero no soporto el suicidio, eso sólo es arma de cobardes, así que le digo que para mí su padre es un miserable cobarde, tampoco me asusto de locuras inventadas ni maldiciones por bautizos prohibidos, Helena Arteaga es una niña común y corriente sin nada especial, en conclusión me importa un pito lo que se diga de Villa Helena, adicionalmente traigo una orden de la Asamblea, mañana mismo un grupo de soldados viene a encerrar con alambre la mitad de esta tierra porque ahora le pertenece al régimen; ¿me entendió?

Teresa no mostró sorpresa ni preocupación por la amenaza, de pronto reaccionó.

—Usted acaba de cometer tres errores mortales en esta propiedad, eso en Villa Helena se paga. 

—¿Cuáles? —preguntó, el sargento Cruz, en medio de una carcajada.

—Mencionar a Alberto Ramírez sin permiso, su nombre es sagrado en esta propiedad —dijo, Teresa, alzó su escopeta y disparó sobre el primer hombre que vio.

El terror deterioró la mísera fortaleza de todos, ahora daba lo mismo quedarse en cualquier parte, afuera los fusilaría el régimen, adentro Teresa.

—Vaya que si está más loca de lo promocionado; ¡dígame el segundo! —gritó, el soldado al mando sin poner cuidado a su hombre caído.

—Hablar mal de Helena Ramírez —respondió, haciendo énfasis al pronunciar el apellido— de ella nadie se puede burlar, será respetada por la gente y temida por imbéciles como usted —exclamó y un segundo hombre cayó, el pavor cundió por el solar, hasta el sargento alcanzó a retroceder unos centímetros, pero se recuperó de inmediato.

—¿Y la tercera?, supongo que después de decirla me matará —dijo, Cruz con sorna, seguido disparó hacia Teresa para adelantarse a su ataque; la bala pasó por un lado de ella a pesar de su quietud. 

Los nervios de los soldados estaban crispados, no reaccionaban a pesar del silbido de las balas a su derredor, aun así a uno de ellos se le escapó un disparo, el proyectil fue a romper el ventanal del cuarto donde dormía Helena, la muchachita empezó a llorar con una intensidad suficiente para lesionar los tímpanos de los jóvenes; todos se cubrieron los oídos con desesperación, cuando por fin el silencio triunfo un viento helado los envolvió; a pesar de su rugido se pudieron escuchar trece disparos, cuando todo volvió a la tranquilidad acostumbrada un solo hombre estaba de pie, el más joven de la comitiva; Teresa había desaparecido, una mujer salió a la puerta. 

—Váyase a informar a quien lo mande que Villa Helena no se será arrebatada por nadie, la señora Teresa deja claro que lo sucedido el día de hoy no fue culpa de ella, simplemente se limitó a defenderse, los soldados no supieron comportarse, pero como nadie quiere malos entendidos son invitados por la señora a recoger sus muertos en paz, deben venir quince hombres, ni uno más, para llevarse los quince cadáveres tirados en el patio; les da su palabra de no atentar contra la seguridad de los enviados a sí mismo como de matar a todo el que supere el número indicado. 

El joven estaba petrificado, la mujer del mensaje no tenía claro si escuchó los suficiente para dar una información adecuada; aplaudió dos veces con intenciones de espabilarlo, pero ante el infructuoso intento emitió un grito descomunal, sacándolo de idiotez; el pobre muchacho corrió como si la muerte lo siguiera o una maldición o cualquier cosa por el estilo impedido de gritar para librarse de su pavor con la esperanza de calmarse para emitir algún sonido entendible; al acercarse al cuartel bajaron sus palpitaciones, a pesar de eso, aumentó su nerviosismo y al plantarse delante del comandante confirmó su presagio: se había quedado sin habla. 

El comandante Miller lo miró de pies a cabeza con el ceño fruncido, tenía como costumbre morderse los labios por la parte interior de la boca cuando estaba ansioso o molesto.—¿Quién fue el imbécil al que se le ocurrió la brillante idea de buscar problemas por allá?, Andinia es un pueblo lleno de pobres y cobardes, pero tiene lugares de renombre por sus misterios como Villa Helena; ¡les dije que fueran a comunicar la expropiación por parte de la Asamblea, no a que se hicieran matar por la loca! —gritó, el comandante—ahora, como al parecer usted es el único que salió con vida, hable, ¿qué pasó?, ¿dónde diablos están los quince hombres que lo acompañaban? 

