viernes, 21 de febrero de 2025

La marea III

III 

Entre tanto Marino se zambullía con alegría en el río, parecía ahogar sus problemas en el sonoro y embrujador caudal; estaba tranquilo, liviano como si los recuerdos intensos que pesaban en su cabeza naufragaran. Fue entonces cuando con disimulo y mucha cautela un destello travieso recorrió el bosquecillo para tomar la ropa del muchacho.

—¿Qué hace aquí jovencito? —gritó una mujer negra, alta, robusta, fijando sus ojos en Marino con mirada amenazadora. De las piedras donde estaba recostado disfrutando del sol se lanzó detrás de un árbol sin medir las consecuencias en un arranque de espanto inicialmente, y pudor cuando se vio desnudo en medio de la maleza— ¡No sabe que esta propiedad es privada! —aseguró, la negra, con actitud severa.

Marino se quedó quieto en el lugar del escondite desesperanzado de su suerte, suponiendo todo tipo de calamidades; entre tanto la negra fruncía las cejas en su rostro autoritario, aunque había algo de malicia en sus gestos. Caminó unos pasos y se paró en la orilla del río.

—¡Esta es propiedad privada! ¡Usted va a tener muchos problemas! — advirtió.

El joven acurrucado detrás de un árbol maquinaba infinidad de ideas agobiado por torbellinos de recuerdos, con terror repasó los días perseguido por hombres armados cuando pudo salvar su vida porque la suerte lo quiso; no era posible un nuevo destierro, menos de un lugar que apenas conocía, no se podía repetir todo.

—Se… señora, yo ya me iba… —tartamudeó irresoluto con su cuerpo desnudo delineado por un destello de arreboles.

Entonces apareció detrás de la negra una jovencita con una escopeta en sus manos. Los días anteriores envolvieron a Marino. 

Las hojas se mueven, un joven corre, azota el viejo sembrado de maíz; botas se aproximan. Los cielos se oscurecen para dar inicio a la recia lluvia que impone el velo del olvido sobre los lamentos de los rostros alterados. La sangre y las lágrimas confundidas en un solo líquido corren por nuestros caminos, abriendo grietas profundas donde se entierra la verdad y la vida. Carmín la sangre, transparentes las lágrimas, mezcladas para bautizar con un brebaje funesto los sueños, las ilusiones, las alegrías… ¿De qué vivimos ahora?, nos hemos desangrado y el llanto no brota, ahora ya nada nos causa escozor, ahora que evocamos todo como un cuento más. Las cañas del viejo sembrado de maíz quedan solas a merced del destino. 

En ese momento pensó en correr, estaba trastornado sin posibilidad de reaccionar con una febril sensación, recorriendo su cuerpo. El sudor empezaba a descender por su espalda descubierta, pronto en medio de una maleza picante apestada de mosquitos el suplicio se intensifico; se acordó de su ropa tirada cerca de la orilla y la buscó afanosamente para cubrirse, pero se ensombreció su realidad cuando descubrió que no estaba por ninguna parte.

Ocultos desde la maleza unos ojos vigilantes seguían atentos los sucesos.

Concentrado en una solución imposible no pudo más y decidió rendirse al infortunio por eso consideró salir de su escondite pese a la humillación; suplicante gritó desde los árboles, pero azarado no abandonó su escondite por la pena producida por la presencia de las mujeres, además del miedo de la jovencita que le apuntó la escopeta por un leve movimiento de las ramas.

—Por favor señora, yo no soy del pueblo, recién llegué, usted se habrá enterado. No era mi intensión invadir su propiedad, ¡devuélvame la ropa!, ¡le prometo que no vengo más por aquí! Le juro que no vuelvo más por este río —sollozaba pálido.

Entre tanto una sombra llegó hasta el sitio donde estaba su ropa. La negra y la muchacha reían, festejando su crueldad; Marino las escuchaba, pero no entendía, no se daba cuenta de nada, finalmente rio de sí mismo entre espasmos fortísimos hasta cuando le lanzaron la ropa desde un lado del bosquecillo. La sorpresa lo paralizó.

—Gracias —balbuceó, el pobre hombre, moviendo su cabeza a todas partes. Los ojos vigilantes no se dejaron ver.

—¿Por qué tenías que devolverle la ropa? —recriminó la muchacha sin bajar la escopeta. Desde la orilla más lejana una niña de cabellos rizados adornados por pequeñas pinzas blancas se asomó, se notaba su intención de verse disgustada ante los hechos, pero su rostro fino y sus ojos expresivos no se lo permitían. Le sonrió mientras se acercaba a la negra.

