viernes, 21 de febrero de 2025

La marea III

III 

Entre tanto Marino se zambullía con alegría en el río, parecía ahogar sus problemas en el sonoro y embrujador caudal; estaba tranquilo, liviano como si los recuerdos intensos que pesaban en su cabeza naufragaran. Fue entonces cuando con disimulo y mucha cautela un destello travieso recorrió el bosquecillo para tomar la ropa del muchacho.

—¿Qué hace aquí jovencito? —gritó una mujer negra, alta, robusta, fijando sus ojos en Marino con mirada amenazadora. De las piedras donde estaba recostado disfrutando del sol se lanzó detrás de un árbol sin medir las consecuencias en un arranque de espanto inicialmente, y pudor cuando se vio desnudo en medio de la maleza— ¡No sabe que esta propiedad es privada! —aseguró, la negra, con actitud severa.

Marino se quedó quieto en el lugar del escondite desesperanzado de su suerte, suponiendo todo tipo de calamidades; entre tanto la negra fruncía las cejas en su rostro autoritario, aunque había algo de malicia en sus gestos. Caminó unos pasos y se paró en la orilla del río.

—¡Esta es propiedad privada! ¡Usted va a tener muchos problemas! — advirtió.

El joven acurrucado detrás de un árbol maquinaba infinidad de ideas agobiado por torbellinos de recuerdos, con terror repasó los días perseguido por hombres armados cuando pudo salvar su vida porque la suerte lo quiso; no era posible un nuevo destierro, menos de un lugar que apenas conocía, no se podía repetir todo.

—Se… señora, yo ya me iba… —tartamudeó irresoluto con su cuerpo desnudo delineado por un destello de arreboles.

Entonces apareció detrás de la negra una jovencita con una escopeta en sus manos. Los días anteriores envolvieron a Marino. 

Las hojas se mueven, un joven corre, azota el viejo sembrado de maíz; botas se aproximan. Los cielos se oscurecen para dar inicio a la recia lluvia que impone el velo del olvido sobre los lamentos de los rostros alterados. La sangre y las lágrimas confundidas en un solo líquido corren por nuestros caminos, abriendo grietas profundas donde se entierra la verdad y la vida. Carmín la sangre, transparentes las lágrimas, mezcladas para bautizar con un brebaje funesto los sueños, las ilusiones, las alegrías… ¿De qué vivimos ahora?, nos hemos desangrado y el llanto no brota, ahora ya nada nos causa escozor, ahora que evocamos todo como un cuento más. Las cañas del viejo sembrado de maíz quedan solas a merced del destino. 

En ese momento pensó en correr, estaba trastornado sin posibilidad de reaccionar con una febril sensación, recorriendo su cuerpo. El sudor empezaba a descender por su espalda descubierta, pronto en medio de una maleza picante apestada de mosquitos el suplicio se intensifico; se acordó de su ropa tirada cerca de la orilla y la buscó afanosamente para cubrirse, pero se ensombreció su realidad cuando descubrió que no estaba por ninguna parte.

Ocultos desde la maleza unos ojos vigilantes seguían atentos los sucesos.

Concentrado en una solución imposible no pudo más y decidió rendirse al infortunio por eso consideró salir de su escondite pese a la humillación; suplicante gritó desde los árboles, pero azarado no abandonó su escondite por la pena producida por la presencia de las mujeres, además del miedo de la jovencita que le apuntó la escopeta por un leve movimiento de las ramas.

—Por favor señora, yo no soy del pueblo, recién llegué, usted se habrá enterado. No era mi intensión invadir su propiedad, ¡devuélvame la ropa!, ¡le prometo que no vengo más por aquí! Le juro que no vuelvo más por este río —sollozaba pálido.

Entre tanto una sombra llegó hasta el sitio donde estaba su ropa. La negra y la muchacha reían, festejando su crueldad; Marino las escuchaba, pero no entendía, no se daba cuenta de nada, finalmente rio de sí mismo entre espasmos fortísimos hasta cuando le lanzaron la ropa desde un lado del bosquecillo. La sorpresa lo paralizó.

—Gracias —balbuceó, el pobre hombre, moviendo su cabeza a todas partes. Los ojos vigilantes no se dejaron ver.

—¿Por qué tenías que devolverle la ropa? —recriminó la muchacha sin bajar la escopeta. Desde la orilla más lejana una niña de cabellos rizados adornados por pequeñas pinzas blancas se asomó, se notaba su intención de verse disgustada ante los hechos, pero su rostro fino y sus ojos expresivos no se lo permitían. Le sonrió mientras se acercaba a la negra.

—¡No se preocupe! —exclamó, con tono dulce— nada le va a pasar, esta negra bandida se deja llevar de las travesuras de mi hermana, pero no se confunda, es la mujer más leal de los alrededores —dijo. El muchacho se puso la ropa como pudo— no esperaba que te prestaras para estas cosas, Marcia —reclamó, la chica.

—Perdóneme niña —dijo— no le íbamos hacer nada, solamente asustarlo —intentó, explicar.

Luisa Aurora ya había bajado la escopeta. Marino salió lentamente de su escondite sin disimular mucho la comezón en su espalda.