El muchacho no pudo decir nada, se tomaba la garganta, hacía señas, pero todo era infructuoso, el comandante no entendía.

—¡Carajo!, traigan a alguien que pueda interpretar las señas de este idiota.

Después de una lucha sin igual se les ocurrió la maravillosa idea de dibujar cualquier cosa, no encontraron otra opción, el soldado no conocía las letras para delinearlas.

—¡Mierda!, sólo eso nos faltaba, tocará enseñarles a escribir a estos imbéciles no sea que les dé por quedar mudos después de cada balacera —reflexionó, el capitán— ¡y que les enseñen a dibujar, también!, vea que a este no se le entiende, es como un manchón gris envolviendo a esos muñecos, algo que parece una puerta, una sombra que sobresale, ¡pero carajo!, qué bien delineada la ha dejado, y eso qué es, una bola… supongo que es una cabeza con los palitos esos sobre las orejas y unas rayas saliendo de una ventana que no puedo adivinar…

—Según las señas es un grito —explicó el muchacho encargado de interpretar los gestos del soldado.

—Vea pues, el mudo hablando de gritos… ¡carajo!

Pasados tres días volvió a hablar, pero usaba un tono muy bajo imposible de entender si no se acercaba el oído a su boca.

—Señor, dice que el llanto de una niña lo dejó sordo y luego una ventisca inigualable los mató a todos el comandante Miller frunció su ceño con mayor fuerza de lo acostumbrado, ya era permanente por tantos problemas al gobernar.

—A ver soldado, explíqueme, se quedó sordo por el llanto de una niña y tampoco puede hablar; ¿seguro está sordo o no quiere responder y está mudo o no quiere confesar sus fechorías?, ¡más parece que se estuviera haciendo el pendejo!, ¡lléveselo a la PJB a ver si sigue con su majadería!

—Señor, en realidad no puede hablar —quiso disculparlo el compañero sugestionado por la angustia de su colega— dice que tiene un mensaje, mejor dicho, una advertencia: deben ir quince hombres a rescatar los quince cuerpos, si van más se mueren. 

Después de eso el prisionero enmudeció totalmente hasta el fusilamiento acusado de conspiración contra la Asamblea al guardar secretos de los enemigos a pesar de ser sometido a largas sesiones de tortura; el crimen era absurdo, pero al capitán le pareció importante para el muchacho, no podía fusilarlo por cualquier bobada como quedarse mudo, eso no sería honorable para un miembro de las FMA. 

Una vez el soldado balbuceó la misiva enviada de Villa Helena el comandante Miller se retiró a su oficina a meditar su próxima orden, mejor no mando a recoger esos cuerpos, que se pudran frente a la casa de esa loca, a fin de cuentas a mí qué me importan, pensaba. 

Cumplidos quince días una nota llegó al cuartel: 

Sus muertos hacen estorbo en el patio,

si no vienen por ellos los hago quemar

en el parque para que la gente se de

cuenta que la bota es cobarde.

Enseguida el comandante envió a los encargados de la recuperación de los cadáveres, seguramente están destripados por los gallinazos, caviló.

—Cabo —llamó imperativamente— escoja quince hombres y los lleva a Villa Helena para trasladar los cuerpos, ¡sólo entren los quince!, y mucho cuidadito con irme a formar Troya —advirtió; por su parte, el cabo apenas movió los ojos, ni aunque se lo ordenaran iba a entrar a ese infierno.

—Escoja unos quince que se puedan sacrificar sin pena, lleve a los detenidos en El Progreso, prométales libertad cuando terminen el trabajo, finalmente no van a salir vivos de ahí. 

El cabo salió con sus órdenes y se dirigió a la cárcel, informó a los quince muchachos arrestados en El Progreso su salida a la mañana siguiente como le sugirió el comandante y se fue a descansar para a primera hora dirigirse a cumplir su misión. 

—¡Señor!, ¡señor! —un hombre fornido y mal encarado alertó al comandante Miller.