—¡No se preocupe! —exclamó, con tono dulce— nada le va a pasar, esta negra bandida se deja llevar de las travesuras de mi hermana, pero no se confunda, es la mujer más leal de los alrededores —dijo. El muchacho se puso la ropa como pudo— no esperaba que te prestaras para estas cosas, Marcia —reclamó, la chica.

—Perdóneme niña —dijo— no le íbamos hacer nada, solamente asustarlo —intentó, explicar.

Luisa Aurora ya había bajado la escopeta. Marino salió lentamente de su escondite sin disimular mucho la comezón en su espalda.

—Muchas gracias, niña —exclamó, el joven, recobrando su calma; miró alrededor, se encontró con la sonrisa inocente de Marcia, no pudo evitar corresponderle. Las dos chicas también lo miraban, cada una a su manera, la uno molesta la otra satisfecha; él ponía atención a su derredor con una dicha profunda: nada se repetía, estaba libre, había renacido, todo era una jugarreta de la vida. 

Suda cuando por fin se detiene temeroso de mirar hacia atrás, intenta despedirse, contemplando a lo lejos todos sus tesoros abandonados, decidido a levantar la cabeza para dejarse llevar por una marea de incertidumbre hacia un lugar inesperado y desconocido. Después de todo quería superar el pasado, avanzar sin temor, consciente del esfuerzo sobrehumano y el deseo más profundo indispensables para ocultarlo; pero el olvido es imposible, aunque se lo entierre muy profundo una mínima partícula del ayer lo trae a la memoria. Era raro, pero después de esquivar la muerte, a pesar de todos los miedos aglomerados en su alma nunca había sentido tanta felicidad. 

Marino suspiro con fuerza suficiente para ser escuchado desde lejos, entonces todos se echaron a reír contagiados por la broma.

—¿Cómo se llama? —preguntó, la niña de los rizos ondeantes al vaivén de la brisa, con infinita dulzura.

—Marino.

—Perdóneme joven Marino, yo siempre estaré cuando me necesite, le aseguro que no soy mala, pero no puedo negarle que hoy me he divertido como nunca —explicó, Marcia, con una sonrisa en su oscura tez adornada por sus blancos dientes, sin moverse, con los brazos en jarras sobre la cintura. 

Entre tanto Luisa Aurora se mordía los labios sin darse cuenta, no había dicho nada, pero su risa era estridente, no estaba satisfecha con aquel final. Se movió hacía un lado, después regresó al sitio inicial y con poco convencimiento se dirigió al joven.

—Lo siento —dijo, medio aburrida—. ¡ella lo salvó! —declaró, fingiendo levantar la escopeta otra vez. Marino retrocedió, pero sin el susto de antes.

 Por las recriminaciones se había enterado del nombre de las dos mujeres cómplices de la broma, pero no conocía el de su salvadora, siempre cabizbajo la había escuchado sin mirarla; para él era ineludible enamorarse de una mujer al conocerla además de verla con cierta pretensión atrevida; sin embargo, esta vez era diferente, cuando por fin pudo observarla descubrió una belleza inexplicable, una lozanía contagiosa; el encanto de esta niña no muy alta de cabello rizado lo había dejado impresionado. 

Contento por la gracia de la niña no quería terminar el tiempo delicioso a su lado, en ese sitio había sentido un bienestar fugaz, pero no podía acostumbrarse a él porque no era su casa, posiblemente nunca lo sería, era mejor alejarse; trató de agradecer, pero la mudes lo invadió y sólo dejó escapar un trémulo, gracias, señorita, con un gesto de estupidez característico en los hombres.

 La niña sonrió, sus ojos brillaron, Marino aturdido intentó alejarse, pero fue invadido por un reflejo espontáneo imposible de comprender: a lo mejor la esquiva felicidad.

—¿Puedo irme sin problemas? —preguntó. 

Estaba alelado, extraviado en cavilaciones absurdas, se revolvía en su cabeza el tortuoso ayer, el presente ilusionante, su angelical benefactora; tenía la mirada fija en algún punto inexistente y con su rostro contraído parecía un ser enajenado. Unos segundos permaneció inmóvil ante la mirada atónica de las mujeres.

—Este tipo se enloqueció —comentó, Luisa.

De pronto, un estremecimiento frenético lo trajo al lugar de donde nunca se había ido a pesar de la sensación intensa en su cabeza adolorida después del espasmo.