—Muchas gracias, niña —exclamó, el joven, recobrando su calma; miró alrededor, se encontró con la sonrisa inocente de Marcia, no pudo evitar corresponderle. Las dos chicas también lo miraban, cada una a su manera, la uno molesta la otra satisfecha; él ponía atención a su derredor con una dicha profunda: nada se repetía, estaba libre, había renacido, todo era una jugarreta de la vida. 

Suda cuando por fin se detiene temeroso de mirar hacia atrás, intenta despedirse, contemplando a lo lejos todos sus tesoros abandonados, decidido a levantar la cabeza para dejarse llevar por una marea de incertidumbre hacia un lugar inesperado y desconocido. Después de todo quería superar el pasado, avanzar sin temor, consciente del esfuerzo sobrehumano y el deseo más profundo indispensables para ocultarlo; pero el olvido es imposible, aunque se lo entierre muy profundo una mínima partícula del ayer lo trae a la memoria. Era raro, pero después de esquivar la muerte, a pesar de todos los miedos aglomerados en su alma nunca había sentido tanta felicidad. 

Marino suspiro con fuerza suficiente para ser escuchado desde lejos, entonces todos se echaron a reír contagiados por la broma.

—¿Cómo se llama? —preguntó, la niña de los rizos ondeantes al vaivén de la brisa, con infinita dulzura.

—Marino.

—Perdóneme joven Marino, yo siempre estaré cuando me necesite, le aseguro que no soy mala, pero no puedo negarle que hoy me he divertido como nunca —explicó, Marcia, con una sonrisa en su oscura tez adornada por sus blancos dientes, sin moverse, con los brazos en jarras sobre la cintura. 

Entre tanto Luisa Aurora se mordía los labios sin darse cuenta, no había dicho nada, pero su risa era estridente, no estaba satisfecha con aquel final. Se movió hacía un lado, después regresó al sitio inicial y con poco convencimiento se dirigió al joven.

—Lo siento —dijo, medio aburrida—. ¡ella lo salvó! —declaró, fingiendo levantar la escopeta otra vez. Marino retrocedió, pero sin el susto de antes.

 Por las recriminaciones se había enterado del nombre de las dos mujeres cómplices de la broma, pero no conocía el de su salvadora, siempre cabizbajo la había escuchado sin mirarla; para él era ineludible enamorarse de una mujer al conocerla además de verla con cierta pretensión atrevida; sin embargo, esta vez era diferente, cuando por fin pudo observarla descubrió una belleza inexplicable, una lozanía contagiosa; el encanto de esta niña no muy alta de cabello rizado lo había dejado impresionado. 

Contento por la gracia de la niña no quería terminar el tiempo delicioso a su lado, en ese sitio había sentido un bienestar fugaz, pero no podía acostumbrarse a él porque no era su casa, posiblemente nunca lo sería, era mejor alejarse; trató de agradecer, pero la mudes lo invadió y sólo dejó escapar un trémulo, gracias, señorita, con un gesto de estupidez característico en los hombres.

 La niña sonrió, sus ojos brillaron, Marino aturdido intentó alejarse, pero fue invadido por un reflejo espontáneo imposible de comprender: a lo mejor la esquiva felicidad.

—¿Puedo irme sin problemas? —preguntó. 

Estaba alelado, extraviado en cavilaciones absurdas, se revolvía en su cabeza el tortuoso ayer, el presente ilusionante, su angelical benefactora; tenía la mirada fija en algún punto inexistente y con su rostro contraído parecía un ser enajenado. Unos segundos permaneció inmóvil ante la mirada atónica de las mujeres.

—Este tipo se enloqueció —comentó, Luisa.

De pronto, un estremecimiento frenético lo trajo al lugar de donde nunca se había ido a pesar de la sensación intensa en su cabeza adolorida después del espasmo.

—¿En serio me puedo ir? —se le ocurrió preguntar en medio de su idiotez. Era como si en los segundos de su desconexión con la realidad se hubieran borrado los últimos hechos, por eso volvía a preguntar con la misma ingenuidad inicial.

—Claro que si —contestó doña Petrona.

Una mujer alta, corpulenta, de garbo atemorizante había llegado al lugar; tenía en su rosto las muestras de una mujer madura, maltratada por los años, pero de una hermosura inigualable; la rudeza que denotaba la hacía más atractiva además de su frescura y donaire. 

A Marino lo sobrecogió la belleza de aquella mujer, especialmente sus ojos iguales a los de la desconocida chica. 

Luisa Aurora empezó a tartamudear, intentaba explicar lo sucedido, sin embargo, entre más insistía parecía complicarse más; finalmente entró en furor e iba a empezar una rabieta.

No pregunté absolutamente nada –dijo la señora e interrumpió la pataleta de su hija–. El asunto no se soluciona con tu explicación; además estuve presente y miré todo. 

La muchacha prefirió calmarse ante aquellas palabras, de a poco bajó su ímpetu inicial y finalmente se contentó con lanzar algunas miradas furtivas a su madre con aparente rabia; para terminar, el suelo se convirtió en la última escapatoria.

No quiero que empieces con tus escenas, prefiero evitar que mientas, si lo pensabas hacer —advirtió Petrona a su hija. Luisa ni respiraba— Usted es uno de los recién llegados que se hospedan en el hotel de Catalino, ¿no es cierto? Interrogó. Marino asintió timorato; no lograba entender cómo había llegado a aquel lugar, veía ante sí la belleza y la autoridad confundidas en una sola mujer, algo inimaginable para él— ¿Son hermanos? —insistió Petrona.