—¿Qué quiere capitán?, no me diga que decidió ir detrás de Teresa Ramírez.

—Sí señor, si me autoriza yo acabo con esa mujer y tomo toda Villa Helena para el régimen.

El comandante rio de buena gana.

—Si quiere joderse la vida allá usted, pero si la caga se atiene a las consecuencias, sin no lo mata ella lo mato yo.

—No se preocupe señor, esa Villa ya es nuestra. 

Apenas clareo el día partieron para Villa Helena el cabo y sus quince hombres acompañados del capitán y tres gigantes vestidos como si fueran a invadir el mundo.

—Cuando lleguemos entro con ustedes, no se preocupen por nada, en cinco minutos tomamos la casa y luego hacen su trabajo, pero primero lo primero, la casa, después recogemos a los muertos que ya deben estar podridos. 

No se podía negar, el hombre tenía pantalones además de la fama de violento y temerario, era el encargado de eliminar los objetivos no deseados por la Asamblea cuando las FMA o la PJB no podían; sin pensarlo dos veces se adentró firme, una vez en el patio llamó a la señora de la casa.

—Teresa me dicen que está loca, pero no creo, seguramente sabe cuándo rendirse y es hora, vengo a tomar posesión, pero esta vez no será tan fácil, no voy a tomar la mitad, ahora quiero toda la propiedad y a todos sus habitantes fuera.

Otra vez el silencio reinaba, de pronto salió una mujer al zaguán de la casa.

—La señora le pide que cargue sus muertos y se vaya de inmediato.

—Ella se tiene que ir primero, me escucha, ¡tiene que irse primero!

La mujer repitió el mensaje de su señora sin moverse un centímetro de donde se ubicó al llegar.

—Está bien, si no quiere salir por su vida le tengo alguien que seguramente la va a obligar.

Desde atrás apareció uno de los gigantes, llevando de los cabellos a una mujer de figura esquelética.

—Aquí está, seguro la querrá ver —gritó, el capitán— si no sale va a sufrir mucho antes de morir o mejor dicho, si no se presenta uno de mis hombres le dará el último gozo de su vida por cortesía suya.

Mientras la risa invadía todo el patio el capitán hizo una señal al hombre encargado de arrastrar a la mujer, al parecer ya todo estaba acordado porque sin dudarlo la echó al suelo y empezó a romperle la ropa; en ese momento un tiro resonó.

—Me gusta que haga caso Teresa, ya ve que no está tan loca. 

Nuevamente la mujer salió a la luz armada, esta vez llevaba solamente el revolver de su padre.

—Oh, creo que nos vamos a dar un banquete después de tomar esta pocilga.

Los tres grandulones admiraron el cuerpo que tenían de frente, inicialmente les produjo sorpresa, pero después empezaron a reir, celebrando las palabras de su capitán. 

—¿A quién trae ahí y por qué supone que me interesa?

—A una familiar cercana que perdió hace poco, seguramente la extraña —explicó el hombre mientras se acercaba al cuerpo deteriorado de la prisionera, levantando su cabeza oculta entre cabellos revueltos; cuando la sacudió quedó al descubierto el rostro de Clemencia, Teresa se movió hasta llegar a donde estaba tirada.

—Está seguro de lo que dice, si ella no está conmigo es porque la desterré de esta casa, es más, le advertí que si la veía nuevamente la matarían al instante, pero si lo prefiere hacer usted, adelante.

El comandante quedó aturdido ante la explicación, nunca se imaginó semejante cosa; Teresa continuó.

—Puede matarla, no me voy a oponer, pero lo que no puede es maltratarla dentro de mi propiedad —advirtió antes de dispararle a uno de los grandulones, el encargado de arrastrarla por el piso.

Cada evento hacía pensar en un final devastador para todos.

—Voy a repetir mi advertencia inicial, lárguense ahora, no cometan el error de los primeros y llévense sus muertos.

El capitán arrastró a Clemencia hasta donde estaba ella y le puso el arma en la cabeza.

—Vamos a ver si cierto no le interesa.

