sábado, 5 de julio de 2025

La Marea XIII

 XIII 

Clemencia subió a la habitación de Teresa.

—El cadáver de su hermano está en la casa; su padre parece un loco, le dispara a la nada; es increíble que un hombre como él, un verdadero sádico, se haya enloquecido por un muchachito que lo abandonó…

—¡Idiota!

—¿No fue así?, Alberto lo maldijo con razón, ¡usted lo sabe!, tiene que ser el peor de los hijos para abandonar a su padre, ¡usted lo sabe!, se hace la tonta, pero qué más se puede esperar de una mujer que actúa como si estuviera desesperada… ¡no!, eso es una farsa inventada, detrás de su supuesta comedia está la maldita bruja que desprecia todo a su alrededor, me desprecia a mí, eso lo puedo entender, pero despreciarse a sí misma, eso es absurdo e improbable en alguien razonable, claro que usted nació sin cordura y el único que la podía soportar ahora está… aunque después de muerto también lo desprecie.

—¡No más! —aulló, Teresa—. ¡Desgraciada, no dude que me voy a desquitar de sus burlas!

Clemencia aguardó unos segundos.

—Entre más la conozco más ratifico que es hija de Alberto Ramírez, ambos estas desquiciados.

Teresa tenía los ojos muy abiertos, aguados por la noticia, emanando un brillo maligno.

—¿Piensa que estoy vencida, qué la muerte me venció?, ¿qué usted me va a vencer? —Clemencia había permanecido impávida, pero el brillo anormal de los ojos de Teresa le produjeron un extraño estremecimiento— ¡no!, puede disfrutar todo lo que quiera, aproveche ahora que estoy abatida, pero ya pasará; bien dijo usted, soy como mi padre, estoy trastornada y por eso ni la muerte me va a vencer Una risa perversa se oyó—, ¡ahora vaya a traerme agua, no se quede ahí parada como una imbécil! —exigió, pero todo era un pretexto para quedarse sola, su fuerza no daba para seguir deteniendo las lágrimas contenidas en sus apagados ojos. 

Clemencia la había contemplado desde la esquina donde siempre se acomodaba, junto a la ventana; sentía lástima por aquella mujer, la repudiaba tanto como ella lo hacía, pero en ese momento una especie de ternura inexplicable, la producida cuando alguien que se desprecia soporta reveces inocultables la invadió; sin hablar abandonó la pieza en busca del líquido para mojar los cuarteados labios de la desesperada parturienta, además no quería ver llorarla abatida. 

De pronto se escuchó la llegada de Alberto Ramírez; Clemencia conservó su puesto junto a los pasamanos que la separaban del abismo del primer piso al lado de un florero donde observaba toda la casa; al entrar Alberto se paró en la mitad de la sala junto al ataúd de su hijo y alzó la mirada.

—¡Vieja desgraciada!, ¡gozas con la muerte de mi hijo, verdad!, ¡disfruta ahora que todavía te es esquiva, que la vida te sonríe, que puedes molestarnos con tu presencia! —dijo y se tomó un trago, levantó la escopeta dirigida hacía la hermana de Joaquín, luego prosiguió— ¡creo que el luto caería bien en la familia Arteaga!, ¿no estás de acuerdo conmigo Joaquín Arteaga?, aunque ya no es necesario, con un muerto por familia basta por hoy. 

El pobre hombre se espantó, con la afirmación del viejo confirmaba lo inevitable, había ido hasta El Lucero por lo suyo; algo en el fondo se quebró, Mauricio era un viejo desgraciado, pero no merecía ese final tan ridículo, sólo esperaba que hubiera dado batalla para conservar el orgullo de ser Arteaga. 

El viejo miró fijamente a Clemencia apostada sobre la baranda, ella hizo lo propio sin temerle ni menos mostrarle respeto, a lo mejor la audacia la llevaba a enfrentar a un hombre ruin sin pensarlo, adicionalmente la muerte de su padre le aseguraban seguir viva en Villa Ángela al menos por ese día, su verdadero tormento era el porvenir, sin El Lucero no tenía donde resguardarse; de improviso el fuego cruzó el cielo raso de la sala, produciendo un ensordecedor ruido, todos esperaban ver el cuerpo de Clemencia desplomado sobre el vacío, pero imperturbable continuaba con su endemoniada mirada, hasta sonrió. 

Teresa gritó en esos momentos, las contracciones le desgarraban el vientre así como la muerte de su hermano hacía lo mismo con su corazón; Clemencia acudió en su ayuda, pronto daría a luz, ella debía estar junto a su cuñada.