Marino sólo se meneó la cabeza.

—¿Supongo que viene a conocer la finca de los Valencia? —observó, Petrona.

—Si señora.

—Sepa que está al otro lado del rio.

—Bueno —dijo sin razón, el muchacho.

Petrona no dejaba de mirarlo.

—¡Humm…! —suspiró—. ¡Pues espero que les vaya muy bien, así como también espero que no se vuelva a repetir esta situación en mi propiedad! —Hablaba con severidad—. ¡Esta es Luna Blanca, aquí no necesitamos trabajadores ni nada por el estilo! ¿Comprendido joven? 

El tono usado por ella fue drástico, pero lejos de aminorar la admiración acumulada en la tenue alma del muchacho enalteció la intimidante postura de la señora; sin embargo, el resentimiento crece mejor en hombres disminuidos por las adversidades, por eso la miró con molestia de pies a cabeza.

—¡No se preocupe! —respondió, con cierto tono prepotente. 

En su mente había cambiado los role, ahora era el dueño del mando, deseaba mostrarlo. El orgullo de un hombre siempre hace su aparición después de la derrota, cuando quiere superar las adversidades, dando paso al sentimiento más sincero del hombre: el rencor.

—¡Que le vaya bien! —afirmó Petrona, disgustada por la forma como había reaccionado el joven, interrumpiendo cualquier intento de despedida de las muchachas—. ¡Espero que no olvide mi advertencia!, ahora se puede ir.

—¡No se preocupe señora! —exclamó, Marino, a la vez que daba media vuelta para alejarse. 

Prefirió salir sin mirarla, la prepotencia no se lo permitió; sin embargo, una vez fuera del bosquecillo su timidez cobarde lo agobió. Era extraño, pero ahora el embrujador sonido del torrente en su camino sinuoso por la vegetación, claro a sus oídos por momentos, lo ponía en un estado de febril revancha. A ratos lo invadía el odio, pronto pusilánime se calmaba, sus sentimientos eran intermitentes, de la sima del abismo hasta su cúspide, ocasionándole una turbación indecible; pero el odio es así, aun si es muy grande reluce a ráfagas, desaparece por instantes, da paso a las emociones más ingenuas mientras incuba el ser con amargura y vileza, una vez invadido su marca es permanente.

—Vieja hijueputa —resopló, echando su rabia fuera; después se quedó sin aliento, desconcertado por su reacción, pero a salvo. El recuerdo de aquellos ojos mágicos había detenido el monstruo creciente en su alma, la animadversión que fluía en su cuerpo se había detenido, apartando su espíritu de la perdición.


Próxima entrega 28 de febrero de 2025

viernes, 14 de febrero de 2025

La Marea - II

II 

El ambiente estaba tenso, ni el poder del sol radiante en el cielo vencía la nubosidad producida por el abatimiento de los andantes; a su llegada no demostraban alegría, al contrario contagiaban con su malestar a los residentes. Andinia parecía condenada a compartir los padecimientos de sus lánguidos forasteros antes que menguarlos, hasta el clima se ensañaba a su arribo. El día estaba muy caliente, no se veía a nadie en las calles, apenas unos chicos gritaban cerca de la tienda, los demás permanecían amodorrados bajo la sombra para evitar evaporarse en vida.

Mientras los hombres hablaban en la tienda un joven relucía a lo lejos.

—¡Apuesto a que es su hermano! —exclamó, el tendero.

—¿Dónde? —preguntó, Luis, molesto por la irresponsabilidad del muchacho. Desde temprano había desaparecido, convirtiéndose en un problema más en su situación; aunque el enojo lo invadía no había dejado de preocuparse, por eso escuchó sobresaltado la alerta de Catalino. De pronto quedó inmóvil por un estallido en el techo de zinc del local.

—¡Maldición!, ¿cuántas veces les he dicho que se vayan a jugar al demonio? —gritó Catalino, parándose como un resorte para contemplar la danza caprichosa de la pelota sobre de las latas de su techo en busca de una ruta de descenso.

Los culpables del escándalo estaban escondidos detrás de la esquina.

—¿Quién lo va a traer? —preguntó uno de ellos.

—Pues vos —decretó un chico alto, con voz de catarro.

—¿Yo por qué? —reclamó, el otro, un muchachito flacuchento de baja estatura, pero notoriamente mandón —¡Vos lo botaste!, vos sos el que patea torcido y lo tiras al techo de ese viejo. ¡Te toca!

El alto se quedó pensativo, estaba paralizado con la sola idea de acercarse a la tienda; su compañero se limitaba a burlarse.

—Como siempre me toca a mí, ¡a la nenita le da miedo!, ¡a la nenita le da miedo! —cantaba con ironía el mandoncito; el otro no rechistó.

De pronto Catalino vio aparecer la silueta de un duendecillo embrujado, acercándose con cautela.

—Don Catalino —dijo a media voz— don Catalino —susurraba mientras se acercaba.

—¿Qué?

—Que mi mamá le manda a decir que me devuelva el balón.

—Ah, eso dice tu mamá, ¡me crees bobo!, carajito de mierda. 

El chico no respondió nada; su inexplicable mudez desarmó al viejo presto a contestar cualquier grosería, aliviado al descubrir una leve sonrisa, brillando en las ajadas comisuras de los labios de Luis. Hasta en los peores momentos puede haber espacio para una sonrisa, pensó. Con una alegría espontánea prefirió devolver el balón a los pilluelos.