—Cuidado con lo que va a hacer, yo prometí a esta mujer matarla si volvía por aquí y ese es privilegio mío, nadie más la puede liquidar en Villa Helena; si quiere matarla tiene que hacerlo fuera de mis tierras, no voy a tener cuerpo sin vida si no la mato yo —expreso y apuntó al capitán.

Los muchachos encargados del traslado no entendían nada.

—Ustedes, los quince, van a salir vivos si toman cada uno los despojos correspondientes y salen inmediatamente.

Los muchachos corrieron a la orden de Teresa sin pensar en el estado de los cadáveres después de tanto tiempo a la intemperie, pero con asombro notaron que no les había sucedido nada; aliviados porque no iban cargar carne podrida alzaron con su obligación y salieron despavoridos.

—Ahora ustedes tres, cojan a su prisionera y al gigante que yace allá, y se van mientras puedan, ¡afuera hagan con ella lo que quieran!, por mi parte no es necesario porque ella ha cumplido su parte; una vez terminó iba a retirarse a la casa. 

En unos segundos el comandante sacó su arma y quiso atacarla, los otros dos empezaron a disparar; todo fue un caos, las ráfagas de los fusiles resonaban por todos lados hasta que un sonido de pisadas similares al de un caballo pasó delante de ellos, enseguida un viento helado los envolvió sin darles tiempo de reaccionar, entences el frío empezó a calar sus huesos hasta encorvarlos, rápidamente se quedaron sin movimiento, después de un rato cesó la fuerte brisa y el patio quedó despejado. 

El cabo que había dirigido a los quince prisioneros le produjo curiosidad la desesperación de los hombres al salir corriendo así como el perfecto estado de los cuerpos, no lo podía creer y decidió adentrarse en Villa Helena; cuando se acercaba a la casa escuchó los gritos, se ocultó en los matorrales crecidos al lado del camino desde donde pudo presenciar lo sucedido; una vez todo quedó despejado iba a escaparse, pero Miguel apareció por detrás, conduciéndolo hasta el patio delante de Teresa,

—Ya sabes lo que pasó aquí, si quieres puedes contarlo, pero primero le dices a tu comandante que deb retirar personalmente el cuerpo de este grandulón, que venga solo porque de los otros tres cuerpos se hizo cargo Alberto Ramírez. 

El cabo no dijo nada, se limitó a retirarse temblando y con el pantalón mojado; rápidamente la noticia se esparció por toda Andinia, convirtiendo a Teresa en una mujer temible y  Villa Helena una propiedad inexpugnable. 

Una vez enterado del comunicado de Teresa Ramírez la única acción posible para el comandante Miller de las FMA era presentarse en Villa Helena a reclamar el cuerpo del capitán muerto.

—Le dije a este idiota que no se hiciera matar y vea con lo que me sale, ¡cabrón de mierda!, por su culpa me van a liquidar también —se escuchó desde su oficina. 

A regañadientes salió del cuartel con tres escoltas, iba cabizbajo sin decidir quién sería la víctima de su furia; temblando se encaminó a Villa Helena, era la única forma de mantener el respeto de sus hombres, morirse en esa empresa era estúpido, pero verse disminuido ante su ejército era inaceptable, apenas empezaba la era oscura, seguro llegaría el momento adecuado para vengarse; cuando se presentó la mujer lo esperaba desde el antejardín de la casa, tan pronto lo miró habló con fortaleza.

—¡Llévese a ese hombre!, y no se olvide que no importan los años que sean ni la fuerza de los invasores con su oscuridad nadie entrará en mi propiedad, yo mando en ella, acá tengo mi oscuridad, vivo con mi maldición; la oscuridad de Andinia es de ustedes la de Villa Helena es mía y sólo encontraran la muerte quienes quieran arrebatármela; un día empezará el fin de la dominación, ese día se abrirán las puertas de Villa Helena para los que decidan iluminar la era oscura y cuando triunfen Helena se hará cargo. 

El capitán no entendió el mensaje ni quiso preguntar, lo guardó en su mente hasta el momento indicado, sólo entonces lo comprendió; cargó el cadáver y salió sin decir una palabra. 

Durante quince años de la invasión nadie se acercó a Villa Helena hasta cuando tres muchachos ingresaron para ocupar la diminuta casas de la loma, ahí establecieron su reducto, el fuerte de los Blanco.

 

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