—¡Asiste a esa desgraciada y si no es un varón prepárala para que se olvide de su hija porque no tiene derecho a vivir! —gruñó, Alberto, recostado sobre el ataúd de su hijo— ¡Hoy velaré a Germán y tú me darás un nieto barón! —gritó perdido entre la nostalgia y el trago. 

Joaquín subió al cuarto de su esposa preocupado por su futuro, en un solo día podía quedar sin el padre y sin hija de ser mujer, sin hijo también porque el viejo Ramírez no le permitiría verlo empeñado como estaba en convertirlo en un Ramírez.

—¿Ya nació? —preguntó a su hermana que salió por agua.

—¿Usted cree que parir es tan fácil?, ¡no sea torpe, esto no es un juego! —respondió despectivamente su hermana; aunque despreciaba a Teresa en ese momento compartía su zozobra tanto como la rabia contra su hermano— ¡ya llegará la hora, ya llegará el momento! —agregó— el momento para que el viejo Alberto mate a su nieta: tu hija —decretó muy segura, después entró al cuarto. 

Por la ventana de la habitación se alcanzaba a divisar un gigante árbol sembrado frente a la casa desplazado por el viento a pesar de su poder, sus hojas de movimientos coquetos jugueteaban con los chorros de agua caídos del cielo, de a poco menguados mientras los gritos de Teresa aumentaban, en medio del anochecer profundamente oscuro por las nubes tendidas sobre toda Andinia; la opacidad del pueblo obligaba a mantener las lámparas encendidas desde el atardecer por eso en Villa Ángela brillaban las luces en cada ventana; sin embargo, la tristeza no se apartaba, otrora la luna acompañaba cuando una mujer daba a luz en Andinia, pero desde el inicio de las lluvias todo era velado por la añoranza de una felicidad huidiza. 

El ruido constante del agua sobre los viejos techos desesperaba a Teresa mientras su partera le recordaba con saña su mala suerte: la de parir una niña; la futura madre no dejaba de martirizarse con el inminente final de su hija, conociendo a su padre daba por seguro el cumplimiento de la amenaza, aun así se aferraba a una leve esperanza hasta el último momento, igual ya había tomado una decisión: si era niña se la entregaría a su padre para que hiciera su voluntad. Los dolores aumentaban con el paso de los minutos, a pesar de eso seguía perdida en sus cavilaciones, presentía el final de su familia: su hermano había muerto, su padre estaba loco, su hija sería asesinada, Villa Ángela se dirigía al estropicio. 

El momento y la hora llegaron, apenas habían transcurrido algunos minutos del nuevo día cuando se abrió la puerta, la sombra de Clemencia cubrió el brillo emitido por los focos de la habitación lentamente aumentando su brillo a mediada que la partera se alejaba de la entrada; mientras caminaba se secaba sus sienes empapadas de sudor con la manga de su saco, una vez estuvo al lado de los pasamanos comunicó a los presentes en el velorio de Germán la buena nueva:

—¡Señores les traigo una buena noticia en medio de tantas adversidades: la señora Teresa Ramírez de Arteaga acabo de dar a luz a su primera hija!

La lluvia menguó un poco más. 

Un agitación recorrió la humanidad de los presentes al mezclarse la alegría por el nuevo ser y su inaplazable final en tanto esperaban la reacción de Alberto ante la noticia; a la par de los acontecimientos un azul alentador conquistaba el cielo, destronando el reinado de las nubes como fondo inconfundible para resaltar el resplandor del sol naciente.

—¡Felicito al abuelo! En hora buena fue niña—agregó, Clemencia, con la intención execrable de regocijarse en las adversidades de los Ramírez. 

Teresa renegaba en su habitación de su perdurable mala suerte ilusionada de vencerla una vez su hija desapareciera por eso esperaba desquiciada el cumplimiento de la promesa de su padre, era su última oportunidad, se había agotado su esperanza durante el parto cuando clamó por un hijo, única forma de convertirse en la preferida de su padre quien eternamente la repudió, según creía; quería dar un nieto a su padre, un reemplazo para Germán, era primordial y lo entendía como su forma para conquistar el duro corazón de Alberto.

—¡Esta noche he labrado mi final!, ¡esta madrugada debe morir mi razón para no vivir! 

A Joaquín poco le importaba el sexo de su hija, a no ser por la amenaza proferida por su suegro, jugueteaba con la recién nacida, disfrutando de los primeros instantes con ella, de paso los últimos si Alberto actuaba; entonces la tiró a un lado de la cama, se obligó a sí mismo a repudiar aquella criatura marcada por la muerte, su sangre iba a correr por eso era indispensable repudiarla. 