Tené tu balón gran pendejo —gritó, tirándolo lo más lejos que pudo —y decile a tu mamá que mejor venga a pagar lo que está mandando a pedir balones —comentó; después posó sus ojos en Luis para compartir una sonrisa de complicidad en silencio

—Cogelo y vámonos que ahí viene el cura —gritaron. 

Catalino prestó atención a donde señalaron los chicos; ciertamente descubrió la silueta redonda del cura a lo lejos e hizo un involuntario gesto de molestia, después volvió a sentarse al lado de su inquilino. 

—Ahí está su hermano —recalcó.

—¡Ajá! —afirmó maquinalmente, el nuevo.

En efecto, en la esquina contraria a la tienda, a lo lejos, entre la bruma desprendida por el caliente polvo de la carretera un joven se acercaba a ellos. Desdeñoso, parecía desplazarse de lado, siempre con el brazo derecho encogido como si la articulación estuviera soldada; tenía cabello corto casi rapado y ojos negros aparentemente distraídos.

—¿Él es su hermano menor?

—Sí —respondió, Luis.

—Marino, ¿verdad?

Luis, asintió 

El viejo tendero enderezó su espalda para echarla sobre el espaldar de su banca formado por la pared. Con el mentón levantado, guiñando su ojo con aire de picardía como si de esa forma viera con más claridad escrutó al muchacho con curiosidad; de frente descubrió un hombre receloso con el rostro surcado por los pliegues producidos por la amargura. Al llegar, Marino se quedó con la mirada perdida en algún punto en el horizonte, con una reserva inexpugnable en profundo silencio. Luis no reprochó nada; los tres hombres callaron cada uno refundido en sus meditaciones. 

Luis apreciaba mucho a su hermano. Después de la muerte de su madre lo llevó a vivir con él. Era un excelente trabajador, siempre se caracterizó por ser prudente, pero tuvo el infortunio de unirse a un personaje involucrado en actividades poco honradas, eso lo llevó a ganarse algunas enemistades peligrosas. Un día se enteró de la muerte de uno de sus amigos; con el susto encarnado se marchó de su casa en compañía de Luis, también señalado como cómplice. En los años siguientes se establecieron en otro pueblo, progresando con el esfuerzo de su trabajo; al tiempo Luis formó su familia. Durante diez años vivieron sin dificultad bajo el dominio de las serpientes plateadas; sin embargo, los tiempos cambiaron, nuevos déspotas llegaron a imponerse sin remedio. Las serpientes oscuras acaban de entrar, todos estamos señalados porque dicen que están buscando a unos hombres. La familia fue obligada a huir; tuvieron que abandonarlo todo 

Los segundos transcurren en medio del pavor, las botas pasean de un lugar a otro, dejando huellas profundas marcadas en el alma de todos. ¡Los gritos se escuchan! Hay que escapar, pero no todos están, muchos en sus parcelas huyen sin saber de sus familiares, otros sucumbirán alcanzados por a las balas; los olvidados se perderán sin rastro sobre la tierra, eterna testigo del dolor. Todos son víctimas, todos excluidos. ¿Cuántas veces hay que sucumbir en la vida antes de morir? Los agobiados lo hacen siempre. A veces en momentos inesperados cuando el miedo pulula por doquier, condenando a una marcha impensada hacia cualquier destino. A veces en momentos ineludibles cuando se repasa lo vivido sin posibilidad de arrepentimiento ni perdón antes de sentir el fuego, postrado de rodillas ante el verdugo. Las lágrimas no son suficientes para amainar este padecimiento, no existe nada más cruel que los segundos infinitos transcurridos antes de morir.

—Buenas tardes, señores —saludó, un hombre fornido curiosamente vestido.

Luis se extrañó, hacía mucho tiempo no veía un sacerdote con sotana. Los dos hombres respondieron con una casi imperceptible venia.

—No se preocupe Catalino que no vengo a su tienda...

—¡Bendito sea Dios! —interrumpió, el tendero.

—Voy donde doña Ruca, la viejita está que se muere y les ha pedido a sus hijos que me llamen para  acompañarla en sus últimos momentos —aclaró el cura, fingiendo no haber escuchado nada.

—Pobre Ruca, con esa compañía se va a ir derechito al infierno.

El cura pareció continuar sin comentarios.

—¡Por cierto! —exclamó de pronto, regresando sobre sus pasos— ¿usted es uno de los recién llegados, verdad

Luis se quedó atónito al escuchar la interpelación.

—Qué pasa con eso —reclamó, Catalino, al notar la confusión de Luis.

—Nada —hizo una pausa— solamente que en Luna Blanca había alboroto porque uno de los nuevos había invadido la propiedad. No sospecho de usted, está claro, toda la tarde ha estado con Catalino, ¡me consta!, pero tenga cuidado, nada de raro que alguno de los nuevos le haga daño, esa gente no perdona ni a sus conocidos.

—No entiendo para donde va con su comentario, pero no la cague más, ¡largo cura desocupado!, siga a donde la Ruca, no se arriesgue a que la vieja se le muera sin acompañamiento y si quiere hacer bien el mandado vaya dejarla lo más cerca del paraíso que pueda, nosotros nos las arreglamos sin usted en Andinia, para pecar no hace falta su ejemplo.