—¿En serio me puedo ir? —se le ocurrió preguntar en medio de su idiotez. Era como si en los segundos de su desconexión con la realidad se hubieran borrado los últimos hechos, por eso volvía a preguntar con la misma ingenuidad inicial.

—Claro que si —contestó doña Petrona.

Una mujer alta, corpulenta, de garbo atemorizante había llegado al lugar; tenía en su rosto las muestras de una mujer madura, maltratada por los años, pero de una hermosura inigualable; la rudeza que denotaba la hacía más atractiva además de su frescura y donaire. 

A Marino lo sobrecogió la belleza de aquella mujer, especialmente sus ojos iguales a los de la desconocida chica. 

Luisa Aurora empezó a tartamudear, intentaba explicar lo sucedido, sin embargo, entre más insistía parecía complicarse más; finalmente entró en furor e iba a empezar una rabieta.

No pregunté absolutamente nada –dijo la señora e interrumpió la pataleta de su hija–. El asunto no se soluciona con tu explicación; además estuve presente y miré todo. 

La muchacha prefirió calmarse ante aquellas palabras, de a poco bajó su ímpetu inicial y finalmente se contentó con lanzar algunas miradas furtivas a su madre con aparente rabia; para terminar, el suelo se convirtió en la última escapatoria.

No quiero que empieces con tus escenas, prefiero evitar que mientas, si lo pensabas hacer —advirtió Petrona a su hija. Luisa ni respiraba— Usted es uno de los recién llegados que se hospedan en el hotel de Catalino, ¿no es cierto? Interrogó. Marino asintió timorato; no lograba entender cómo había llegado a aquel lugar, veía ante sí la belleza y la autoridad confundidas en una sola mujer, algo inimaginable para él— ¿Son hermanos? —insistió Petrona.

Marino sólo se meneó la cabeza.

—¿Supongo que viene a conocer la finca de los Valencia? —observó, Petrona.

—Si señora.

—Sepa que está al otro lado del rio.

—Bueno —dijo sin razón, el muchacho.

Petrona no dejaba de mirarlo.

—¡Humm…! —suspiró—. ¡Pues espero que les vaya muy bien, así como también espero que no se vuelva a repetir esta situación en mi propiedad! —Hablaba con severidad—. ¡Esta es Luna Blanca, aquí no necesitamos trabajadores ni nada por el estilo! ¿Comprendido joven? 

El tono usado por ella fue drástico, pero lejos de aminorar la admiración acumulada en la tenue alma del muchacho enalteció la intimidante postura de la señora; sin embargo, el resentimiento crece mejor en hombres disminuidos por las adversidades, por eso la miró con molestia de pies a cabeza.

—¡No se preocupe! —respondió, con cierto tono prepotente. 

En su mente había cambiado los role, ahora era el dueño del mando, deseaba mostrarlo. El orgullo de un hombre siempre hace su aparición después de la derrota, cuando quiere superar las adversidades, dando paso al sentimiento más sincero del hombre: el rencor.

—¡Que le vaya bien! —afirmó Petrona, disgustada por la forma como había reaccionado el joven, interrumpiendo cualquier intento de despedida de las muchachas—. ¡Espero que no olvide mi advertencia!, ahora se puede ir.

—¡No se preocupe señora! —exclamó, Marino, a la vez que daba media vuelta para alejarse. 

Prefirió salir sin mirarla, la prepotencia no se lo permitió; sin embargo, una vez fuera del bosquecillo su timidez cobarde lo agobió. Era extraño, pero ahora el embrujador sonido del torrente en su camino sinuoso por la vegetación, claro a sus oídos por momentos, lo ponía en un estado de febril revancha. A ratos lo invadía el odio, pronto pusilánime se calmaba, sus sentimientos eran intermitentes, de la sima del abismo hasta su cúspide, ocasionándole una turbación indecible; pero el odio es así, aun si es muy grande reluce a ráfagas, desaparece por instantes, da paso a las emociones más ingenuas mientras incuba el ser con amargura y vileza, una vez invadido su marca es permanente.

—Vieja hijueputa —resopló, echando su rabia fuera; después se quedó sin aliento, desconcertado por su reacción, pero a salvo. El recuerdo de aquellos ojos mágicos había detenido el monstruo creciente en su alma, la animadversión que fluía en su cuerpo se había detenido, apartando su espíritu de la perdición.


Próxima entrega 28 de febrero de 2025