El viejo Ramírez no dio espera, conocida la noticia subió a la habitación de Teresa, finalmente todo estaba dicho, ahora era justo y necesario cumplir su palabra sin mayores retrasos.

— ¿Dónde está tu hija? —preguntó desde la puerta de la habitación. 

Llevaba el revolver en una mano y una botella en la otra; examinó todo el cuarto convencido de la intensión de su hija por ocultarla, pero no fue así, completamente desnuda yacía dormida en la cuna que Teresa había exigido, junto a ella se encontraba parado Joaquín, tratando de demostrar su malestar con el sexo de su hija y congraciarse con el abuelo.

El viejo se acercó lentamente.

—¡Ya sabes lo qué prometí! —exclamó— ¡hoy ha muerto mi hijo y ha nacido tu hija, el apellido Ramírez está a punto de extinguirse con toda sus tierras!

Joaquín abrió los ojos, se alejó de la cuna lo más posible abrazado por el terror ante la posibilidad de recibir un tiro, algo estúpido si se tenía en cuenta lo inevitable: un día sería el dueño de las tierras de los Ramírez, por eso no valía la pena arriesgarse por una recién nacida, después podía tener otro, al fin y al cabo Teresa era la única heredera. 

—¡Puedes matarla cuando te venga en gana! —expresó, Teresa, desde su cama envuelta en las cobijas, temblorosa por la rabia— ¡Debes matarla papá!

Su esposo observó la escena con aire de desesperación entre real y fingida, no tenía claro sus sentimientos, al ponerse del lado de la niña corría peligro, al despreciar a la niña suponía agradar al viejo, pero eran tan impredecibles los Ramírez que cualquier decisión conllevaba un desenlace trágico; Alberto miró su derredor con un gesto frenético en su rostro, alzó la botella y dejó caer un gran trago de aguardiente sobre su boca abierta, derramando el líquido por las comisuras de los labios, una vez se limpió la boca con su camisa hizo el amague de levantar el revólver, se acercó a la cuna y observó a la pequeña, bebió nuevamente, se detuvo expectante ante la quietud de la recién nacida, acercó el cañón al pecho de la niña que sobresaltada reaccionó, se movió sobre sí misma ajena a su sino, después estiró su pequeño brazo antes de bostezar para quedarse inmóvil con sus ojos puestos en el hombre amenazante frente a ella; su abuelo no parpadeaba en su contemplación, meditaba sobre sus amenazas al parecer dubitativo, sin embargo, después de los instantes de vacilación pareció ahogarse por su respiración convulsa, aspiraba aire en intervalos entrecortados por sus fosas nasales hasta cuando se agachó sobre la niña para soltar el pesado vaho de su aliento alcohólico al abrir lentamente su boca para ingerir un nuevo trago; ¡salud!, brindó, seguidamente vació todo el licor de la botella sobre la recién nacida que espantada no podía respirar, emitiendo estertores asfixiantes, una vez se vació el envase la niña pudo llorar muy fuerte mientras el abuelo reía sin sentido, la locura se reflejaba en el rostro del viejo, en un segundo liberó sus manos, la botella rodó, puso la pistola en su cinto, antes de levantar a la pequeña en sus manos para dirigirse a la sala. 

Joaquín testigo impotente de los acontecimientos callaba víctima de su cobardía sumido en un marasmo evidente, cuando reaccionó corrió tras el viejo hasta cuando sintió un atronador grito de Teresa desde el filo de la cama sin poderse parar, retrocedió donde su mujer y la haló de forma brusca; apenas Teresa logró sostenerse en la pared por sí sola se impulsó hasta la puerta, empujando al hombre indeciso a su lado con una seguridad sobre humana a pesar de su situación de salud, una vez alcanzó el pasillo anterior a las escaleras descubrió a su padre, abriendo una nueva botella después de liberar sus manos, al lado del ataúd de Germán donde había acomodado a la recién nacida; Joaquín y su hermana observaban desde arriba.

Con mucho esfuerzo la parturienta logró llegar hasta la sala junto a su padre que bebía sin detenerse.

Alberto inició un balbuceo de ebrio aun así absolutamente entendible:

—¡Hoy ha muerto Germán!, ¡hoy ha nacido tu hija!, ¡hoy desaparece el apellido Ramírez!, hoy es un día de fiesta para mis enemigos; Villa Ángela desaparece porque la toma en sus manos un imbécil vago, ¡este idiota y su padre son los dos mayores errores de la vida!, ¡sí!, dejar entrar a los Arteaga a mi casa fue algo imperdonable, los tres contando esa bruja —expresó, señalando a Clemencia— ahora no tengo nada que decir de Mauricio, el ya pagó su deuda y un poco más, aunque acepto que antes del disparo pensé sentirme mejor, pero ni siquiera verlo tirado en el piso destartalado de su casa me produjo placer —dijo, luego tomó un buen trago— Joaquín debes morir, pero no eres digno de ser asesinado, sería un premio, talvez tu hermana sí, aunque no es necesario, su mayor castigo será morir sola, ¡matarla sería salvarla de su condena! 