El redondo religioso sólo frunció la cara antes de seguir.

No hubo apuntes por parte de nadie, todo volvió a su letargo, Luis y Catalino callados, Marino desde su llegada ausente. 

Ese día Marino había salido desesperado ante el aburrimiento producido por las cuatro paredes del destartalado cuarto. A escondidas logró evadir a los viejos enfrascados en una discusión sin importancia; con pasos rápidos alcanzó la curva de la carretera donde era imposible divisarlo desde la tienda. Una vez se sintió a salvo decidió indagar por las tierras del señor Valencia, fue así como con la complicidad de los campesinos locuaces de los alrededores se enteró de la existencia de Villa Elena, la hacienda donde esperaba trabajar. 

En su camino disfrutaba de un mágico mundo aparentemente tranquilo cuando logró identificar el sonoro encantamiento del agua acariciando las piedras; con curiosidad quiso descubrir el origen de aquella melodía, pero un alambrado bien tensionado ubicado bajo la sombra de un bosquecillo de pinos y ciprés lo hacía inalcanzable. Cediendo al embrujo circundante no se preocupó por invadir alguna propiedad por eso cruzó los obstáculos extasiado con la paz añorada. Detrás de unos matorrales descubrió una cinta ondeante entre las rocas, guardiana de la soledad especial de la naturaleza donde el hombre desaparece con su malicia. El día era caluroso, las gotas salpicaban emanadas del blanco torrente espumoso que lo absorbió. Marino no se opuso. 

Desde un oculto rincón unos ojos vigilantes acompañaban el actuar del muchacho durante su dificultoso paso por el bosquecillo, igual en los minutos de catarsis total hasta cuando se atrevió a lanzarse al agua con irreverente desnudez. El joven experimentaba una sensación lúdica en cada chapoteo, ahogando los malos recuerdos del dolor compartido con los marchantes mientras evadían el abismo interpuesto en sus vidas. 

Los ojos vigilantes no dejaban de posar su atención en Marino, disfrutando de una felicidad aparentemente total. Al tiempo, inquilino y posadero, veían pasar el tiempo envuelto en la polvareda. 

—Don Luis, ¿por qué dejó su hogar? —rompió el silencio, el tendero.

Luis lo miró con una sonrisa amarga en su cara, un leve atisbo de ironía pareció dilucidarse en el contorno de sus ojos cuando iba a responder; parecía juzgar al hombre al lado suyo por la fortuna de una vida sin complicaciones, por eso lo consideraba sin derecho a interrogarlo, a comentar el padecimiento ajeno. Suficiente tenía con sus preguntas para soportar las de un tendero de pueblo, alejado de problemas graves, convencido de saberlo todo.

—¿Qué gana con interrogar a cualquiera sin saber cuánto le puede atormentar la respuesta? No me pida que contesté eso, hacerlo puede ser más cruel que lo vivido.

Catalino algo turbado quiso disculparse con aquel hombre seguramente bueno que la adversidad lo hacía grosero.

—¡No me malinterprete Luis, claramente no conozco sus sufrimientos, pero siempre escucho historias desconsoladoras de esta Andinia y me siento agobiado! —dijo con tono bajo el posadero, sin avergonzarse de su pregunta porque el hombre a su lado no era el único desafortunado, era bastante necia esa posición, además no sabía su verdad, podía ser peor. 

Misteriosamente afectado por su propia respuesta Catalino se quedó unos segundos sin respirar; pensó en su historia, a lo mejor Luis tenía razón, había perdido el derecho moral de indagar sobre asuntos dolorosos al enterrar los suyos debajo de los clamores ajenos, apostando a una existencia serena; sin embargo, parecía el momento de cuestionar su decisión para develar si realmente había encontrado la tranquilidad.

—¿Enterarse de los hechos de Andina es fácil, pero puede usted decirme algo sobre los sentimientos de la gente decidida a no desaparecer? ¿Puede explicarme cómo se actúa cuando se tiene en vilo la vida de sus propios hijos frente a uno mismo, impotente ante los hechos? ¿Qué es huir sin permitirse un adiós? —articuló impertinente, Luis— ¡Usted no sabe nada! —concluyó. 

El nuevo estaba desconsolado, había perdido familiares, amigos, muchos conocidos, sin embargo, algo lo atormentaba con intensidad: perderlos sin un adiós. Todas las partidas son tristes, aunque una mirada atrás, una leve sonrisa amaina la aflicción, deja por sentado un retorno, siendo suficiente para alejar las sombras de la ausencia. Cuando podemos despedirnos tenemos la certeza de volver, si no hay despedida no hay regreso. 

Catalino parecía suspendido en sus pensamientos en un afán inesperado de salvarse del olvido de su pasado; dejarlo a un lado le había permitido una oportunidad de revivir, pero no hay nada más peligroso que abandonar el ayer, implica estancarse en el ahora, viviendo entre los sobresaltos producidos por las imágenes punzantes de los sufrimientos anteriores; un eterno presente esa es la única forma de neutralizar el pasado, pero a la vez la renuncia voluntaria al futuro.

—Muchas veces me he hecho las mismas preguntas —murmuró, Catalino— y siempre he llegado a la misma conclusión, no se sufre únicamente cuando se siente las laceraciones de la carne ni el terror en el alma, también duele cuando se oye los gemidos o el llanto de otros; es injusto creer que los demás no sentimos nada, que el único ahogo indiscutible es el de ustedes, ¡todos sufrimos por Andinia así parezca imposible!, ¡creáme! Además, nadie sabe lo de nadie.

Luis regresó a mirar al tendero con desconcierto.

—Un día —murmuró—, el clima estaba bonito para un paseo, mis hijos decidieron visitar a su tía, todavía me acuerdo cuando los despedí. Tomaron la vereda con la calma de no deber nada ni haberse metido en ningún asunto extraño. Después de verlos salir me dediqué a la tienda, durante la mañana me hicieron falta porque siempre me ayudaban en los quehaceres, recordé sus risas a mi alrededor, sentí la felicidad de tenerlos a mi lado. Sin ningún temor me dedique a las actividades cotidianas. En la tarde me había sentado en esta misma banca cuando la venir hacía mí con caminar afanoso, a lo lejos parecía lucir la angustia en su rostro, venía sola, mis hijos no la acompañaban, parecía venir corriendo un largo rato porque llevaba con mucho descuido una blusa rosada que mis hijos le regalaron; me pareció tan extraño en ella, además venía sin su chalina y la pequeña carterita que nunca dejaba al salir. Cerca de la tienda tropezó, me puse de pie inmediatamente, salí hasta esa columna y logré descubrir lágrimas de las que usted habla en su agobiado rostro. ¡Tenía lindos ojos!, pero ese día estaban aguados, casi perdidos entre grandes lagrimones que pude confirmar cuando se paró frente a mí, clavó su mirada en mi alma, me contempló unos segundos sin querer decirme la verdad. 

—¡Se los llevaron!, ¡se llevaron a tus hijos!, ¡no pude hacer nada!, ¡nada!... Llegaron a la casa y me amenazaron, sólo su presencia me acobardó. Apuntaron sobre ellos, me tiraron a un lado, me los arrancaron de las manos…

Él trató de tranquilizarla.

—¡Se los llevaron, se los llevaron!

Ahora los dos estaban sumidos en la miseria a la espera de una aparición, de una noticia cualquier que alimentara la mentirosa esperanza de volverlos a ver. 

—Usted no sabe cuánto me dolió, mis hijo estaban secuestrados y todos me pedían que guardara la esperanza —confesó, Catalino—. Sabe, la esperanza es lo que se siente cuando ya no hay nada que hacer, es una mierda, se lo aseguro.

Luis lo observó indulgente con la actitud solapada del manso arrepentido por la imprudencia, incapaz de disculparse a pesar de intentarlo; sin embargo, quería expresarle su solidaridad, recibirlo en el seno de los humillados. En los pregones del más humilde hay demasiada vanidad y en la solidaridad hay algo de culpa. 

Los dos compartían una mueca de aflicción después de la confesión, finalmente el hombre encuentra disfrute al igualarse de acuerdo con sus desventuras, los miserables sólo se sienten identificados con otros miserables, los pobres con otros más pobres, luchando unidos en contra de los supuestos afortunados en una batalla eterna por una posición que no van a cambiar, porque nadie quiere dejar su estatus, hasta el más desafortunado siente satisfacción en su desdicha. 

Otro estallido, ahora el balón descansaba en el suelo después de rebotar en la cabeza a Catalino.

-Maricas, esta vez no se los devuelvo.


Próxima entrega 21 de febrero.


viernes, 7 de febrero de 2025

Primera parte. La marea - I

I 

Transcurrían los días de un abril con muchas lluvias, las gotas vigilantes se posaban transparentes en los silenciosos vidrios, generando alegres aros multicolores al paso de la luz. En medio del coqueteo entre el brilloso cristal y el imponente sol, Catalino presenciaba desde su tienda como una marea indefinible a un grupo de gente desconocida, cautiva de su mala suerte, en su lento ascenso por el camino directo a su última parada, o por lo menos eso deseaban: Andinia.

Los chismes acostumbrados por los habitantes del olvidado pueblo habían anticipado la llegada de aquellos fantasmas; ahora en silencio los veían tomar formas humanas, con terror descubrían rostros adoloridos por la huida, impotentes ante su indefensión, sintiéndose desarraigados con la incertidumbre del hoy sin esperar el futuro. Los parajes de Andinia se veían poblados por espectros perseguidos por su desdicha, obligados a retirarse de su morada. 

Cada vez era más grande la marea de sonámbulos sin consuelo, diariamente se escuchaban los gritos de impotencia al renunciar a sus posesiones por la fuerza de la intimidación, a sus hogares: viejas chozas perdidas entre matorrales donde levantaron una familia, en un intento por resguardar el tesoro de su vida y los seres que rodean su alma; avanzando en una retirada injuriosa de una batalla sin pelea, la deserción evidente de una guerra oprobiosa abundante en terror y muerte. 

Pasos se oyen venir, el miedo merodea, nada más un movimiento maligno y el destierro indiscriminado refulge entre la noche lóbrega y mortal. No hay futuro, se niega la vida, el tronar de las botas parece el zumbido de una plaga que aniquila sin permitir defensa; ¿quiénes son?, nadie habla, ¿por qué lo hacen?, el silencio es total, sin embargo, todos lo saben. ¡Callan porque quieren sobrevivir! La suerte está echada, la realidad se pierde mezclada con la mentira, está prohibida cualquier confesión; la verdad es opacada por el vigor de las pisadas siniestras que retumban por doquier. El silencio de la oscuridad y el bullicio del campo asisten al infame desenlace; los pasos se oyen próximos y su eco atemoriza, ¡el final está por comenzar!, los pasos llegan ya, ¡es la hora!, comienza el triste deambular durante los días y sus noches por una ruta incierta sin aparente destino. Está claro: los caminos no se hacen, ya están ahí, el caminante los debe encontrar; ¡es hora de huir, los pasos ya están aquí! 