En ese momento Clemencia lo observaba concentrada en sus palabras, el viejo hablaba con la verdad, muy a pesar de ella estaba segura de su final y concordaba que para su hermano sería glorificable matarlo; Ramírez continuó su discurso:

—¡Esto tenemos que celebrarlo!, Teresa, ¡toma porque este fecha quedará grabado como el día de la desaparición de los Ramírez de Andinia; casi fuimos dueños de este maldito pueblo endemoniado, pero hoy no somos nada, ¡que el mejor postor se lleve esta historia!, ¿qué podemos merecer después de fracasar en la vida?, ¡no hay herederos verdaderos!, ¡tu hija no!, o al contrario, ella puede ser lo único que logramos ganar, ¿quién sabe?, es una hembra como su abuela Mercedes, la única que me acompañó, ella no dejó que me ahogara en mi antipatía, pero al irse me condenó al resentimiento; talvez pude amarla si ese sentimiento existiera, pero no es así, sólo existe la costumbre para salvarnos y eso nos rescató a los dos, ¡la acostumbre y la lujuria!, sin esa dos cosas no somos nada, pero un día se fue, ¡maldigo ese momento!, al igual que hoy cuando sufro la muerte de Germán; en cuanto a ti Teresa, nunca pude entender si eras perversa o triunfante al ser como yo, porque eres como yo, aunque a diferencia mía estás destinada a asfixiarte en tu antipatía, ¡no tienes quien te ampare!, ¿el idiota de tu marido?, improbable, sigo creyendo que va a morir por tu mano y eso espero, hasta los que no merecen ser asesinados claman por el favor, cuando se oportuno tendrás que hacerlo —tomó aire, vació nuevamente el alcohol sobre su boca— ¡hoy es el fin de mi dominio!, ¡iba a apoderarme de Andinia, pero sólo soy un fantasma más de este lugar!, ¡así que caigan los Ramírez, pero también caiga Andinia!. ¡Salud Teresa!, ¡salud Joaquín!, hoy también tú debes celebrar, tú el orgulloso padre de mi nieta vas a brindar por su nacimiento. 

Teresa estaba parada frente a su padre, algo arqueada la espalda con la mano en la cadera.

—¡Papá tienes que matarla!... —imploraba, tenía la botella de su padre en las manos, ¡si la dejas viva no tendrá una madre! —tartamudeaba, debido al llanto— ¡no, no tendrá una madre porque para mí está muerta a pesar de todo! No voy a criar una hija que es mi ruina, una niña sin futuro, un ser enviado para concretar el fin de los Ramírez, la decadencia de Villa Ángela, mi muerte en vida; nada me queda, solamente repudiar a los que me rodean, acabarlos con mis manos, ¡Clemencia, no te quiero en mi casa un minuto más!, ¡esta niña deberá crecer sola o morir en el intento!, Joaquín no te salvarás, mi padre ya me delegó tu fin. 

Abruptamente la mujer interrumpió su discurso al llevarse la botella a la boca, bebiendo nerviosamente un sorbo tan grande e imparable, suficiente para desatar un ataque de tos en su delicado pecho; el llanto y el trago menguaban a una mujer destruida, su vientre aún caliente sentía a la niña patalear en su interior, en el lugar que ocupó dilatado, flácido, sangrante, como recuerdo físico de su condena, no consideraba otra alternativa que el fallecimiento de aquel monstruo: su primera hija.

—¡Mátala!, ¡mátala!, cumple tus malditas amenazas o no eres capaz papá. 

Los empleados contemplaban la escena, Clemencia continuaba en el segundo piso.

—¿Qué más podía esperarse de los Ramírez? —aseguró a su hermano.

Alberto se acordó de la vieja.

—¿Estás ahí?, ¡eres valiente!, igual que tu padre, un desgraciado, pero frentero —declaró— ¡Vieja endemoniada te felicito!, has logrado tu objetivo: ¡acabas de ganar!, finalmente solo hay una forma de eliminar al enemigo: ¡la aniquilación total!, con ella parte de uno, de eso no te puedes salvar.

Hablaba borracho de dolor, pasmado de alcohol, en su beodez no quería soltar el ataúd, parecía aferrado a un trofeo estropeado sin forma de reconstruir, estrujándolo con su pecho, infinitamente ansioso de recobrarlo.