En el banco de viejas tablas empotrado en la pared el viejo Catalino se acariciaba la barriga, a su lado Onésimo rasgaba la etiqueta de una cerveza mientras contemplaba a los caminantes distraído en planear sus movidas políticas de las siguientes elecciones.

—Ahí tiene sus clientes, ¡vienen por montones!, seguramente los atenderá a todos como siempre—dijo con sorna el alcalde— sólo no les cobre muy caro porque esos pobres diablos no tienen donde caer muertos —agregó con satisfacción.

—No sé si tengan donde caer muertos, pero esos pobres diablos como les dice usted quieren un lugar para vivir —ripostó, Catalino— Además antes de renegar tanto debería pensarlo bien, por supuesto serán mis clientes, pero bien amaestrados pueden ser sus electores. Los pobres están condenados a elegir candidatos patéticos como usted porque creen sus cuentos y los ricos porque los financian.

—Cuidado con lo que dice.

—Pues yo no veo ningún sapo por aquí o me equivoco. 

El eterno tendero del vago caserío, conocedor inmutable de los avatares de los inocentes y sus persecutores se paró para recostar su cuerpo sobre la vetusta columna de madera, sostén del techo de su tienda. Ajeno a cualquier creencia ayudaba a todos los bandos siempre y cuando le pagaran para no ser señalado como cómplice, mantenía abierta su tienda para el público general sin opinar, sólo decía alguna cosa cuando estaba seguro de no ser escuchado. Todos acudían a él porque no le importaba la realidad, sólo velaba por sus intereses siempre absorto en algo banal, dejando de lado la política y la sociedad con sus hechos fatídicos; nunca puso atención a las caras ni a los nombres, una amnesia peculiar lo hacía tratar a todos como si fuera la primera vez. 

Onésimo despegó la etiqueta de la botella de cerveza en su totalidad, el líquido casi se había acabado.

—Catalino, deme otra, ésta ya se calentó —gritó.

El tendero no hizo caso; el alcalde se recostó sobre el sucio vidrio de la vitrina y se secó el sudor con un pañuelo ajado en tanto fruncía sus cejas pobladas.

—¿También los va a hospedar? —Preguntó, Onésimo— eso puede dañar el buen nombre de su tienda. 

Sin quitar el hombro de la dura madera Catalino lo observó aparentemente indiferente con una expresión de tristeza mezclada con algún tipo de indignación, ignorando el comentario del malhumorado alcalde de Andinia, eterno servidor de una noble familia de gamonales prestos a mantenerlo en su puesto para garantizar su poder. Ante el silencio del viejo tendero el alcalde giró sobre sus talones para descansar su espalda sobre el mostrador y seguir el avance de los visitantes con el recelo de la fiera asediada en sus predios.

—Esa gente solo trae problemas a Andinia.

—Seguramente vienen a buscar trabajo.

—¿A buscar?, a quitarle el trabajo a los habitantes de Andinia; están huyendo y por algo será, en todo caso por buenos no es, por eso en Andinia nadie los debe acoger, empezando por usted.

—Alcalde, ¡no joda!, usted nunca hace nada por este pueblo y ahora quiere dárselas de su libertador —gritó Catalino— Y conmigo no se meta, yo veré a quien atiendo y si me paga será mejor la atención.

El viejo prefirió callarse, viendo de reojo al tendero. 

Andinia era un viejo y tranquilo pueblo en medio de la nada, olvidado por todos. Con sus propias ficciones sobrevivía al abandono; estaba dominada por unos pocos, expertos en tener a los demás tranquilos entre chismes además de una absoluta desinformación. No había mucho para hacer en aquel lugar, sus habitantes se preocupaban por sobrevivir al tedio reinante. Parecía no tener historia, era más una leyenda enriquecida con cuentos, inventos, a veces la realidad, seguramente algo más; cada habitante era el protagonista de algún relato que en una semana trascendía voz a voz los estrechos campos, desapareciendo con el inicio de un nuevo cuento con otro intérprete. 

Estaba dominada por dos haciendas carentes de moradas a lo largo de hectáreas de tierra donde no se producía nada. Una poderosa extensión lentamente venida a menos era propiedad del señor Horacio Valencia, quien estaba empeñado en la recuperación de sus dominios por eso buscaba trabajadores y pretendía aprovechar la marea reciente para encontrarlos; con esa intención había dejado la información en la tienda de Catalino. El tendero era el encargado de ventilar ese tipo de comunicados, aprovechando su negocio por donde pasaban habitantes y forasteros. Al enterarse de la llegada de la marea de desdichados preguntó si alguien estaba interesado en el trabajo; como siempre la necesidad era infinita, pero la desidia mayor. Sólo un hombre joven respondió a la propuesta. 

Realmente eran dos hermanos con su grupo familiar los interesados en el ofrecimiento, tenían apariencia juvenil con los rostros tostados por el sol, visiblemente retraídos por su reciente pasado. El mayor tenía alrededor de treinta años, estaba casado con una mujer de aspecto medroso e iba acompañado de sus dos hijos; al parecer era el escogido para hablar por los demás. El menor de unos veinticinco años mostraba mayor desconfianza hacia todos, conservando una mudez incómoda como si estuviera presto a huir sin dejar rastro ni testigos. Aparecieron en silencio, atemorizados por aquel paraje desconcertante; Luis, el interlocutor de la familia, se limitaba a explicar sus necesidades sin hacer gala de gran elocuencia, evitando cualquier conversación por parte del tendero, el alcalde o el cura, presentes la mayor parte del tiempo en el establecimiento. 

—Ese muchacho es muy raro, mejor dicho, toda esa familia es rara —comentó, el alcalde.

—Por Dios, don Onésimo, ¿qué esperaba después de lo que sufrieron?

Don cura —dijo con acentuada ironía el alcalde que odiaba esa clase de títulos—. No sé lo que les haya pasado, ni me importa.

—Debería Onésimo, debería —canturreó, Catalino. 

Los forasteros llevaban dos días instalados en un cuarto alquilado por Catalino a un precio razonable para su precaria economía; se sentían acosados por la antipatía de los amodorrados habitantes de Andinia, un sentimiento generalizado mientras eran absorbidos por la cotidianidad de los días. Durante la tarde gracias a la soledad de la tienda, Luis salió para observar pensativo el horizonte desde el mismo asiento de madera usada por Catalino para contemplar su arribo. Acurrucado en la banca tenía los brazos acodados sobre las rodillas y su cabeza descansaba sobre sus manos callosas, ocultando su rostro compungido por su situación; en todo ese tiempo sostuvo un rosario de madera en sus manos. De pronto levantó la cabeza cuando escuchó una voz.

—¿Por qué está tan pensativo don Luis? —Preguntó, Catalino, mientras se recostaba sobre el viejo trapeador con la esperanza de lograr una mínima conversación con el absorto hombre.

El silencio de Luis era extraño, aterrador, reflejo de las visiones de un pasado sin perdón. 

El polvo se confunde con el humo, la vieja hornilla de la casa deja escapar una hilaza de tonos en azul dirigida al tiznado cielo raso: un rústico óleo de grises amalgamados producidos por el tizne alegre y aromático de tiempos felices, ascendiendo con tristeza en la negrura de la noche, sin espectadores en un escenario abandonado. Huellas de botas por doquier, ropa, zapatos, las ollas sobre el suelo, la puerta abierta, un viejo balón que recorre de una esquina a la otra llevado por el viento. Entre la fealdad natural de la pobreza resaltaban los restos del ayer entrañable que existió, abandonado por hombres presos de terror, inmutables con la esperanza de ser testigos del pasado. El cielo atenta contra de los débiles y el odio indiscriminado los amedrenta, los vuelve incapaces de defenderse en el silencio de su desdicha, solamente se oye el galopar de la muerte, a la vez un lamento final: el llanto de los estremecidos en busca de su única salida. 

—¡Por nada! —respondió, perturbado— ¡Nada…! —agregó con un susurro.

El pasado no es para arrepentirse, sería inoficioso; ni se puede esquivar, siempre saldrá a relucir, aunque esté enterrado en lo más profundo; en cuanto al presente, para muchos nunca dejará de ser una eterna repetición de lo acaecido. El presente de este hombre estaba marcado por gruesas huellas de botas de muerte y una desaforada carrera por la vida.

—Me preocupa la respuesta que pueda darnos el señor Valencia —balbuceó, sin tener nada para decir. 

Catalino después de confirmar el interés del hombre por la propuesta de trabajo había enviado un mensaje a Villa Elena, ahora estaban a la espera de noticias. El viejo sonrió, echó a un lado su viejo trapeador y se sentó junto al pensativo huésped aparentemente cansado de su infinita mala suerte, ensimismado como si un trauma le invadiera.

—El señor Horacio Valencia es bueno, si solicitó trabajadores es porque los necesita —comentó.

—Sabe usted que ganar ese trabajo es fundamental para mí, no me importa si es muy duro, ¡lo esencial es darle a mis hijos la seguridad que no tienen!, reiniciar, olvidarnos de todo —se confesó, Luis.

Trataba de desahogarse del infierno interno que lo azotaba, las palabras brotaran incontenibles en un monólogo de miedo, un discurso sobre el espanto, una disertación sobre una fuga hacia un destino inseguro.


Próxima entrega 14 de febrero.


martes, 4 de febrero de 2025

Nota del autor

 Andinia nos absorbe en su complejo mundo, nos da la posibilidad de conocer una amalgama de existencias, tal vez vivas, a lo mejor muertas, conspirando para delatar la realidad sin condenarla. Esta es Andinia, un lugar inexistente con personajes reales e historias pasadas, también presentes, inmersas en un solo relato que da la posibilidad a cada lector para recrear su propia Andinia: escuchada o vivida, a lo mejor ayer, probablemente hoy. No es un compendio adivinatorio ni busca explicar nada, es simplemente el resultado de observar, recrear, plagiar la vida con la certeza de que el bien puede ingratamente ser mal, sentimientos extremos, tendientes el uno a ser el otro.


¿Acaso Andinia existe?

Primera entrega 7 de febrero.