—Supongo que me odias por ser tu enemigo —insinuó, Alberto.

—Esta vez estás equivocado —respondió, Clemencia— no se odia a los enemigos, se les respeta o se les teme.

—¿A mí me respetas o me temes?

—Los dos somos iguales, no podemos sentir ni temor ni respeto entre nosotros, por eso tu fin no me afecta ni el mío te va a afectar, sólo somos eternos rivales de una lucha inexistente a lo mejor porque ni siquiera somos enemigos.

El viejo soltó una ensordecedora carcajada.

Clemencia calló, no había nada más para agregar, se ensimismo en su realidad: estaba informada de su próxima salida de la casa sin un lugar para refugiarse, su futuro se veía incierto al igual que la historia de Villa Ángela: el estropicio llegaba. 

El viejo Ramírez seguía apegado al ataúd de Germán, parecía haberse olvidado de la niña en medio del discurso de Clemencia y los ruegos molestos de Teresa; de pronto alzó la cabeza para ver a todos los presentes, los detalló uno a uno, a muchos los conocía desde su nacimiento, la melancolía apretujaba su alma al imaginarse a sus trabajadores sin Villa Ángela asilados en cualquier lado por eso debía evitarlo, era su forma de retribuir su nobleza.

—¡Salud señores! —brindó con la botella en lo alto dirigida a todos, después se volteó donde estaba su trabajador de confianza— Miguel, eres el único que puede salvar mis tierras y lo vas a hacer, vas a tomar la mitad en tus manos; déjale a Joaquín El Lucero, que haga con su parte lo que quiera, pero Villa Ángela nunca caerá en su dominio, sólo tu Miguel puede administrarla, ¡si Joaquín se mete te ordeno que lo mates!; ¡Joaquín quedas advertido!, cometí un error al dejarte entrar en mi casa, pero ahora lo enmiendo, ¡nunca tocaras Villa Ángela porque Miguel te va a dar un tiro o Teresa que es la verdadera dueña te ultimará sin miramientos. 

El arma ondeaba sobre la recién nacida, la pequeña se ahogada en el llanto sin poderse acomodar sobre el frío ataúd, había una expectación absoluta por el desenlace de la amenaza, el señor Ramírez acercó nuevamente el cañón sobre el pecho de la trémula niña, pero aguardó un momento, primero se dirigió a sus servidores.

—¡Gracias a todos los que trabajaron para mí! ¡Gracias a mis caballos! —dijo Alberto Ramírez entre completamente borracho y absurdamente cuerdo— ¡Gracias muchachos! ¡Gracias Miguel! Cuida de esos animales que sabes cuánto los quiero; ¡Teresa espero que mañana saques a esa bruja de esta casa y coloques un gran letrero que rece Villa Helena porque mi nieta se llamará así: Helena!

Nadie entendía nada.

—La unión de Villa Ángela y El Lucero pasará a ser Villa Helena como el hecho perdurable de este día: hoy nace mi nieta, fallece Germán, ¡mueren los Ramírez!; Villa Helena sobrevivirá a todos y siempre se recordará en Andinia. 

Después de su declaración detalló su entorno sin esquivar a nadie: sus trabajadores, Clemencia y Joaquín en la planta alta, Miguel, Teresa y la niña postrada sobre el ataúd de Germán junto a él en la parte baja; como infinidad de veces aquel día levantó su arma, la puso en el pecho de la bebe, dejó brillar una leve sonrisa, hizo un movimiento brusco y descargó la pistola; el disparo tomó a todos por sorpresa a pesar de la expectación permanente, el silencio fue total, de pronto se escuchó la tos asfixiante de Helena cubierta de carmín aplastada por la cabeza de Alberto desgonzada sobre su diminuto cuerpo, emanando sangre a borbotones. Teresa contempló a su padre rendido ante la muchachita con los ojos secos sin posibilidad de ser remojados por la quietud de sus parpados, luego subió a su habitación con la cabeza agachada acompañada de un mutismo perturbador; Joaquín tembloroso no salía del asombro, entre tanto, Miguel con lágrimas en los ojos hizo un gesto de respeto al quitarse el sombrero presto a cumplir la voluntad de su patrón; Clemencia suspiró antes de retirarse a acomodar la maleta porque su estadía en Villa Ángela había terminado, Teresa era ama de la casa y señora de Villa Helena, mejor adelantarse a los acontecimientos. 

Con sangre fue bautizada Helena Arteaga y eso la volvería una mujer salvaje, una verdadera Ramírez como lo deseaba su abuelo.